Una novela breve y querible trae las melancólicas reflexiones de un mozo de café francés.
› Por Martín Pérez
La mesera era nueva
Dominique Fabre
Beatriz Viterbo Editora
120 páginas.
“No miro demasiado para afuera porque todo lo que me importa en la vida termina instalándose frente a mí”, asegura Pierre, mozo de bar durante toda su vida, pero de los que se instalan en el mostrador, de los que saben tratar a los clientes, escuchando y sin importunar. Pierre tiene talento para mirar lo que la vida le pone enfrente. Esa mujer bonita que aparece de la nada en un día de lluvia. Ese pituquito al que siempre ve leyendo un libro de Primo Levi, y que Pierre comprará para leerlo a su vez, y desear haber tenido al italiano como cliente. Para Pierre ser mozo es un oficio lleno de moderación, y que necesita de momentos perdidos, de espacios vacíos en los que capturar y dejar macerar esa vida sobre la que le encanta reflexionar o, al menos, mirar y recordar. “Cuando hay que servir las comidas, hacer los sandwiches para los que sólo comen sandwiches, no equivocarse con los aperitivos de los empleados y al mismo tiempo servir los cafés y los licores, uno está muy lejos de la psicología que, sin embargo, es lo principal en el trabajo de mozo de café”, explica Pierre, cuya voz es exclusiva protagonista de La mesera era nueva, una novela melancólica y querible, un largo monólogo desde detrás del mostrador. Su título es su primera frase, punto de partida de las reflexiones de Pierre sobre una vida que parece ser sólo descriptiva y cotidiana, lo que es parte de su encanto. Pero aunque esta cuarta novela del escritor francés Dominique Fabre es pequeña, casi una nouvelle, su mundo va mucho más allá de sus cien escasas páginas. O el mundo de Pierre, cuyas melancólicas reflexiones esconden mucho más de lo que revelan, y su vida tiene mucho más para contar que esa psicología de bar que tranquiliza y permite que las horas, los días y los años pasen, hasta llegar a los 56 que acusa su narrador. “Este cumpleaños no me hizo nada, pero a los 54 casi me tiro al Sena”, señala casi al pasar, mientras el pequeño drama cotidiano de su mundo de mostrador va desarrollándose a su alrededor. La mesera es nueva, el cocinero es bueno, los clientes van y vienen, el jefe suele desaparecer por ahí, y su esposa ocupa la caja con la mirada perdida y le pregunta a Pierre si sabe dónde anda, cuándo va a volver. Todos los elementos del drama están listos para ser servidos, pero la clave de La mesera era nueva es cómo la sabia melancolía de su narrador lo cuenta todo casi desentendiéndose de ello, como si ver deshacerse un mundo perfecto fuese un asunto cotidiano. Pero es Pierre el que realmente se deshace en frases que no convocarán jamás al drama, es Pierre el hombre que confiesa haber salido un día a buscar cigarrillos y no haber vuelto nunca a casa, el mozo que recuerda sin ninguna presunción haber amado tanto a las mujeres, que busca desvanecerse en el mundo, desaparecer hasta ser apenas alguien que sabe ejercer su oficio con orgullo y sobriedad, al punto de que confiesa necesitar recordárselo cada tanto para que sus verdades se deslicen con la delicadeza con la que se desenvuelve su discurso y, por ende, la novela de Fabre. “No soy más que un mozo de café, y cuando me olvido de eso, la mayor parte del tiempo, el espectáculo del mundo me hace el efecto de varias películas al mismo tiempo.” Pero Pierre no vive dentro de ninguna película, y por eso su vida no necesita final feliz. Ni siquiera final. Sólo un cliente nuevo, un café más para servir, un mostrador que limpiar. Nada más. Tal vez porque sabe que la vida se encargará siempre de instalarse frente a él. Tal vez porque su historia cabe en una novela de esas que se pueden leer de una sentada, y cuya tristeza no inmoviliza, sino que convoca a ir pasando las páginas una a una, sin prisa pero sin pausa, tal vez sólo necesitando de la ayuda de un mozo silencioso que sirva una copita más de algo que ayude a no dejar de leer.
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