FERRER
La historia de Raúl Barón Biza sigue siendo aún hoy sinónimo de enigma, de excentricidad y atracción por los márgenes. Christian Ferrer aporta en su ensayo un valioso asedio a este secreto maldito de la literatura y la cultura argentinas.
› Por Claudio Zeiger
Barón Biza
Christian Ferrer
Sudamericana
277 páginas
En memoria del hijo, dedicado al hijo, con el fin expreso de que su nombre no sea olvidado, Christian Ferrer escribió un libro sobre el padre.
Raúl Barón Biza: hace rato que ese nombre, y sobre todo esos apellidos contiguos y resonantes, se han convertido en marca distintiva de todo lo que se va volviendo excéntrico, apartado de su eje, marginal, loco. Algunas de esas marcas se subrayan en los títulos de los capítulos: “El revolucionario”; “El pornógrafo”; “El intransigente”; “El infame”... Quizá nadie fue tan multifacético en el lado oscuro de la vida como Barón Biza. Y con un ingrediente extra: las facetas tendían a anularse entre sí. Al menos dos elementos contradictorios se fundían en cada acto de este escritor más que olvidado, eyectado de la literatura argentina. Pero no es el libro de Ferrer una reivindicación.
Personaje escapado de una novela de Roberto Arlt, o quizás él mismo versión extremista y millonaria de Arlt, Barón Biza tuvo su epifanía al arrojar ácido al rostro de su mujer (ya ex mujer al producirse el luctuoso episodio) y, a continuación, suicidarse. Pero, después de muerto, la seguidilla de suicidios no concluyó. El último fue el de Jorge Barón, el hijo, en 2001, después de haber publicado uno de los libros que más sacudirían la narrativa local en los ’90, El desierto y su semilla.
La idea de una circularidad asfixiante de la que ningún miembro de la familia pudo escapar es, por momentos, insufrible. “A veces, cuando se desploman, ciertos alpinistas arrastran consigo a los compañeros de cuerda a quienes lideraban”, apunta Ferrer. Pero su libro busca reunir los trazos de una historia donde el contexto no es determinista sino que opera por una constante proliferación de vínculos (dicho en términos de Internet, donde un dato abre la puerta para una nueva consulta sobre algo conectado directa o indirectamente).
Ferrer descree –o rechaza para sí– el modelo de “una biografía detallada y competente”; también sugiere que alguna vez un crítico literario “se ocupará de hacer justicia con su obra literaria” (él la analiza, pero apenas la juzga, más allá de señalar con acierto su árida y trillada retórica, su pseudo erotismo). Entonces se lanza a cultivar el modelo del asedio. Asedio a Barón Biza y sus proliferantes sentidos: el “autor discutido”; “el enemigo del pueblo”; “uno de los últimos diletantes de la Argentina”; “aristócrata o autócrata”. Quizá lo que lo define, la constante en el tumulto, sea su condición de millonario, de hombre rico y aristócrata. Por eso resulta de lo más interesante el extenso capítulo dedicado a sus actividades en el seno de los radicales “rojos”, los conspiradores contra Uriburu y Justo de los primeros años ’30. Por un lado funcionan a la perfección los enlaces (del coronel Roberto Bosch a Arturo Jauretche), pero sobre todo la superposición de los diferentes rostros del hombre: el excéntrico que levanta un obelisco en homenaje a su primera esposa aviadora es el mismo que conspira en nombre del pueblo yrigoyenista o que realiza una huelga de hambre en un lujoso hotel de Brasil. El problema –real y biográfico– es la materia absolutamente excepcional del caso. Como lo definió el hijo Jorge en algún momento: “Tenía un sentido absoluto del margen, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen”. Estamos frente a un caso de excepcionalidad permanente, sin fisuras. Es, sería, la biografía de alguien que no se permitía ni un mínimo ademán espontáneo, nada que no fuera calculado de antemano para distinguirse del resto de los mortales. La biografía de un simulacro sin fin.
La propuesta del libro de Ferrer es, lógicamente, apartarse de esa forma de biografía tan engañosa como irreal para reconvertirla en otra cosa, podría decirse que en un ensayo argentino.
Hay que señalar que, al principio, desconcierta un poco. Demasiado fragmentado, demasiada distancia con el sujeto en cuestión. Ferrer parece empezar a escribir bajo la consigna de no dejarse fascinar ni cinco minutos por ese encantador de serpientes. Pero es a partir de la historia de los revolucionarios del ’30 que el libro nos apela e involucra de otra forma, tensión que ya no se abandona hasta el final del recorrido. Es la historia, y la política, y la economía, lo que materializa, da cuerpo a la historia de un alma desalmada que sólo se explicaría por la patología hasta el acto del final.
Que se entienda un poco mejor: no se trata aquí de convertir a Barón Biza en representante mecánico de ciertas taras de la argentinidad, de la aristocracia y las infamias de los años ’20 y ’30. Se trata más bien de leerlo en los espejos fragmentados y distorsionantes de la sociedad que lo debió incluir a pesar de su sed de margen.
La sociedad y Barón Biza jugaron al ajedrez. Las mujeres y los hijos parecen haber sido sus piezas favoritas. El libro de Ferrer llega hasta nosotros cuando ya casi nadie se acuerda del padre, pero, a pesar de su muerte, empieza a emerger el hijo a partir de algo que el padre no pudo lograr: una obra literaria de valía. Sacude como pretendía hacerlo el padre. Pero además tiene valor literario, calidad, profundidad, crudeza y sutileza al mismo tiempo. Algo así de sencillo después de tanta tortuosidad, justifica esta tarea emprendida por Ferrer contra el olvido.
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