RESCATES
› Por Juan Pablo Bertazza
En la actualidad, algunos críticos franceses (recordemos al venerable Picard denostado por Barthes en Crítica y verdad) vienen gritando contra lo que se ha dado en llamar la muerte de la novela francesa luego de que el entierro de corrientes más “comprometidas” como el estructuralismo y el nouveau roman, dieran lugar a lo que en Francia se conoce como l’autofiction, es decir la ficción autobiográfica. J. M. G. Le Clézio es el autor ideal al momento de poner en práctica el fatigoso ejercicio de dar nombres para refutar gimoteos académicos. Si bien es cierto que este rara avis hizo del nouveau roman sus cimientos, hay en su prolífica carrera un marcado interés por hacer literatura a partir de su propia vida.
En El africano (que hoy leemos gracias a la muy buena traducción de Juana Bignozzi en edición de Adriana Hidalgo) este escritor que mezcla orígenes británicos y franceses y que a los 23 años ganó el prestigioso premio Renaudot con El atestado, hace uso de la escritura y de la memoria para recobrar parte de su infancia en la ciudad de Ogoja (Nigeria), al encontrarse no sólo con la vorágine del continente africano sino —y tal vez lo anterior sea también metáfora de lo que viene— con su padre, quien había vivido muchos años alejado de su familia y ejerciendo de médico tropical durante la guerra. Justamente ahí, en esa compleja descripción del paisaje africano donde “el cuerpo es más que la cara”, con la exuberancia de su vegetación y de sus verdaderos dueños: los insectos, en ese híbrido de libertad y violencia simultáneos nace la primera gran riqueza del libro y también su primer obstáculo. La primera acacia espinosa que debe sortear Le Clézio es que, como Hudson en Allá lejos y hace tiempo, busca un lugar y un tiempo aparentemente perdidos pero latentes. Pero, a diferencia de la Pampa de Hudson, lo que Le Clézio tiene que rememorar es aquel sitio donde “el tiempo de la infancia terminaba casi sin transición, donde los chicos trabajaban con sus padres y las chicas se casaban y tenían hijos a los trece años”; precocidad que va de la mano con la preferencia africana por identificar al nacimiento no con el día del parto sino con el de la concepción.
¿Cómo recordar la infancia en un lugar donde la niñez es tan fugaz? Podría pensarse que el planteo es incorrecto porque la familia de Le Clézio pudo haber tenido una vida acomodada en Nigeria. Pero no. Y ahí entra el otro gran protagonista del libro, que es el padre, quien en Nigeria “hacía todo, desde el parto hasta la autopsia” y “tenía que ser ambidiestro, ser capaz de operarse a sí mismo utilizando un espejo”. La tendencia antiburguesa y anticolonizadora de su padre, precisamente, es lo que va a generar la fuerte identificación con sus pacientes. Le Clézio, quien publica alrededor de una novela cada dos años, en Onitsha (1993), ya había dejado planteado el reencuentro con su padre, quien nació en la isla de Mauricio cuando ésta formaba parte del Imperio británico.
Otro rasgo que Le Clézio repite en El africano es la técnica del collage, a partir de la cual había incluido tanto publicidades como recortes periodísticos. Esta vez, y a tono con la novela, el relato se interrumpe con las fotos sacadas por su padre en Africa, las cuales dan más vigor al texto.
También con el viejo tópico de la memoria y su dialéctica (el último capítulo del libro se titula paradójicamente “El olvido”), Le Clézio logra desarrollar su siempre buscada síntesis entre lo individual y lo colectivo, a partir de esos recuerdos y esas fotos que son más heredadas y compartidas que subjetivas.
Acaso con el temprano reconocimiento a este autor (que, dicho sea de paso, acaba de confirmar su presencia en la próxima Feria del Libro de Buenos Aires) la crítica francesa replantee algunos prejuicios que viene repitiendo hace ya muchos años.
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