NOTA DE TAPA
Crítica literaria, cuentista y novelista, Noemí Ulla es uno de esos secretos bien guardados que suele tener a veces la literatura argentina. En esta entrevista reconstruye su recorrido desde Rosario a Buenos Aires, su especialización en el coloquialismo de la literatura rioplatense, la experiencia de haber escrito un best seller insólito, la estadía en Saint-Nazaire y su corta e intensa amistad con Borges.
› Por Juan Pablo Bertazza
En toda entrevista hay preguntas que, por falta de tiempo, timidez del entrevistador o, vaya a saber por qué, nunca llegan a ser formuladas. Una de esas preguntas perdidas, que acaso se materialicen en silencios, suele ser la razón por la que el entrevistado elige un lugar determinado de encuentro. Noemí Ulla eligió el subsuelo de la Librería de Avila que —como el sótano de alguna casa de Garay— irradia sin confundirlos todos los lugares del orbe de la literatura argentina, vistos desde todos los ángulos. Nuestra mesa es la única ocupada y sólo hay en el lugar una persona más: el mozo. Ubicada en la esquina de Alsina y Bolívar, se trata no sólo de la librería más antigua de Buenos Aires sino también del único negocio que se mantiene desde 1785 en el mismo lugar, haciendo lo mismo. Algo similar ocurre con Noemí Ulla desde 1967 porque ha ido atravesando, a lo largo de su vida y obra, muchas de aquellas estaciones que constituyen el común itinerario de nuestra literatura nacional, pero en un recorrido que la volvió ciertamente única. Nacida en Santa Fe, experimentó el siempre difícil paso del interior a Buenos Aires, donde reside desde 1969. Tiene publicada una novela, en rigor, su primer libro, Los que esperan el alba, donde representa las luchas de una generación de escritores que dio frutos inolvidables como Saer, y otra novela, Urdimbre que, pese a requerir de un lector avezado, fue un verdadero best-seller; en su género favorito, el cuento, presenta una estructura clásica a la cual, no obstante, derrite como los relojes de Dalí con un pulso poético que le quedó de los primeros años de lecturas. Sus libros fueron elogiados por Bioy Casares, Silvina Ocampo y el propio Saer, reflexionó sobre cuestiones entrañables de nuestra cultura como el habla coloquial en la literatura rioplatense y el tango. Como si todo eso fuera poco, se codeó con la crème de la literatura argentina, llegando incluso a ser cómplice de juegos con Borges en su ámbito más íntimo, la biblioteca.
Desde 1967, año en que aparece su primera novela y su ensayo Tango, rebelión y nostalgia, Noemí Ulla viene desarrollando su narrativa en simultáneo con una infatigable labor crítica que incluye una extensa carrera como investigadora del Conicet. Su parte crítica y su parte narrativa se miraron a los ojos hace dos años, cuando la autora —como crítica— hizo la selección de sus propios relatos en la antología Una lección de amor y otros cuentos, y acaso terminen de desnudarse o encubrirse con la aparición, en estos meses, de un análisis comparativo de dos de sus cuentos (“Intensidad y altura” y “Arcano”), en un libro que se llamará Variaciones rioplatenses. Justamente ahí radica una de sus singularidades (la cual no la hace mejor ni peor escritora, sino simplemente singular) ya que en Ulla narrativa y crítica conviven e interactúan pero no se tocan ni se funden, como sucede con casi todos los extremos. De hecho, mientras sus libros de crítica —que suelen ser muy rigurosos en su búsqueda de objetividad— priorizan un buen manejo de la información, su obra narrativa —si bien se alimenta tanto de reflexiones sobre el lenguaje como de la imaginación— no le hace guiños a ninguna tendencia crítica en boga. “¡Es un callejón sin salida!”, confirma Ulla. “Cuando les preguntan a los críticos dicen que soy narradora y cuando les preguntan a los narradores dicen que soy crítica.”
Lo que Noemí Ulla dice parece menos una solapada recriminación a la carrera de Letras que el consejo de alguien que tuvo que hacerse su propio camino para leer lo que estaba oculto. Tal vez, en resumidas cuentas, el inicio de todo escritor tenga que ver justamente con eso: con la serie completa de impulsos que lo llevaron a leer lo que no estaba en los planes leer. En su caso, Ulla comenzó sacando todos los días un libro de la biblioteca de la escuela Normal 2, hasta que la retó la bibliotecaria: “Nena, si todos los días te llevás un libro quiere decir que no estudiás nunca”.
¿Cómo hiciste para toparte con esas lecturas que no daban en la facultad?
—Yo pertenecí, mientras cursaba Letras en Rosario, a un grupo de poetas con los que hacíamos nuestra formación literaria reuniéndonos para leer y discutir en las mesas del legendario restaurante Ehret. Eran Rafael Oscar Ielpi, Aldo F. Oliva, Jorge Conti, Aldo Beccari, Carlos Saltzmann y Rubén Sevlever, director de la revista Pausa. También estaban Hugo Gola y Juan José Saer, a quien le decíamos Juani. En realidad, ellos venían de Santa Fe con frecuencia y se sumaban al grupo. Y sí, cuando nosotros éramos estudiantes había nombres prohibidos como Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo o Mujica Lainez. Fue en esas mesas que aprendimos a conocer y leer a otros poetas; a leer bien a Borges, a César Vallejo, a Edgar Lee Masters, a todos los surrealistas que no leíamos en la facultad.
El carácter de Borges, la llaneza de Bioy
Uno de los pilares de la labor crítica de Noemí Ulla es su investigación sobre la escritura coloquial de los escritores rioplatenses, trabajo volcado en dos volúmenes: Identidad rioplatense 1930: la escritura coloquial (donde se centra en los primeros trabajos de Borges, Arlt, Felisberto Hernández y Onetti) y su continuación: La insurrección literaria: lo coloquial en la narrativa rioplatense 1960-1970, en el cual analiza escrituras posteriores como las de Cortázar, Silvina Ocampo y Bioy Casares. Lo interesante de ambos ensayos es que el rigor de la objetividad aloja también conclusiones muy fuertes que incluso hoy pueden resultar esclarecedoras.
Desde una visión más personal: ¿qué escritor considerás que puso mejor en práctica la incorporación del habla coloquial en la literatura?
—De los uruguayos, tanto Onetti como Felisberto y, de los argentinos, creo que Borges, porque Arlt en los diálogos sí la utiliza, especialmente en El juguete rabioso pero no todavía en su narrador, el cual tiene un léxico muy hispano. Por otro lado es cierto que, ya en los años sesenta cuando todos escribían como desgrabando, Borges comenzó a rechazar su cuento “Hombre de la esquina rosada”, el cual tardó en escribirlo nada menos que siete años.
¿Y quién, entre ellos, reflexionó más sobre la relación entre el habla coloquial y la escritura?
—También pienso que Borges. Porque Felisberto no lo hizo y, bueno, Onetti lo que sí dice claramente en El pozo, que es apasionante, es que él se rebela contra todo una tradición usando a propósito cosas no literarias. En Arlt hay algunas reflexiones pero, en definitiva, Borges fue mucho más claro sobre eso. Por otro lado, es cierto que Arlt murió muy joven y no sabemos qué hubiera pasado con él en el futuro: Borges lo dobló en edad. No se piensa nunca en eso y habría que tenerlo en cuenta.
¿Leés literatura actual? ¿Cómo intuís que se está dando ahora el uso del habla coloquial o de otras lenguas como el inglés?
—Me rebela muchísimo esa invasión de palabras inglesas, cuando tienen traducción e incluso suenan más agradables. Por ejemplo, en lo más práctico, decir delivery en lugar de envíos que es cortísima y clara, es algo casi esnob. Eso aparece en mi cuento “Memoria y olvido”. Me preocupa mucho defender el habla nuestra. Aunque no veo claramente cómo se está dando ese uso en la literatura actual. Ahora estoy leyendo Rocanrol de Osvaldo Aguirre. Pero lo que está ahí es un argot, lo cual me parece más creativo, gracioso y fuerte, ya que va mucho más allá del mero reemplazo del delivery al que yo no le veo ninguna finalidad.
Fuiste muy amiga de Bioy Casares y de Borges entre 1980 y 1985. ¿Qué aspectos de la personalidad de Borges pensás que no se trasladaron a su literatura?
—Qué pregunta difícil... Borges, a pesar de lo que se dice, era muy sensible; y yo creo que esa emoción está en su literatura, sobre todo en los poemas. También está el humor: él fue una de las personas con quien más me he reído. Por ejemplo, con un juego inspirado en la escena del cura y el barbero de El Quijote, con el cual lo ayudaba a liquidar algunos libros menores y ganar espacio en su biblioteca. El también guardaba dinero en algunos libros, no azarosamente. Yo creo que está todo en su literatura, incluso la sencillez: su lenguaje era irónico pero no rebuscado, cosa que se ha perdido un poco. Y era sencillo porque, por ejemplo, él mismo atendía el teléfono. A veces, atendía enojado y decía: “¡estoy trabajando!”. Pero era muy cordial. Ah, tal vez eso no esté en su literatura: su cordialidad. La literatura de Borges no aloja al lector, tiende a despojarlo.
¿Qué cosas ves en Bioy Casares como escritor que no están en Borges?
—Las maneras de relatar son muy distintas. Tanto es así que las cosas que hicieron juntos son un milagro. Quizá Bioy llegó a una llaneza de una manera más inmediata que Borges, sobre todo teniendo en cuenta El aleph, un libro de lo que él llamaba “mi época barroca”. A mí me encanta pero tiene razón en que es una época distinta: y Bioy quemó esa etapa. Está bien que están esos cinco libros de Bioy que no leímos porque él sacó de circulación. Pero creo que Bioy pasó a una cosa más llana mucho más rápido: sobre todo cuando busca dar mayor testimonio de la sociedad y escribe novelas magníficas como Dormir al sol. Además...
(De repente el mozo se acerca para avisar que nos tenemos que ir porque están por cerrar. Será que el hecho de que esta librería con un sótano tan aleph existe desde los tiempos de la Colonia, hace pensar que no cierra nunca. Entonces pagamos y nos trasladamos a otro sitio para continuar. Esta vez es el hall del hotel City, ubicado muy cerca, el lugar que Noemí Ulla elige para proseguir la charla.)
Tan rosarinos
Otra de las particularidades de Noemí Ulla es que su narrativa siguió el camino inverso al de muchos escritores, ya que en el origen fue la novela para después encontrarse con su género predilecto: el cuento, al cual no abandonaría nunca más. Pero antes de llegar a sus cuentos, detengámonos en su primera novela, Los que esperan el alba (1967), ganadora de un concurso que tenía como jurados a Bernardo Verbitsky y Augusto Roa Bastos, testimonia de manera por momentos muy cruda los intentos de una generación literaria por abrirse paso.
¿Los personajes de la novela están fielmente inspirados en algunos escritores?
—Sí, hay algo de eso. Juani Saer está dando vueltas por ahí porque no lo veíamos tanto. Pero creo que el más representativo es Diego Raigal, el estudiante de Letras que escribía muy bien pero poco, y derrochaba su talento hablando en mesas de café. Ese personaje está muy cerca de Aldo Oliva, quien ejercía una fascinación poderosa entre los que tratábamos de superar tantos escollos para escribir.
¿Entre esos escollos, cuánto pesaba ser rosarinos?
—Hay una verdad que es la lentitud con que se aceptaba cualquier manifestación cultural de Rosario. Era muy complicado: no había editoriales en Rosario, salvo la Vigil, que ya sabemos cómo terminó. Recién surgían algunas perspectivas pero no había un ofrecimiento concreto. Era tanta la necesidad de ser leídos que cuando Juani publicó en Galerna Unidad de lugar (1967), yo le escribí desde Rosario lo mucho que me había gustado. Y él, en lugar de escribir o llamarme por teléfono, se tomó de inmediato un ómnibus de Santa Fe a Rosario para agradecerme directamente y preguntarme qué era lo que me había gustado.
Cuando llegás a Buenos Aires desde Rosario se nota en tu obra un claro pasaje de la novela al cuento y también de un registro realista a otro más imaginativo.
—Vine acá en una época difícil, fines de los sesenta, impulsada por el gran movimiento editorial que había. Y es cierto que empecé a escribir cuentos en Buenos Aires. Con respecto al pasaje de lo autobiográfico a lo imaginativo, fui buscando liberarme del rigor del testimonio para dar paso a la imaginación y todavía hoy me resulta difícil conciliar ambas cosas. Pero lo cierto es que, ya con en el grupo de Rosario del que te hablaba, queríamos una literatura de imaginación que al mismo tiempo fuera de testimonio, tal vez para cuestionarnos lo que debíamos hacer. Muchos de nosotros, por ejemplo, pensábamos ir a Cuba; aunque, dicho sea de paso, no fue ninguno. En todo caso, siempre hay que acordarse de Germán Rozenmacher quien, algunos años antes de su muerte ya había vislumbrado el error que llevaba a dividir la literatura en comprometida y literaria. No, decía él, si el escritor se convierte en un cronista no es un escritor; ni hay que negar a la literatura de imaginación ni hay que negar a la literatura de testimonio, que es el registro de la sociedad. Se pueden hacer las dos cosas.
¿Qué ves en el cuento para haberlo trabajado tanto?
—Me siento más cómoda con el cuento porque pone muy en evidencia el logro creativo; en cambio, en una novela puede haber decaídas. No sobra nada en el cuento, eso es más difícil de hacer: es todo un desafío.
¿Te acercaste en Urdimbre a la síntesis de la que hablabas antes entre lo testimonial y lo imaginativo?
— Urdimbre surgió en un momento de mucha conmoción de nuestra historia. Tuvo muchas idas y vueltas: empecé a escribirlo junto antes de la desgracia militar que tuvimos y hay muchísima angustia, eso se siente.
Puede ser lo que preguntás, ya que hablo de todo lo que iba pasando aunque de una manera nada directa. Es muy poética y su armado es especial, como de redes. Ese libro curiosamente fue best-seller, nunca entendí cómo pudo ser best-seller un libro tan difícil de leer, con semejante invasión de voces poéticas.
Eva y la inspiración
La mujer dominante. La mujer demasiado pendiente de su padre. La mujer dominada por un ojo bizco. La mujer que distorsiona el recuerdo de cuando su marido borracho decidió pasar un fin de semana en el Tigre. La mujer que decide tener un amante seducida por su voz... Después de haber desarrollado tantos personajes femeninos en sus cuentos, tiene sentido que el más reciente libro de relatos de Noemí Ulla, En el agua del Río, integre la colección Semillas de Eva, exclusiva de narradoras.
¿Qué importancia le das al feminismo en tu literatura?
—Parece que bastante y más de lo que parece. Me interesan mucho los personajes femeninos y, de hecho, los desarrollo más que a los de los hombres. Juego mucho con la primera persona que puede ser un hombre o una mujer. En Ciudades la mayoría de los protagonistas son mujeres pero también hay alguno que otro que habla en primera persona y es un hombre.
¿Te ves en alguna tradición literaria femenina?
—No podría decir una tradición pero me gustaría decir que estoy cerca de Elena Garro, aprecio muchísimo todos sus libros, especialmente La semana de colores. También de Cristina Peri Rossi y, por supuesto, de Silvina Ocampo. De las actuales, me gustan mucho Angélica Gorodischer, Susana Silvestre y Laura Pariani. Yo creo que a las mujeres les sigue costando publicar, por eso es bienvenida esta colección de narradoras que además cuenta con la dirección de Gloria Lenardón, autora de esa novela hermosa que es La reina mora.
Da la impresión de que en tus textos le das más prioridad a la música, al ritmo de las palabras y las frases que a los argumentos mismos.
—Sí: los relatos se me ocurren por palabras y frases que escucho. Detrás de un comienzo siempre hay una frase y esa frase va hilvanando el relato. A propósito de frases, hay una muy linda de Proust sobre Flaubert: “lo más interesante de La educación sentimental no es una frase sino un blanco”. Las pausas. Los silencios. El silencio hace a la palabra y ¡ojo! que yo no lo agrego a posteriori, es más bien algo inconsciente.
Cuando en 1961 murió Maurice Merleau-Ponty, Sartre dijo una de esas frases que tienden a lo inolvidable: “La felicidad de todo hombre depende de un cierto equilibrio entre aquello que la infancia le dio y aquello que la infancia le quitó”. La frase podría extenderse a la escritura para pensar que aquello que suele denostarse con el nombre inspiración, acaso no sea otra cosa que un llamado, una vuelta a la infancia. Y la infancia de Noemí Ulla, como lo demuestran algunos títulos y paisajes de relatos como “El ramito”, tiene que ver con los ríos de su Alberdi natal.
Entre las becas que ganaste está la que en 1997 te otorgó la Casa de los Escritores Extranjeros y de los Traductores de Francia, que aloja a sus becados en el edificio más alto de la ciudad-puerto Saint-Nazaire, y a cambio piden un texto. Como fruto de esa beca escribiste un libro que ya se publicó en Francia: Nereidas al desnudo. ¿Te generó alguna reflexión sobre la inspiración esa experiencia en Saint-Nazaire?
—Desde ahí veía el Atlántico, el Loira y los barcos que llegaban: estaba escribiendo y todo eso me devolvía al Paraná; ese río, ese océano y esos barcos me recordaban mi infancia. Yo solía ir a la casa de unos tíos que lindaba con la costanera del río Paraná. Mi padre me llevaba también mucho al puerto de Rosario, así que los barcos eran una constante. Alberdi se llama el barrio de Rosario donde viví un tiempo de chica hasta que mi madre quiso mudarse al centro. Y lo primero que vi en Saint-Nazaire fueron justamente esos barcos que, además, pasaban más cerca que en el Paraná. Todo eso me inspiró en los cuentos. Es decir que, no sé si se llama inspiración, pero algo así debe haber.
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