ELEGíA, DE PHILIP ROTH
El modo magistral con que trata el miedo a la decadencia y a la muerte, el fantasma de los padres y una solidez narrativa entre clásica y rupturista confirman que Philip Roth quizás esté escribiendo sobre el fin como nadie en mucho tiempo.
› Por Mauro Libertella
Elegía
Philip Roth
Mondadori
150 páginas
Cuando el padre de Philip Roth llegó a los Estados Unidos, estableció su negocio como joyero y relojero. El joven Philip solía pasar sus tardes alucinado ante esas estructuras utópicas en miniatura, hasta que un día se hizo grande y se convirtió en escritor. Pero algo había aprendido: la materia de trabajo, sea ésta un reloj de pulsera o las miles de páginas que arman la literatura de una vida, debe ser manipulada con precisión, con elegancia y sin trastabillar. De esa enseñanza salió Elegía, la última novela de un escritor muy famoso que pronto estará arañando los ochenta años.
La historia, simple y complejísima, es la de un publicista, la de un hombre que se deteriora y muere. Es una carretera sin bajadas, que lo lleva de la infancia al último hospital en 71 años, pero que en su trayecto se satura de mujeres, de encuentros y desencuentros, de rencores y silencios, y sobre todo de miedo. Elegía es acaso la historia del miedo al deterioro y a la muerte, y por eso es un relato universal, que podría tener como escenario de fondo a cualquier ciudad del mundo occidental. Sin embargo, Roth eligió experimentar con Nueva York y su periferia en el cuerpo de un personaje que tiene, prácticamente, la edad del siglo XX. Y la elección no es casual. Es como si en todos los libros de Philip Roth, al mismo tiempo ascéticos y apasionados, se agazaparan las esquirlas filosas de una autobiografía total, que el autor de Patrimonio ha ido tramando con persistencia entre las líneas visibles de su literatura. Así, el Estados Unidos de Roth es el de los inmigrantes; el de cierta cara gastada de esa moneda que es el sueño americano; el de los niños judíos corriendo por las calles vacías de una vasta ciudad desolada por la Gran Depresión. Por eso, cuando en Elegía se menciona al 11-S o a Al Qaida, algo en aquella atemporalidad hace cortocircuito. Tal vez el Estados Unidos de Philip Roth ya haya muerto, y su escritura sea uno de los documentos más palpables para reconstruirlo. En cambio, para narrar este nuevo Estados Unidos, todavía indeterminado en su caos, habrá que dejar lugar a las nuevas generaciones.
Como esqueleto literario, Elegía es un libro sorprendente. Una historia contiene, imanta y repele a las otras, en un juego de flashbacks y múltiples capas de una exactitud pasmosa. La frase larga, que se parece tanto a un torrente, pero que bajo sus caudales esconde la lupa precisa de un escritor maduro, refinado. Y la voz narradora, ese narrador omnisciente clásico, que no es sin embargo tan clásico. Pareciera como si en cualquier momento, por la calidez con la que moldea a sus personajes, estuviera por abrir una grieta, tajear el relato, y meterse ahí mismo en la historia, ser uno más. Pero no. Este canto a la muerte no puede sino pensarse bajo el dominio inteligente de un narrador que pueda discernir lo que es esencial de lo contingente y condensar toda una vida en 150 páginas.
Cuando Elegía se publicó en todo el mundo, las primeras hipótesis que se barajaron en las notas críticas apuntaban a un mismo espejismo: Roth le tiene miedo, pánico a la muerte. En una de las escasas entrevistas que concedió, cuando le preguntaron si pensaba mucho en la muerte, dijo lo siguiente: “Estuve forzado a pensar en ella todo el tiempo mientras escribía este libro. Pasé dos largos días en un cementerio para ver cómo cavaban las fosas. Durante años había decidido no pensar nunca en la muerte. He visto a gente morir, por supuesto, como a mis parientes, pero no fue hasta que murió un gran amigo mío en abril que lo experimenté como algo completamente devastador. Era un contemporáneo. No decía nada de eso en el contrato que firmé, no me mostraron esa página. Como dijo Henry James en su lecho de muerte: Ah... aquí viene”. Y la referencia al cementerio no es azarosa. Elegía se abre con una primera escena, casi teatral, con los deudos llegando al viejo cementerio para enterrar al ser querido. Y hacia el final, en un cierre a esa temporalidad dislocada pero plenamente consciente de sí misma, ese hombre que al principio es enterrado camina por aquel cementerio, interrogando a un hombre que trabaja ahí para saber cómo cava las fosas. Como en un presagio, como para ver cómo y quién cavará la propia fosa. Y es difícil no conmoverse con Elegía, el relato profundo de un escritor bien consciente de su propia fragilidad, el último libro de un narrador infinitamente premiado y eterno candidato al Nobel de Literatura, pero que sin embargo no duda en reinventarse y que jamás cae en el fácil arte de la autoparodia.
Por lo demás, Elegía habla por sí mismo. Habla en la lengua tragicómica, sólida y desesperada de Philip Roth, un autor que ha abierto su propio universo en ese abarrotado firmamento de luces y sombras que es la literatura norteamericana, muy cerca pero también muy lejos del establishment literario, aullando a la muerte que, a veces, puede ser motivo para una deliciosa literatura.
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