TRAICIONES, DE ANA LONGONI
Un ensayo encara el doloroso debate de la traición en los relatos de los ’70
› Por Osvaldo Aguirre
Traiciones
Ana Longoni
Norma
224 páginas
La traición es una figura básica en el discurso de las organizaciones armadas de los años ‘70, y aun en el de algunos sectores de izquierda en los años posteriores a la restauración democrática. Como cualquier lugar común, inscribe un término que ante todo sirve para cerrar una discusión, sin haberla iniciado, ya que refiere a algo que, se supone, no necesita ser explicado. Y que a la vez asume diversos sentidos: el traidor, en su uso más común, es el que se pasa de bando; el que abandona el partido, la causa o como se designe aquello que reúne a los militantes y desde fines de la dictadura, plantea Ana Longoni, investigadora en temas de arte, también suele designar al sobreviviente del campo de concentración.
Traiciones se propone reflexionar sobre las razones por las cuales los sobrevivientes han sido estigmatizados como traidores y apreciar en qué medida la literatura contribuyó a esa condena. Pese a su rol de testigos en las distintas instancias judiciales abiertas sobre la dictadura, dice Longoni, la “audibilidad social” de los sobrevivientes es baja; algo resulta intolerable en su presencia y en su palabra, y es, en primer lugar, el hecho mismo de haber conservado la vida. En el revés de esa sospecha persistente –desde el momento en que se conocieron los primeros relatos sobre los centros clandestinos hasta la desaparición de Jorge Julio López, como demuestra una cita de Hebe de Bonafini– surge una clave: lo incómodo consiste en que el sobreviviente perturba ciertos estereotipos y oposiciones maniqueas según los cuales se intenta relatar, o más bien ocultar, la derrota de los proyectos revolucionarios y el análisis de las responsabilidades políticas.
El objeto de estudio está constituido por Recuerdos de la muerte, de Miguel Bonasso, Los compañeros, de Rolo Diez, y El fin de la historia, de Liliana Heker. Tres libros publicados en distintos momentos entre 1984 y 2000 (el de Diez circuló primero en México), que comparten un mismo estatuto sinuoso entre el testimonio y la ficción, un “pacto de lectura ambiguo”, por el cual se reivindican como novelas y al mismo tiempo refieren de modo documental a circunstancias y personajes de la historia reciente. Longoni los contrapone con testimonios directos de sobrevivientes (en particular el libro Ese infierno y dos artículos de Graciela Daleo) y con textos literarios donde encontrará otra perspectiva sobre la traición (Arlt, Borges, Masotta); aparentemente, no considera la producción escrita también por sobrevivientes (y sobre todo por mujeres) en un similar registro de cruce entre el testimonio y la ficción, y de la que puede encontrarse una muestra representativa en la antología Redes de la memoria (2000), pero el ensayo de Pilar Calveiro sobre los centros clandestinos Poder y desaparición (1998) del cual retoma varias postulaciones y varios artículos de Héctor Schmucler son también referencias centrales en el armado del libro.
Al margen de sus características formales, los textos de Bonasso, Heker y Diez, dice Longoni, tienen en común la asociación del sobreviviente con el traidor, formulada con distintos énfasis. Tal como se construye, el traidor tiene al menos dos representaciones: es la contracara del desaparecido, y una condición necesaria, en el discurso mítico que envuelve a los años ‘70, para erigir a éste en héroe; es un otro completamente ajeno, tanto o más monstruoso que el propio represor, y que carga con la culpa irredimible de la derrota y la muerte. En ambos casos, el efecto es el mismo: cerrar el análisis de los acontecimientos y desconocer la “zona gris” del campo de concentración. Longoni sitúa esa estigmatización en línea con el culto a la resistencia a la tortura y la resignación ante la muerte que impusieron las organizaciones armadas. En la ética de la militancia revolucionaria (que reconstruye, de modo notable, cifrada en la dedicatoria de un libro y en la frase que una madre escribe en la tumba de su hijo), la política se instala como sacrificio; lo que se apunta como traición ha sido, con frecuencia, la ruptura con ese código en función de la simple sobrevivencia en los centros clandestinos.
El paso por un centro clandestino no es un acontecimiento más del que pueda ocuparse la imaginación de un escritor sino una experiencia límite, que no se ofrece al lenguaje, al contrario: es un desafío y un obstáculo para la comprensión y para cualquier registro de expresión.
Ana Longoni dice que este es un libro “lleno de interrogantes y no demasiadas respuestas”. Allí se encuentra su valor principal, su carácter necesario: en la decisión de pensar de nuevo y hacer pensar en lo que no puede ser reducido a certezas vacías de sentido y de experiencia.
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