CHAGALL
› Por Mariano Dorr
Mi vida
Marc Chagall
224 páginas
Libros del Acantilado
En principio, habría que señalar que no estamos ante las memorias de Chagall. Cuando escribió Mi vida, el pintor nacido en Vitebsk, Rusia, tenía sólo treinta y cinco años, y vivió noventa y ocho (murió en París, en 1985). Más que una autobiografía, el texto constituye un autorretrato de la infancia, adolescencia y juventud del artista. A propósito de su nacimiento, escribe: “No quise vivir. Imaginaos una burbuja blanca que no quiere vivir. Como si la hubieran atestado de cuadros de Chagall”. Y remata: “Esencialmente, yo nací muerto”. Si describe su vida y la de su familia, es porque es precisamente allí donde Marc encontró los primeros motivos de su obra: “Todos eran buenos judíos. Algunos con una barriga más hinchada y un cerebro más hueco, unos con la barba negra, otros con la barba parda”. Y agrega: “En fin, esto es la pintura”.
Sin embargo, Chagall recuerda que la palabra “artista”, en su ciudad, jamás había sido pronunciada por nadie. Querer ser pintor era poco menos que una locura; una forma de asegurarse un futuro de hambre y miseria. Cada vez que el padre le da dinero para las clases de pintura, se lo arroja al patio o debajo de la mesa: “Con cuántas lágrimas y con qué orgullo recogí el dinero que mi padre había tirado debajo de la mesa. (Lo perdono, era su manera de dar.) Me agaché y lo recogí”. Sus primeras pinturas eran usadas en su casa como alfombra de baño, para secarse los pies: “Mis hermanas creían que los cuadros estaban hechos expresamente para esto, sobre todo cuando están pintados sobre grandes telas”, se lamenta. En 1907, Chagall viaja a Petersburgo, en busca de una escuela de arte. El hambre no tarda en llegar. El texto es como una lámpara, unas veces más encendida; otras, más apagada o triste. No hay una sola frase del libro que no contenga esa singular belleza del claroscuro. Por momentos, cada oración finaliza en un punto y aparte, convirtiendo el relato en poesía: “Bella (que luego sería su mujer y traductora de Mi vida al francés) lleva un ramo verde oscuro de serbales con manchas rojas. / Gracias, le dije, gracias. / No eran las palabras adecuadas. / Oscurece. La beso. / Un bodegón se va dibujando por arte de magia en mi espíritu. / Posa ante mí. / Echada, toma forma una desnudez blanca. / Me acerco con timidez. Lo confieso, era la primera vez que veía un desnudo”.
Después de sus acercamientos a Nijinsky (compañero en un taller de arte) y su amistad con Apollinaire (que lo disuade de presentarle a Picasso, para que no acabe suicidándose), llega la guerra. Chagall ocupa un puesto en un despacho militar: “Triste, al atardecer regresaba a casa. / Tenía casi ganas de llorar”. Con la misma pena, se refiere a la revolución de octubre: “Rusia se cubría de hielo. / Lenin la puso patas arriba, como yo les doy la vuelta a mis cuadros”. Chagall entiende a Marx únicamente en términos pictóricos (“Mi conocimiento del marxismo se limitaba a saber que Marx era judío y que tenía una larga barba blanca”).
La fascinación por la pintura llega incluso a la plegaria: “Que nuestros difuntos padres bendigan la concepción de nuestra pintura. Que el negro sea más negro, y el blanco todavía más blanco”. Su único libro escrito, ilustrado por el propio Chagall, carga con el deseo de formar parte de su obra plástica: “Estas páginas tienen el mismo sentido que una superficie pintada./ Si hubiera en mis cuadros un escondrijo, podría deslizarlas en él...”.
¿O habría que hacer al revés y deslizar sus cuadros en los escondrijos de estas páginas?
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