NOTA DE TAPA
› Por Juan Pablo Bertazza
Hacia el final de su vida, en lo que después sería el libro Ecce Hommo, Nietzsche escribió: “No quiero creyentes, yo no creo ni en mí mismo. No hablo nunca a las masas... tengo un miedo espantoso de que un día se me quiera canonizar”. Lo notable –hoy por hoy– no es tanto que el filósofo alemán acusado, entre otras cosas, de ideólogo del nacionalsocialismo, haya sido finalmente canonizado, sino más bien que la cofradía responsable de hacerlo se encuentre ni más ni menos que en Francia. Aunque, eso sí, al comienzo de la larga y telenovelesca historia de amor entre el país de las luces y Nietzsche hubo dos momentos turbios: el primero va desde su muerte hasta 1914 y muestra una recepción primero escasa y después compleja en la que los socialistas criticaron su “aristocratismo” antidemocrático. El segundo momento se da cuando la Primera Guerra Mundial genera en Francia un fuerte nacionalismo que encontraba sus ideas fascistas y opuestas al racionalismo cartesiano. Pero a finales de la década del treinta llegó Bataille para reinterpretar a Nietzsche, quien le venía como anillo al dedo en su denuncia contra la servidumbre del individuo a distintos órdenes políticos desarrollada en su revista Acéphale. En 1937, Roger Caillois, Pierre Klossowski y el mismo Bataille, entre otros, fundan el Collège de Sociologie, que será algo así como el santuario de Nietzsche. Todo lo cual preparó el terreno al famoso coloquio de Royaumont (1964), dedicado al controvertido filósofo, del que participaron Foucault, Deleuze, Klossowski, Vattimo y muchos otros; un verdadero camino de ida en esta adicción plagada de amor francés. Por entonces se publica la nueva edición crítica de sus obras preparada por Colli y Montinari, que pone en verdadera tela de juicio la voluntad de Nietzsche –valga el juego de palabras– en hacer La voluntad de poder, obra organizada póstumamente por su hermana antisemita; es decir que lo que intenta derrumbarse es la identificación de Nietzsche como precursor del nazismo. Al mismo tiempo, los estructuralistas, en su afán por disolver al sujeto, toman como referente de la muerte del hombre aquella muerte de Dios proclamada por Friedrich. Y, por último, vuelve a darle su bendición el ya posestructuralista Foucault (quien trabaja su noción de arqueología a partir del concepto de genealogía), Deleuze (lo toma como aliado en su lucha contra la dialéctica hegeliana, sobre todo en Nietzsche y la filosofía, 1962) y Derrida (que en el libro Espolones desembucha los superpoderes de su deconstrucción para opacar el supuesto antifeminismo de Nietzsche).
Fue tal el fanatismo desatado en Francia por Nietzsche que, como toda relación amorosa, a la larga generó una nueva vida. Por eso resulta tan inexacto decir que Nietzsche fue simplemente leído en Francia: debería decirse, mejor, que fue directamente reinventado. De hecho, cada año salen numerosos libros que se proponen investigar cada vez mejor esa fructífera y sinuosa historia de amor.
Y sin embargo, a este culebrón le faltaba un toque maestro que, si bien se hizo esperar, finalmente llegó: un artista que, lejos de la palidez de las bibliotecas y el sedentarismo académico, se aproximara más oblicuamente a su obra y genio. Philippe Sollers, el gran provocador y padrino de las letras francesas, lo hizo bajo el sugestivo título de Una vida divina.
La primera sorpresa que depara este libro, sobre todo teniendo en cuenta su título y portada, es que no se trata de una biografía como sí era el caso de su celebrado Mystérieux Mozart (Misterioso Mozart, 2001) y Casanova l’admirable (1998). Una vida divina es, aunque no lo parezca, una novela cuyo protagonista es un profesor de filosofía que tiene dos amantes: Nelly y Ludí. Una es morocha y burguesa, intelectual y filósofa, bonita y violenta, la otra es rubia y hermosa, tiene pelo corto, atiende una boutique de moda de París y es terriblemente frívola. Más allá de que los dos prototipos de mujeres podrían representar el ideal francés y el ideal alemán respectivamente, Nietzsche también hace su aparición estelar como personaje de la novela. Al principio, solamente como objeto de las reflexiones del filósofo, con quien luego se fusionarán y después ya como M.N., un Nietzsche que finalmente pone en práctica su doctrina del eterno retorno y viaja sin sorprenderse hasta nuestros días de agua corriente, teléfono celular, Internet y genoma humano para, entre otras cosas, asistir a varias jornadas de estudio consagradas a su obra en distintas instituciones de París y acudir a las librerías para preguntar por sus propios libros, de los cuales lamenta “la espantosa traducción de Zaratustra” y, sobre todo, que se encuentren en el sector filosofía, cuando “estarían tanto más en su sitio en la categoría novelas, a condición, desde luego, de que se retirase el 99 por ciento de la lamentable producción en ese dominio, decididamente maldito”.
Seguramente en ese 99 por ciento el personaje M.N. exceptúe a Sollers, quien fascinó a varios escritores consagrados con su primera novela Una curiosa soledad (1958), aunque después decidió expulsarla de su obra, y tres años después recibió el premio Médicis por su novela Le parc (1961, El parque), “la primera buena” según Sollers, luego de la cual inició un período de experimentación inspirado por el Joyce de Finnegans Wake, a quien definió, durante una lectura en un simposio internacional, en términos de “el más formidable libro antifascista de entreguerras”. Tal período incluye las novelas Drame (1965, Drama), Nombres (1966, Números), Lois (1972), H (1973) y Paradis (1981, Paraíso); y como las últimas dos evitaron la puntuación fueron calificadas por más de un crítico como ilegibles, actitud a la que tal vez se adelantó Sollers al adjuntarles, justamente, el subtítulo de Novela.
Desde entonces, pasaron poco menos de treinta años y casi diez novelas más de Sollers que siguieron, si no ya desorientando tanto como sus precursoras (ahora recuperaban la puntuación y una historia y narrador definidos), al menos sí provocando a la crítica. Hasta que se publicó Una vida divina, la cual con varias diferencias mantiene algunos rasgos de sus primeros libros como el estilo fragmentario, tremendamente rítmico y descentralizado, y la superpoblación de citas. De sus novelas que van de 1983 a 1993 Una vida divina retoma el narrador en primera persona del singular, la escritura automática que logra la fusión perfecta entre el tiempo de la enunciación y el tiempo de las acciones y, sobre todo, la mescolanza entre reflexiones filosóficas, parábolas, diálogos, poemas y precisos retratos. Con lo cual apareció otra generación de críticos que, no obstante, volvió a plantear que las novelas de Sollers no son novelas y que por eso hay que hablar de la novela sollersiana.
El actual calendario gregoriano (promovido por el papa Gregorio XIII y en funcionamiento desde 1582), su predecesor el calendario juliano (instaurado por Julio César en el año 46 a.C.), el calendario maya, el calendario azteca, el calendario egipcio y el calendario helénico, todos son más o menos conocidos. Y, sin embargo, Una vida divina, la última novela de Philippe Sollers, aparece fechada, enigmáticamente, en París el 30 de septiembre de 118. ¿A cuál de todos los calendarios pertenece ese día? Una primera pista surge en el borrador de carta a Brandes, de diciembre de 1888, en el cual Nietzsche escribe: “Nosotros acabamos de entrar en la gran política, y diría en la más grande... yo preparo un acontecimiento que, con toda seguridad, va a partir la historia en dos trozos, al punto que será menester el empleo de un nuevo calendario, en el cual 1888 será el año 1”. Así, Sollers toma este dato y dice que el filósofo proclamó el primer año de la era de la salvación exactamente el 30 de septiembre de 1888, poco después de haber escrito El Anticristo y tres meses antes de volverse loco. Según la versión más difundida, mientras el filósofo caminaba por la Piazza Carlo Alberto en la ciudad de Turín, un caballo tropezó junto al furgón que arrastraba, lo cual habría provocado que Nietzsche corriera hacia él para protegerlo, cayendo inmediatamente desplomado al piso.
Lo cierto es que, según ese calendario nietzscheano, el 2006 de nuestro calendario correspondería justamente al año 118. Con lo cual, Una vida divina vendría a ser a la obra de Nietzsche lo que los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan significan con respecto a la vida y doctrina de Jesús de Nazareth, ya que también fueron escritos –según el calendario cristiano– entre el siglo I y el siglo II, más exactamente, en la segunda mitad del siglo I d.C. Sollers, que parece ser el típico eterno bromista que no se ríe de sus chistes, declaró alguna vez: “Jamás se sabe qué es lo que voy a hacer. Es muy difícil seguirme. No estoy allá, estoy allá y estoy en otro lado, de ahí viene la leyenda del poder”. En broma, en serio o, mejor dicho, risueñamente en serio, lo que postula Sollers es que, luego de que muchos rechazaran o directamente ignoraran este calendario, él fue el primero en refutar el “falso calendario” revalorizando la era nietzscheana de la salvación que es, a su vez, la última palabra de Una vida divina, una última palabra proyectada hacia el infinito.
“Si me muero mañana va a haber mucho quilombo pero, rápidamente, todo se va a recomponer, seguro que van a hacer mis obras completas enseguida”, dijo Sollers cuando le preguntaron por su propia muerte. Pero ¿cuál habrá sido la primera bravuconada de este indomable personaje? Si hay que encontrar un primer indicio de su permanente actitud provocadora, tal vez sea necesario remontarnos a sus quince años, cuando el futuro escritor multimediático quiso dejar de ser joya para pasar a ser arte. Fue a esa edad que cambió su apellido Joyaux por el seudónimo Sollers, que en latín (solus + ars) significa justamente “sólo arte”. Y no se trata de una anécdota menor, ya que es un gesto que repite en su carrera, especialmente con motivo de la fabulosa recepción que tuvieron sus primeros trabajos, hoy denostados por él mismo, “Le défi” (“El desafío”), un relato que publicó con sólo veinte años en la revista Ecrire, descubierto y halagado por un peso pesado de su época como François Mauriac (ver recuadro) y su primera novela Una curiosa soledad, también celebrada, en este caso, por el poeta Louis Aragon, uno de los fundadores del surrealismo (ver también recuadro). Sollers no sólo se arrepintió de haber escrito estos textos sino que no perdonaría jamás ni a Mauriac ni a Aragon por haberlos halagado, y llegó a calificarlos “tramposos del sistema, aunque sus elogios al menos me sirvieron como base para hacer temblar al sistema y construir Tel Quel”. Desde entonces, con Aragon mantuvo una extendida polémica y de Mauriac, luego de ignorarlo durante toda su carrera, dijo que “siempre se habla del complejo de Edipo y nunca del complejo de Layo”, dejando muy en claro que si Mauriac quería un hijo, Sollers no quería un padre.
Justamente, el otro gran nido de sus polémicas fue la fundación y desarrollo de la revista Tel Quel en 1960, una revista que sirvió de refugio a varios inconformistas e hizo resucitar a la literatura del cementerio del academicismo, reivindicando a artistas como Artaud, Sade, Joyce y Bataille y alojando a teóricos de la talla de Roland Barthes, Michel Foucault, Julia Kristeva (con la que Sollers se casó en 1975), Umberto Eco y Jacques Derrida, entre otros. No obstante, la modalidad centrífuga de la publicación generó muchísimas exclusiones y polémicas que terminaron con que Sollers fuera acusado de terrorista literario, lo cual es analizado por Philippe Forest –un gran lector de Sollers– en su monumental libro Histoire de Tel Quel. La extinción de esta revista de vanguardia en 1982 dio paso a una nueva publicación fundada por Sollers, L’Infini, que en este caso fue acusada de críptica y de tirar muchos más ejemplares de los que realmente eran leídos. Por esa fecha, Sollers publica la novela Femmes (1983), donde retoma un poco el estilo de Louis-Ferdinand Céline, y usa de personajes a sus amigos Lacan, Althusser y Barthes. Ya con un formato más clásico, la novela se convirtió en un verdadero best seller y fue saludada por el mismísimo Philip Roth, quien en la cubierta de la traducción al inglés definió a Sollers como “maestro de la mejor mala intención, una especie de Céline feliz, benigno y vital”. Sin embargo, no tardaron en llover las críticas de parte del feminismo que denunciaba frases del libro como “El mundo pertenece a las mujeres, es decir, a la muerte”.
Pero el 28 de enero de 1999, para no perder la costumbre de generar polémica desde afuera de sus novelas, publica en la plana de Le Monde un artículo titulado “La France moisie” (La Francia enmohecida, reeditado en el número 65 de L’Infini), donde anuncia de mala gana el regreso de esa Francia aburguesada y llena de clichés que “detestó siempre a los alemanes, a los ingleses, a los judíos, a los árabes, a los extranjeros en general, al arte moderno, a las mujeres independientes y pensantes, a los obreros no esclavizados y, finalmente, a la libertad en todas sus formas”.
En realidad, su pequeño artículo constituía un solapado y feroz ataque al por ese entonces ministro del Interior de su país, Jean Pierre Chevèvement, un político de izquierda pero bastante chauvinista que había criticado a Daniel Cohn-Bendit, candidato ecologista a las elecciones europeas de 1999 y líder del Mayo Francés.
Luego llegó otra novela, Passion fixe (2000, Una pasión fija), que también levantó polvareda porque sacaba los trapitos al sol de su relación con la escritora Dominique Rolin, lo cual no le habría caído muy bien a su esposa, la psicoanalista Julia Kristeva.
“Hiena dactilógrafa”, “víbora lúbrica”, “prostituto notorio”, “disidente terrorista”, “Milosevic de la literatura”, los insultos a este padrino y figura ineludible de la actualidad literaria francesa comenzaron a proliferar y autosuperarse. Pero Sollers, que lejos está de sosegar su espíritu molesto por el supuesto cansancio acumulado de sus 70 años, en Una vida divina reactualiza su infatigable pose provocadora, agarrándosela con extraños y conocidos, en una gama que va desde Dan Brown (“el último best-seller te cuenta las peripecias de los hijos que Jesucristo tuvo con María Magdalena, los norteamericanos, sobre todo los norteamericanos, enloquecen con ese tipo de idioteces y esas charlatanerías protestantes”) hasta el premio Goncourt (“todo el mundo sabe que no recubre otra cosa que una mercancía literaria por lo general echada a perder”), pasando por quien seguramente será, de acá en más, su ex amigo Michel Houellebecq, a quien –bajo el seudónimo de Daniel– compara con Schopenhauer por lo amargo y gris: “Parece estar al mismo tiempo en plena forma y muy deprimido, resultado probable de los tranquilizantes y de los somníferos que absorbe en altas dosis. Bebe alexandras, habla poco, saborea el triunfo de su última película, La vie éternelle (aceptación moderada en Asia, gran éxito, en compensación, en Berlín, Madrid, San Francisco y Toulouse). Se desliza, con lágrimas en los ojos, sobre la muerte de su perro adorado, Trott, el único gran amor de su vida. Daniel es el tipo mismo del nihilista activo y profesional de hoy, pornógrafo y sentimental. Sigue obsesionado por un polvo, tiembla ante la visión de la última putita local, tiene miedo de envejecer, persigue un sueño de inmortalidad genética, e incluso ha donado su ADN, para ser clonado, a la Iglesia de la Vida Universal (la EVU), la cual ha salido al asalto de las cuentas bancarias de los depresivos del mundo entero, tentados por el suicidio y la reencarnación corporal”.
En fin, cansado de ser malinterpretado por los críticos –¿un escritor busca realmente ser comprendido por los críticos?– o, tal vez, orgulloso de eso mismo, Philippe Sollers encontró en la vitalidad de la obra de Nietzsche un alter ego perfecto de su literatura. Seguramente, pueda generar cierto malestar su falta de fundamento a la hora de absolver al filósofo de los grandes cargos que se le achacan: el nazismo y la locura (“los locos eran todos los demás”, dice simplemente). Pero, sin embargo, al menos dos cosas juegan a su favor: la primera es que, aun a los 70 años, sus libros sigan provocando tanto en tantos sentidos y, la segunda y más importante, que aún no pueda determinarse con ninguna seguridad hasta qué punto este escritor, a quien nadie le quitará lo bailado ni lo escrito, habla en serio y hasta qué punto se ríe de todo.
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