LAFINUR
La figura de Juan Crisóstomo Lafinur reúne varios ingredientes para la leyenda. Una original biografía novelada retrata al poeta romántico y su época poscolonial.
› Por Federico Kukso
Juan Crisóstomo Lafinur
La sensualidad de la filosofía
Paulina Movsichoff
Fundación Victoria Ocampo
236 páginas.
Tan sólo su lejano parentesco con Borges hubiera bastado para sacarlo del olvido, para hacer presente su nombre, apellido y retrato. Pero no. La vida del poeta y filósofo puntano Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824) excede holgadamente la circunstancia curiosa y risueña de haber compartido buena parte de su información genética con la figura más descollante de la literatura argentina. Lafinur fue más que una rama en un árbol genealógico, fue más que un tío bisabuelo: considerado uno de los primeros poetas argentinos, en él se encuentra uno de los forjadores de la educación nacional, al ser el primero en enseñar filosofía sin recurrir a la religión como guía censora y por pretender imprimirles el sello iluminista a sus enseñanzas exorcizando las aulas de dioses, vírgenes y santos patrones. Como era de esperar para principios del siglo XIX en una sociedad heterónoma que bajaba la cabeza frente a la irracionalidades e imposiciones de la Iglesia Católica, las ideas liberales de Lafinur, inspiradas en las doctrinas de Locke y Condillac, no provocaron mucho regocijo. Es más, luego de pasar de colegio en colegio, de San Luis a Mendoza, se vio forzado bajo pena de encarcelamiento a tomar rumbo a Chile, donde murió luego de que el caballo que montaba se desbocara.
Desde aquel accidente fatal que apagó su vida pasaron 183 años y recién ahora se divisa el empeño por una reivindicación total: se repatriaron a San Luis recientemente sus restos, se brindan conferencias en su honor y memoria y también se publican libros como el de la poeta, cuentista y novelista Paulina Movsichoff, Juan Crisóstomo Lafinur: la sensualidad de la filosofía.
Mezcla de novela y biografía (muy buena razón para catalogarla como “biografía novelada”), en sus páginas no sólo se evocan sus inclinaciones intelectuales o su devoción al Ars Poetica de Horacio. En sus páginas se expone la tragedia de aquel que muere joven y se reconstruye sobre todo su voz, esa parte del ser que a diferencia del rostro y la letra jamás se recupera del todo. Tomando este aspecto como eje, pues, se puede decir que la tarea de Movsichoff remite mucho a la del arqueólogo, aquel que excava, interroga al pasado y cubre los huecos y vacíos entre hechos y hechos con hipótesis, conjeturas, intuiciones epocales.
Al ritmo de un estilo que roza la ampulosidad (lo cual se comprende si se tiene en cuenta que la autora pretende reconstruir un clima de época poscolonial no sólo con descripciones de la arquitectura, las costumbres y la moda de por entonces sino desde la superficie del discurso mismo), el libro avanza en clave de recuerdo (“recordar se me ha vuelto casi como un respirar”, dice primero y remata después: “desde esta habitación viajo al pasado porque ya no me queda futuro”): desde su lecho agonizante, Lafinur –el Lafinur personaje que habla por el Lafinur persona– despliega su imaginación febril, narra su paso por el Ejército del Norte, confiesa su amorío con las letras (y sus infidelidades con la música, el periodismo y el teatro) y su amistad eterna con Manuel Belgrano (a quien le dedicó las odas “Canto elegíaco” y “Canto fúnebre”).
Bautizado por Juan María Gutiérrez como “el poeta romántico de nuestra época clásica” y recordado por su sobrino bisnieto Borges en un poema de La moneda de Hierro (1976), Juan Crisóstomo Lafinur, sin embargo, no pudo escapar del destino de todas las figuras patrióticas: el de terminar engalanando el nombre de una calle y concluir siendo una leyenda.
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