SABAN
Un ensayo explora una zona poco transitada: la influencia hebrea en los orígenes de las tradicionales familias argentinas.
› Por Jorge Pinedo
Judíos conversos
Mario Javier Saban
Sudamericana
255 páginas.
En los albores de la última dictadura, Jorge Luis Borges afirmó en un reportaje que por las venas de las más insignes familias (mal llamadas) patricias, abundan gotas de sangre judía. Barajó varios apellidos como Acevedo (el de su madre), Martínez de Hoz (a la sazón superministro), entre otros. No se hizo esperar la reacción pavloviana de la tilinguería de cabotaje que se dedicó a enviar airadas cartas de lectores desmintiendo el aserto, al tiempo que solicitaba árboles genealógicos a España donde, como se sabe, por una módica suma ramifican hasta donde el cliente quiera echar raíces. Contingencia que se cruza con otro curiosísimo fenómeno relacionado con la transmisión escolar de la historia, de acuerdo con la cual se funda Buenos Aires en el sigo XVI, no vuela una mosca hasta que los británicos invaden y listo: la Argentina queda erigida en una prodigiosa versión donde de un plumazo se borraron dos siglos y medio y, con ello, la presencia de otras tradiciones; la hebrea en primer lugar. Expulsados de España en 1492 y de Portugal poco después, forzados a optar entre la conversión o la hoguera, los judíos peninsulares intentaron camuflarse en las costas americanas. Integrados en las colonias hicieron un singular aporte que incluyó los primeros médicos, músicos, maestros, exportadores, en fin, pioneros que en los entrecruzamientos dejaron su impronta en apellidos luego ilustres, y de los otros. Tal es la hipótesis que despliega el abogado porteño Mario Javier Saban, quien –en Judíos conversos– desarrolla "la influencia hebrea en los orígenes de las familias tradicionales argentinas".
Rigurosa investigación que contiene y reformula varios trabajos preparatorios publicados por el autor en los '90, bien puede inscribirse como capítulo local de La fe del recuerdo, el monumental ensayo sobre la presencia marrana en el continente americano recientemente publicada por el antropólogo francés Nathan Wachtel.
En razón de la hipótesis auxiliar que guía el texto, según la cual la "real coherencia de un grupo no está dada por el contenido de sangre, sino por la consistencia cultural que lo define", Saban desanda los sucesivos jalones que conservaron, asimilaron o extinguieron aquella poderosa tradición jasídica. La sistemática, no menos devota que criminal negación de tales ancestros, paradójicamente otorga una dimensión tanto del clivaje como de la profundidad histórica de esa inserción que, más allá del cholulismo de pispear los árboles genealógicos y listas de familias en pos de encontrar los mal entre los bien y los bien entre los mal, recupera el vivificante ejercicio de la memoria. Para una "alta" sociedad que se alucina descendiente de la estirpe borbona, cuando no de la nobleza austrohúngara, un baño de verdad histórica acaso sirva para despabilarla.
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