SHUA
Síntoma de tiempos consumistas o placer desenfrenado, la obesidad se ha convertido en asunto de la literatura argentina. Ahora, se suma la mordaz y eficaz versión de Ana María Shua.
› Por Patricio Lennard
El peso de la tentación
Ana María Shua
Emecé
266 páginas.
No parece casual que el interés que el tema de la obesidad ha despertado últimamente en la literatura argentina (Muerta de hambre, de Fernanda García Lao; Sandra, de Ariel Magnus; La educación de los sentidos, de Miguel Vitagliano, son novelas protagonizadas por gordos cuya condición dista de ser un simple atributo) se dé en un contexto en que esta enfermedad se ha convertido en una preocupación central de la salubridad pública en numerosos países. Extendida en los últimos años, la idea de la obesidad como epidemia no sólo ha cambiado la manera de interpretar socioculturalmente el fenómeno (¿acaso los trastornos alimentarios no son patologías de la era de consumo?), sino que ha reposicionado a la dietética y a la “conciencia nutricional” en las construcciones normativas del discurso médico.
Es a partir de ese imaginario que Ana María Shua, en El peso de la tentación, narra las vicisitudes de un grupo de gordos que convive en un exclusivo centro de adelgazamiento cuyos pacientes se ven sometidos a métodos de una severidad tal que remedan la lógica de una cárcel o de un regimiento. Algo que Marina, la protagonista, una mujer que promedia los cuarenta años y que, al momento de internarse, pesa algo más de noventa kilos, resignadamente acepta como “parte del castigo” por su sobrepeso. Una sensibilidad culposa (amparada, en general, en la creencia de que el obeso elige el placer a la salud y, por ende, es responsable de su enfermedad; más allá del estatuto de pecado capital que tiene la gula) que en la novela es alentada por el sádico y carismático personaje del Profesor y por sus implacables ayudantes: engranajes de una institución disciplinaria que somete a los internados a una dieta de inanición y a estrictas medidas de seguridad y control, al tiempo que a atemperadas formas de tortura.
“La Naranja Mecánica”, un pabellón en donde los internados son amordazados y maniatados frente a monitores que los bombardean con imágenes de comida, mientras permanecen descalzos sobre planchas de metal que les dan descargas de bajo voltaje (y que es comandado por un personaje que confiesa haber participado de un centro clandestino de detención de la dictadura), es donde dietética y fascismo se tocan con más claridad en la novela. Un cruce que no obstante Shua propone lejos de cualquier solemnidad, en tanto su texto se apuntala en un eficaz manejo del humor y en equilibradas dosis de imaginación grotesca. De ahí que Marina, por ejemplo, sea una de las internas que a falta de una opción mejor se da un atracón con alimento para perros; o que haya grupos que, cual marines norteamericanos, marchan hipando cánticos del tipo: “Soy un gordo de mierda / porque como de más. / Aquí nadie tiene / un problema hormonal”. Signos de que la “grosera metáfora militar” que Susan Sontag veía en la raíz del discurso médico sobre la Enfermedad adquiere, en El peso de la tentación, una literalidad burlesca.
En una época en que los límites entre la obesidad como problema estético y como “factor de riesgo” continúan siendo no del todo claros, Shua pone en la picota la idea de la delgadez como tour de force (como modelo aristocrático) y a las instituciones que parecen hacerla posible. El peso de la tentación es una novela precisa, graciosa, ácida, entretenida, que se suma a una serie de textos recientes en que la literatura se pregunta acerca de una enfermedad cuya historia es, en algún sentido, todavía incipiente.
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