Dom 16.09.2007
libros

NOTA DE TAPA

Sobre la piel

› Por Mauro Libertella

Cuando Luis Gusmán empezó a escribir, antes de cumplir los 18 años, no sabía a quién mostrarle sus escritos. Vivía en Avellaneda, y todavía faltaban algunos años para que el grupo en el que se formó y a partir del cual despegó –el de Literal, el de la calle Corrientes, el de la radicalidad estética y el rechazo a cierto realismo social– empezara a medrar como un ave silenciosa en el pulmón de la manzana loca. Entonces el joven Gusmán decidió mostrarle sus textos al tipo que más cerca tenía: el bibliotecario del Racing Club de Avellaneda (un club al que, simetrías del destino, llaman La Academia). Leídos los textos, el bibliotecario expresó aprobación, pero se permitió también deslizar una crítica. "Es muy Arlt", le dijo. A partir de entonces, esas tres palabras serían para Luis Gusmán algo cercano a un faro. No sabía hacia dónde tenía que ir, pero sabía de dónde tenía que alejarse. Entonces, sí, llegó el grupo, y llegaron las publicaciones, y las poéticas cambiaron, se perfeccionaron o simplemente mutaron. Pero esa frase persistió.

A la hora de hablar de su última novela, El peletero –la historia de Landa, un peletero que decide atentar contra Greenpeace porque siente que aportan a que su trabajo se extinga del todo, y que para eso se junta con Hueso, un marginal con el que establece una relación de amistad e identificación profunda–, lo primero que aparece es la referencia a Arlt. "La precaución que yo tuve, lo que no quería y tenía muy en la cabeza es el modelo de Los siete locos, como un modelo del que me quería apartar. No quería que el peletero fuera el astrólogo, un ideólogo."

Y ya que estamos con Los siete locos, otra oposición clara podría venir por el lado de la ciudad. Arlt da cuenta, directamente, de una Buenos Aires que ha cambiado. En El peletero la acción se sitúa en calles y lugares reconocibles.

–Situar la acción me servía para lo que quería contar. Mis primeros libros, sobre todo El frasquito, son universos cerrados, aunque aparezca alguna calle nombrada. En Cuerpo velado, que es una novela totalmente elíptica, había para mí un problema casi ideológico-estético: escapar y no quedar subsumido por la literatura más referencial, y más populista. Entonces llegué a un nivel de elipsis tan grande que cuando lo vuelvo a leer lo entiendo yo solo. En El peletero, entonces, los toponímicos tienen la función de situar el relato. No pretendía hacer un trabajo respecto de la ciudad. Sí respecto del Riachuelo, que es un río que atraviesa la ciudad de una manera que huele a podrido. Fijate en el Regatas, que tenés el Riachuelo ahí, y al lado la gente jugando al tenis con un olor insoportable. En ese sentido, al Riachuelo sí le di un valor un poco más metafórico.

¿Y la zona de las peleterías?

–Bueno, yo no sabía dónde situarlas. La ubiqué finalmente en Callao y Las Heras. Un día, preguntando, hablé con un peletero que me dijo que hace unos años, en avenida Las Heras, desde Recoleta hasta el centro había más de ochenta peleterías. Ahora quedan dos.

Pero son resistentes...

–Y, fijate que el peletero no se quiere reciclar. Todo el mundo le dice que haga pieles sintéticas, y él ahí defiende alguna idea, algún valor, incluso una estética.

¿Como el escritor?

–Ahí hay una metáfora, que no está escrita. El escritor como un oficio en extinción. Cada vez tiene que presentarse más, y acompañar su obra. Uno busca siempre los intersticios, porque te permiten moverte. Pero desde que empecé a publicar, el lugar del escritor fue cambiando. En los sesenta, setenta, cuando hacíamos Literal, había una lucha estética ideológica muy fuerte contra el realismo simplista, contra el populismo. Las lecturas de Sarduy, de Barthes. Y eso fue confundido por la lectura de la época que pensaba que nosotros leíamos eso para aplicarlo a la literatura. Y basta leer a Osvaldo Lamborghini para darte cuenta de que era imposible que a ese tipo le cambiaras el estilo. Pero me parece que desde entonces hasta ahora las cosas han ido cambiando, y uno ha tratado de usar lo que Joyce llamaba las armas del artista: el exilio, la astucia y el silencio. Cuando él pasa del Ulises al Finnegans Wake dice que hay un momento en que la trama continuada, el lenguaje, no transmitían más, estaba saturada.

¿Se puede pensar que tu camino fue el inverso?

–Sí. Empecé, entre comillas, como un escritor más "vanguardista". Hacía del defecto, virtud. Escribí El frasquito como pude. No es que no leía literatura, ni que no escribía, pero todo lo que tiene de ruptura vino por añadidura. No es que yo me proponía que la literatura fuera discontinua, quebrada: todo eso vino después, con las lecturas. Pero como quedé cosificado en la cuestión más vanguardista, más del lenguaje, empecé quizás a decir: "bueno, yo también puedo inventar historias". Y ahí empecé otro desarrollo, más centrado en la historia. Y llega un momento, con La música de Frankie, en donde yo me doy cuenta de que la imaginación y la propia escritura, lo que Stevenson llama "el lucimiento personal", me devoraba. Me devoraba de mi propia escritura, me tapaba.

Villa es quizás el punto de inflexión. ¿Qué cambia ahí?

–Y, creo que a partir de Villa empiezo a construir algo que tiene que ver con el personaje. Poder asentar un personaje en la literatura. Ahí me parece que cambia la perspectiva. El punto de vista cambia porque el personaje es colaboracionista, no una víctima. Y no hay moraleja. Porque lo que me complicaba de la otra literatura era eso. Y no es que no la aprecie: La condición humana, de André Malraux, me parece una de las mejores novelas políticas que hay. Pero me parece que cuando la moraleja se impone, como diría Nabokov, "el veneno del mensaje", y resalta como premisa, ni siquiera como resultado, hay que tratar de zafar. Creo que en Villa hay algo de eso. Y también me parece que quería trabajar ciertos problemas en donde aparecían los personajes en tensión dramática. Y ahí apareció la trama, la manera de armar las historias.

¿Y la elaboración de una trama, con todas sus complejidades, te pidió un lenguaje transparente, que no perturbe?

–En algunos casos. Por ejemplo, en Ni muerto has perdido tu nombre necesité de mucho despojamiento, en dos planos: el de la escritura, al que te referís, pero también el de la imaginación. Antes la imaginación era mucho más metonímica. Algo me disparaba otra cosa. Eso sucede en En el corazón de Junio: los hilos de la trama están estructurados sobre coincidencias arbitrarias, que quizás en ese registro de libro sean verosímiles. Pero en otro no me resultaría así. Lo que yo quería contar allí es qué le pasaba a alguien que recibía el corazón de otro. Y me parece que ahora quiero que eso esté en primera línea, sin renunciar a la escritura. Tampoco en nombre de una linealidad. No sólo admiro, sino que comparto proyectos disruptivos, como los de Luis Chitarroni, Raymond

Russel, Raymond Queneau. Siempre me va a resultar chocante la posición de "hay que narrar", la linealidad. No creo en el narrador puro o no puro. La simpleza de la historia es imposible.

También interviene la lectura de época, los modos de leer. Si tuvieras que hacer un ejercicio raro y pensar cómo se leería El frasquito, tu primer libro, si lo publicaras mañana ¿qué creés que sucedería?

–Ah, no sé. Me parece que, en su momento, El frasquito entró justo, como un libro transgresor. Pero no me refiero al lenguaje, que eso fue una lectura, sino más bien a los temas, como la masturbación. Para mí el punto más disruptivo del libro, y por eso después la liga de Patria, Familia y Propiedad lo prohíbe, es la cosa religiosa. Es fuerte lo que ahí se dice. Tu pregunta no la podría contestar, pero veo que los pibes que leen El frasquito ahora se divierten. Y para mí era un texto casi trágico.

Quizás ahora hay lecturas retrospectivas que ponen en relación textos de aquella generación, y los leen como si fueran variaciones de lo mismo. ¿Cómo se leían los parentescos y las diferencias entre escrituras en ese momento?

–Ya veíamos que la diferencia entre El Fiord y El frasquito, por ejemplo, es abismal. Y Oscar Massotta la captó bien, porque decía que El Fiord es vindicativo y El frasquito no. Y es cierto. Porque es mucho más lírico El frasquito que El Fiord. No me refiero a Osvaldo como poeta, que tiene uno de los mejores fraseos poéticos que yo conozco. A veces, su proyecto narrativo, repetitivo y obsesivo no tiene nada que ver con su proyecto poético, con ese manejo de la lengua impresionante. Esa es la lectura que quedó reducida a las coordenadas de ese momento: un gesto de ruptura, que no contaba una historia, muy pegado al psicoanálisis.

¿Cómo interviene el psicoanálisis en tu obra?

–Yo nunca uso el psicoanálisis para la literatura. Como me dijo bien Jorge Panesi: "¿Sabés dónde se nota que sos psicoanalista cuando escribís?... en la omisión". Muy lúcido. Es cierto. Porque fui muy criticado en textos como Cuerpo velado, dijeron que usaba el psicoanálisis porque hablaba del padre. Me gusta una definición de Mallarmé en relación al acto poético. Dice: "aquel que realiza el acto poético se suprime en tanto yo". Si en algo se parecen la poesía y el psicoanálisis, en su práctica, es en eso. Vos te suprimís en tanto yo, para dejar que el inconsciente circule ahí. Mientras que en el caso de la novela hay puro yo, o múltiples yo. Es el trabajo opuesto. Si tuviera entonces que hacer una analogía, diría que la poesía se parece mucho más al psicoanálisis.

¿Estás trabajando en una segunda parte de La rueda Virgilio, tu autobiografía literaria?

–Sí. Pensá que ese libro me lo pidió Ricardo Piglia en el ochenta, yo no tenía una vida, y mucho menos una vida de escritor. Me parecía tan impudorosa una autobiografía que se me ocurrió ese recurso. Y en lo que estoy escribiendo ahora, entra en una de las partes la teoría espiritista del relato. El libro se va a llamar Rap espiritista. Ahí voy retomando el tema de las tres religiones de mi madre: espiritismo, evangelismo y catolicismo. Respecto del catolicismo, escribí algo que se llama "La influencia nefasta de los cristos articulados en la Iglesia Católica". Cuando se crearon los cristos articulados, se generó una herejía. Estuve estudiando cristos articulados. Me falta todavía la del evangelismo, que es más difícil porque es una pastoral, es muy pobre. Casi de beneficencia. Es de más allá, pero es de la tierra el discurso.

Bueno, en El peletero introducís otra religión, en realidad más cercana a la idea de secta: el umbanda.

–El umbanda son relatos que escucho cuando voy por Avellaneda, a ver a mis hermanos, y son relatos que siempre están circulando. Siempre están en esa zona oscura entre la religión y la delincuencia. Es una zona que es más difícil ver en una cosa católico-evangelista. Pero acá hay una sensación entre delictiva y brujeril. Que se quedaron con tal propiedad, que le sacaron el dinero, que le hicieron vender. Y el umbanda aparece una sola vez en la novela, pero me parece que está tan aludido antes que da el efecto que quería crear.

Hablando de procedimientos: la novela tiene muchos diálogos. Rápidos, alusivos, por momentos ambiguos o intercambiables. ¿Cómo los trabajaste?

–Con eso me tuve que cuidar mucho. Hubo un momento en que me divertía tanto con eso, que me tenía que controlar. Y eso que marcás de "intercambiables", me pasó a la hora de la corrección. Muchos lo leían y le hacían decir a Landa lo que tenía que decir Hueso, y viceversa. Ellos se implican mutuamente. Están implicados como Bouvard y Pecouchet. Son distintos, pero no hay el uno sin el otro.

También son curiosos los nombres. Y si miramos hacia atrás, tendés a elegir nombres "recordables", identificables. Ochoa, Frankie, Villa, Landa, Hueso...

–A mí de chico me decían Huesito, y se ve que eso me quedó. Landa era una imprenta, Macanio Landa, y Siglo XX editaba los libros y mi papá, que era imprentero, le hacía los libros. Macanio Landa, lo saqué de ahí. Es cierto que desde Villa quiero fijar mucho un nombre propio. El nombre propio fuerte condensa, llama a cierta identificación.

Sería bueno hacer un mapa de los personajes en la literatura argentina a partir de los nombres que recordamos.

–Sería lindo para hablar largamente. Quizá no hay tantos si sacamos a los personajes narradores, como Tomatis. Erdosain claramente es un personaje. Molina, de Puig. La Maga, Oliveira. Funes, de Borges, o Emma Zunz. Otra dificultad que encontré, y me parece que a Cortazar ahí se le escapa, porque me parece que la Maga es la versión de un hombre de una mujer.

Otra cuestión para hablar largo es la de las muertes de los personajes en la literatura. ¿Cómo encaraste el problema con Hueso?

Tuvo que ver con la idea de símbolo. El peletero está durante toda la novela molestando con la idea de que él quiere ser un símbolo. Y él no podía llegar a ser nunca un símbolo, porque un símbolo no es voluntario. No te proponés, y sos un símbolo. O pasa o no pasa. Esa es la locura del peletero. Y ahí, el otro, casi por casualidad, paradójicamente, se convierte en el símbolo de lo contrario de lo que era. Me parece que la muerte de Hueso está pensada desde ahí: al morir se transformaba en lo que el otro no iba a poder ser nunca.

¿Qué hubiera opinado Landa el otro día, cuando Nicole Neumann anunció que se iba a desnudar en Palermo para protestar por el uso de pieles de animales?

–Me parece que fue una manifestación a la que Landa perfectamente podría haber ido. Es un personaje de la época. Yo no quería ser ni apocalíptico ni integrado, como decía Umberto Eco. El mundo ha cambiado sus valores, y me parece que estas pequeñas reivindicaciones, estas pequeñas minorías, son un fracaso de la política. Las grandes reivindicaciones están estalladas, abolidas y desplazadas a las pequeñas reivindicaciones.

Terminemos por el principio: ¿cómo surgió la idea de El peletero?

–Surgió de una peletería que está a la vuelta de mi consultorio, en donde leí un cartel que decía "Su antigua piel tiene valor. Refórmelo y cámbiela por otra". Y yo pensé "como si fuera tan fácil". De ahí me empezó a surgir una idea de la novela, que no quería que fuera de ninguna manera poetizante. Por eso le puse El peletero. Me gustaba Antigua piel, pero me sonaba demasiado poetizante. Porque no se trataba de Cambio de piel de Carlos Fuentes o Con distinta piel de Dylan Thomas. Se trata de algo más despojado.

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