ABDOLAH
Autor iraní radicado en Holanda. Personaje ídem. Y mucho aire a misterio y leyenda del Oriente.
› Por Verónica Bondorevsky
El reflejo de las palabras
Kader Abdolah
Salamandra
352 páginas
Cual si fuera un vuelo de la aerolínea holandesa KLM que, partiendo desde nuestro país, nos permite aterrizar en un punto de la legendaria media luna asiática, previa escala en Amsterdam, claro. Quizá esa imagen podría servir como punto de partida para intentar abordar lo que representa El reflejo de las palabras, la quinta novela de Kader Abdolah, un escritor iraní radicado en Holanda, y por primera vez distribuido en la Argentina, para un lector de las pampas. Hay un detalle sustancial: en este vuelo, el piloto de la aeronave no es holandés, sino un exiliado iraní que hace ya veinte años habita esas tierras bajas, escribe en el mismo idioma que habla nuestra princesa Máxima y trabaja como periodista en un conocido diario neerlandés. Es decir, de un escritor que ha adoptado otra lengua por sobre la original para escribir y que ha integrado a una nueva sociedad, bastante diferente de la suya, por cierto.
Porque El reflejo de las palabras es una mirada a la tierra natal desde la lejanía, desde la idealización y la perspectiva crítica que otorga la distancia sobre el propio terruño, y de la necesidad de reconstruir la historia de los últimos tiempos de su país, Irán, y de la cultura ancestral de ese lugar del mundo.
Y, para hablar de la patria, qué mejor figura que la de un padre la podría por momentos condensar y, en otros, hasta superponerse. Y el padre de Ismael, el protagonista de esta novela –con muchos rasgos autobiográficos–, ya que consiste en un escritor radicado en Holanda, se llama Aga Akbar, fue el séptimo hijo de una sige, es decir, de la segunda esposa de un hombre, en este caso un príncipe, que la ignoró absolutamente.
Akbar nació sordomudo (casualidad o no, se cumplió, a su manera, la legendaria maldición occidental del séptimo hijo varón). Y este niño, con los años, aprendió un lenguaje ancestral, compuesto de signos, con los que escribió un cuaderno de apuntes, que misteriosamente, muchos años después de su muerte, llegará a manos de su hijo, un adulto ya radicado en Europa.
Decodificar ese texto será, para Ismael, una excusa para entender a su padre y, por extensión, a Irán. Así, mientras con estos papeles, recorre la historia de su padre, un fabricante de alfombras, se detiene en los gobiernos de Reza Kan (1923-1941) y de Reza Pahlevi (1941-1979), este último hijo del anterior. Y, por ejemplo, se centra en la obra de esa dinastía por modernizar el país, sobre todo, su intento de tender las vías del ferrocarril –símbolo por antonomasia del progreso–, incluso, por sobre lugares sagrados.
Luego, la novela repasa la infancia y juventud del propio protagonista, y se detiene en el ayatolá Jomeini, la guerra de Irak y el exilio obligado de Ismael, cuya vida corría peligro por militar en un partido opuesto al del poder. Y el autor intercala a lo largo del relato fragmentos de literatura de su tierra como también de textos sagrados o palabras y letras de su lengua natal. Además hay un pequeño glosario al final del libro. En este punto, El reflejo de las palabras intenta dar vida a una tradición literaria legendaria y muy cercana a la leyenda, a la majestuosidad que nos llega del Medio Oriente con sus jeques, el Corán, la Meca y Alá. Quizá con alguno que otro tinte de película hollywoodense más que de alguna de Kiarostami, pero quién le niega la épica y el encanto del pintoresquismo a la época áurea de la industria del cine.
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