BONITZER
La edición de dos libros de Pascal Bonitzer en castellano se ajusta a los tiempos en que nuevamente se discute el realismo en el cine.
› Por Mariano Kairuz
El campo ciego
Ensayos sobre el realismo en el cine
Pascal Bonitzer
Santiago Arcos Editor
120 páginas
Desencuadres
Cine y pintura
Pascal Bonitzer
Santiago Arcos Editor
120 páginas
A pesar de que estas dos series de ensayos del crítico, guionista y cineasta francés Pascal Bonitzer (París, 1946) datan de más de veinte años atrás, su reciente edición en castellano tiene un gran efecto de pertinencia en los tiempos cinematográficos que corren. Esto es, en épocas de auge del documental, de surgimiento de nuevos realismos y cuando Hollywood ha expulsado de su sistema a varios de los últimos grandes seguidores de los maestros de la puesta en escena que construyeron su etapa clásica (Brian De Palma, por citar un ejemplo de esos últimos, resistentes discípulos). En rigor, se trata de una relación que se replantea —o debería replantearse— todo el tiempo, pero lo cierto es que hasta las citas a los cineastas de principios del siglo XX que Bonitzer pone en juego en sus análisis (Eisenstein: “Una cucaracha filmada en primer plano parece en la pantalla cien veces más temible que un centenar de elefantes tomados en plano de conjunto”) no dejan de ser ocho décadas de desarrollos tecnológicos después objeto de una revisión absolutamente rigurosa y actual. ¿Cuántos cineastas piensan realmente en el plano cinematográfico, en sus posibilidades, antes de hacer una película? A pesar de que apela a categorías académicas y estudios previos netamente teóricos, El campo ciego es un ensayo, sí, de teoría, pero de aplicaciones prácticas evidentes. Todo narrador o aspirante a tal puede encontrar una orientación y el punto de partida para una gran cantidad de ideas visuales a partir de los planteos, no siempre nuevos pero siempre necesarios, sobre la manera en que la cámara y la pantalla recortan la realidad: temas ya visitados muchas veces como el de la tensión, en todo plano de cine, entre lo que está en la imagen —siempre centrífuga, que mira hacia fuera, dice Bonitzer— y lo que quedó fuera de ella; o sobre el montaje —en la sucesión de imágenes y en el campo que existe entre un plano y el siguiente— y los distintos tipos de montajes. O sobre la falta de profundidad (o la pura superficialidad) de la imagen de video —probablemente el artículo más fechado del libro—. Los ejemplos son profusos y en general amenos de leer —tal como lo anticipa en su prólogo, se suceden los nombres de Lumière, Griffith, Eisenstein, Bazin, Rossellini, Godard—, en especial el del capítulo “El suspenso hitchcockiano”, donde desarrolla una breve y eficaz teoría sobre “la mancha”, anomalía que se presenta en medio de una sensación de normalidad general, como centro del funcionamiento de su cine.
En Desencuadres, Bonitzer anuncia de entrada su intención de analizar no “la confrontación directa entre cine y pintura” de los biopics sobre pintores o películas como el Van Gogh de Resnais, sino los problemas que comparten ambas artes, cómo “el cine se relaciona con la imagen fija y la pintura con el movimiento”; examinar las conexiones que pueden establecerse entre el cuadro pictórico y el cuadro de cine, entre el marco en uno y el encuadre de la cámara en el otro, y, nuevamente, las respectivas puestas en contacto de cada uno con esa cosa múltiple e inabarcable que es la realidad.
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