Dom 23.12.2007
libros

COZARINSKY

Así se baila el tango

Textos y fotos en un libro que recrea los mitos del tango.
Edgardo Cozarinsky se concentró en la música y nos lleva
de paseo a las milongas de ayer, de hoy y de siempre.

› Por Diego Fischerman

Milongas
Edgardo Cozarinsky
Edhasa
160 páginas.

La construcción de una historia —o de una mitología— requiere trazos sencillos. Recorridos ejemplares. El tango, esa poética que aparentemente tan bien habla de Buenos Aires y sus habitantes, no es la excepción. En todo caso, lo que dice el tango lo dice, como en el baile, con las omisiones, con la sugerencia apenas insinuada y con el silencio. Nada mejor, para nombrarnos, que una letrística que habla de una ciudad imaginaria desde hace mucho, sin edificios, sin ley de alquileres, sin migración interna, con terraplenes, inundaciones y minas que siempre están llegando al centro esquivo cuando, en realidad, ya hace tiempo que partieron. Edgardo Cozarinsky, en Milongas, construye una historia del tango y se refiere, por supuesto, a su mitología. Tal vez porque su objeto es, de manera explícita, el baile (no las letras, no las anécdotas de sus músicos) y sus historias, es que dice la verdad.

Los cuerpos no pueden mentir, podría pensarse, y mucho menos en el tango, donde cada acto —y cada ausencia de acto— de uno de los bailarines provoca indefectiblemente la reacción del otro. Es entonces, en este relato maravillosamente arbitrario, que va del retrato de los personajes de las milongas —la ex vedette que sobrevivió a un horrible accidente, la vieja dama sabedora de todos los secretos, el octogenario de traje marrón que sólo baila con mujeres altas— a los escarnios de los poetas nacionalistas de comienzos del siglo XX y sus dudosas conversiones, donde aparecen las contradicciones y los matices que convierten la narración en verdadera. El baile del tango, en todo caso, tiene una historia diferente a la del tango. Mientras en Buenos Aires tenía lugar un fenómeno comercial alrededor de la venta de partituras del género, y no había dama joven que no tocara algún tango en el piano, la danza aparecía confinada a la clandestinidad (Victoria Ocampo en la casa de su abuelo aprendiéndolo, a escondidas, de un gran maestro: Ricardo Güiraldes). Al mismo tiempo que Lugones lo definía como “reptil de lupanar”, una casa tan insospechable como Gath & Chaves enviaba a Gobbi y su mujer a Francia para supervisar allí, en 1907 (diez años antes que el primer disco de jazz), una serie de grabaciones de tango.

Milongas, luego de una pequeña introducción titulada con propiedad “El arranque” (nombre de un tango de Julio De Caro), donde el autor comienza, como corresponde, con una declaración de principios (“Este libro se llama Milongas, no Tangos”), se estructura en dos grandes secciones, Ceremonias del presente y Minutas de tiempos idos. En la primera, Cozarinsky asume el papel de anfitrión; mira donde otros no miran y comparte esa mirada. El salón Canning, las milongas de Cracovia, Londres, París o Nueva York, son los escenarios de dramas asordinados, de pasiones nunca declaradas del todo, de desgarramientos jugados dentro de las reglas estrictas de un baile que, más allá de sus ecos prostibularios y del exhibicionismo de algunos, hace del decoro una de sus virtudes. En la segunda, se interna en documentos que le permiten ahondar en esa tensión (“Odi et amo”, titula a uno de sus capítulos) que atraviesa al tango. O, mejor, a la milonga. El mito de una supuesta velada en el Palais de Glace que habría consagrado su aceptación por la clase alta porteña, una inverosímil exhibición ante el Papa Pío X, el paso de la danza “con cortes y quebradas” a la versión “alisada”, y la posición del protofascismo porteño, que encontró en un campo idealizado la pureza que la ciudad real no podía darle, recorren un camino que termina, circular, en los salones de la Buenos Aires actual. Las fotografías de Sebastián Freire —un mantel, unas cabezas, la sombra de una pareja en movimiento, una mano sobre el hombro— puntúan ese trayecto y lo hacen evitando la ilustración mecánica. Tampoco aquí están los trazos sencillos de las historias ejemplares. Y falsas.

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