NOTA DE TAPA
Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.
› Por Sergio Nuñez y Ariel Idez
¿Existió Ricardo Colautti? Tarde o temprano, todos los que se acercan a su obra acaban haciéndose la misma pregunta. Y si no fuera por las fotos, el testimonio de sus hijos, el nítido recuerdo de su editor y, prueba irrefutable, las ediciones originales que conservan el olor a librería de viejo, cabría suponer que este escritor fue producto de la broma perversa de un Borges profano. Pero Colautti sí existió y la reedición de su obra completa bajo el título de su segundo libro, La conspiración de los porteros, viene a remendar un hueco en el imaginario árbol genealógico de la literatura nacional.
El mérito le corresponde a la editorial Mansalva, cuyo responsable, Francisco Garamona, define al autor como “el eslabón perdido entre Arlt y Copi”. Parte del crédito también le cabe a Elvio Gandolfo, uno de los pocos escritores contemporáneos a Colautti que repararon en él. Escribió sobre su obra en la revista El lagrimal trifurca. Gandolfo mantuvo viva, a través del boca a boca, la leyenda de un novelista excéntrico perteneciente al grupo de los “marginales auténticos”, según relata en el prólogo que acompaña a esta nueva edición, “a la altura de Santiago Dabove o Nicolás Peyceré”. De todas formas, el misterio no cesa: ¿quién fue y qué escribió este enigmático autor?
La biografía de Ricardo Colautti podría resumirse en unas breves líneas. Nació en Buenos Aires, el 14 de diciembre 1937 y falleció víctima de un enfisema pulmonar en la misma ciudad, en octubre de 1992. Abogado y escribano, ejerció ambas profesiones durante más de 25 años, las que alternó con la dirección de una empresa familiar. Se casó y tuvo dos hijos. Hasta aquí, lo que se diría una existencia convencional, pero con una salvedad: durante esos años también fue una suerte de escritor secreto que publicó tres novelas, las cuales en su momento pasaron prácticamente desapercibidas y que de algún modo se anticiparon casi 20 años a ciertas líneas secretas de la literatura argentina por venir.
“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.
El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.
La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.
“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.
A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.
De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.
Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.
Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.
“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.
Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.
En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.
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