NOTA DE TAPA
› Por Patricio Lennard
Hacia fines de 1945, entre las ruinas todavía humeantes de la Segunda Guerra, sin poder evitar sufrir en carne propia las penurias que el racionamiento de la comida imponía también a aquellos que se hospedaban en los mejores hoteles, Manuel Mujica Lainez comprobaba, no sin cierto asombro, que en Londres se podía comer por mes solamente un huevo. De hecho, en el Dorchester Hotel, donde él se alojaba, en un almuerzo en el que había uvas de postre (casi un lujo por aquellos días), cuenta que los comensales, sentados en un espléndido salón con cuadros de Reynolds en las paredes, se resignaban a tomar cada uno una sola uva, lejos de cualquier tentación dionisíaca. “En Londres me traían a la mesa con victoriana liturgia una enorme fuente de plata cubierta con una bóveda del mismo metal, que hubiera podido encerrar un pavo, y dentro dos desmayados tomates”, anotaba Manucho con sorna. Casi una versión farsesca del viaje como experiencia culinaria que en la orgullosa y elegante voluntad de los británicos de disimular sus carencias dejaba ver que Europa, después de todo, “no había perdido la línea”.
Cuando Mujica Lainez viajó como cronista de La Nación a la Europa de posguerra, para ver con sus propios ojos no sólo ciudades en ruinas, sino también cómo la falta de servicio doméstico obligaba a muchas distinguidas señoras a pararse como cualquier hija de vecino en las eternas colas que todos los días se formaban delante de los almacenes, ya hacía más de una década que escribía en el diario de los Mitre. Un trabajo que él había conseguido por contactos familiares y que en un primer momento le puso en sus manos las ligeras crónicas de la high society (algo que, según él, podía hacer bien porque “al ser de buena familia, no me equivocaba en los nombres, ni en los cargos o títulos, ni en los parentescos”), hasta que en 1935 el diario decidió aprovechar su versatilidad con los idiomas y enviarlo a bordo del “Graf Zeppelin” a recorrer Alemania. Ese primer viaje, cuyas crónicas recogen, entre otras andanzas, su recorrido por las obras que en aquel tiempo se estaban realizando en Berlín para los Juegos Olímpicos del siguiente año, y una visita a la famosa Casa Parda, sede de los nazis en Munich, en donde pudo entrar al estudio de Hitler y ver, entre los libros apilados sobre su escritorio, “una verdadera biblioteca de tendencia pacifista” (!), da inicio a una trayectoria como cronista de La Nación que se extenderá por más de cuarenta años, y de la que El arte de viajar. Antología de crónicas periodísticas (1935-1977) es prueba del talento descriptivo y la agudeza en la mirada de quien supo ser un viajero incansable.
“Cada escritor siente el horror y la belleza en ciertas facetas del mundo. Manuel Mujica Lainez los sintió con singular intensidad en la declinación de las grandes familias antaño poderosas”, escribió Jorge Luis Borges. Una obsesión cuyo origen es lógico situarlo en su propio abolengo (su abuelo paterno era descendiente de Juan de Garay, fundador de Buenos Aires, y por la rama materna eran parientes Miguel Cané y Florencio Varela), y que como escritor Mujica Lainez desplegaría en su saga de novelas sobre la alta sociedad porteña (iniciada en 1952 con Los ídolos), en la que la decadencia y el recuerdo de antiguos esplendores están en el centro. De ahí que su atención a las pequeñas carestías de los más pudientes, y a las multiplicadas incomodidades de ese mundo, otrora gobernado por el lujo y el confort, que se han vuelto inocultables en la Europa de posguerra (“tendré que dar preferencia a la preocupación, muy británica, por que se implante nuevamente el uso de la ropa de etiqueta en los grandes hoteles”), sea algo así como el cimiento de sus más genuinos intereses literarios. Por algo muchas de estas crónicas parecen preguntar: cómo se puede vivir en estado de carencia cuando se lo ha tenido todo, como bien señala Alejandra Laera en el prólogo del libro.
Entre el dandy que apoya la preservación del dress code en un país en que “escasos son los que han podido estrenar un traje en los últimos años”, y el corresponsal de guerra que se turba ante el espectáculo de las devastadas ciudades alemanas que él mismo recorrió diez años antes, el registro de estas crónicas fluctúa entre lo testimonial y lo mundano, sin que las impresiones sobre la situación política (casi inexistentes) tengan mayor peso que cualquier anécdota de viaje. “Nada es hoy muy agradable en Europa”, dice Mujica Lainez. Y lo dice con la apesadumbrada nostalgia de quien ha vivido en su adolescencia dos años en París y Londres, y ahora ve la desfiguración de un paisaje conocido, pero también con la insolencia de quien sin esforzarse en ocultar sus tics de bon vivant y su presunción cosmopolita no tiene empacho en lamentar lo irreales que se han vuelto los terrones de azúcar a la hora de endulzar el five o’clock tea o la escasez de toallas y servilletas en los hoteles.
No extraña, pues, que en el viaje que hace a Europa en 1958 (siendo ya un escritor reconocido), no hable en ningún momento de las condiciones en que se vivía en España bajo la dictadura de Franco. Continuador de la tradición del viaje estético, las únicas ruinas que Mujica Lainez entonces se propondrá ver son las que abundan en Grecia. Distinto será cuando acepte la inesperada invitación para ir a Rumania y asomarse “detrás de la cortina de hierro”. Una travesía que llevará a cabo casi a regañadientes, en lucha con su “empecinado conservadurismo” y en el miedo (“ya que todo el que cruza hacia el Este la Cortina de Hierro es tildado, con justificada razón, de abrigar por lo menos una simpatía hacia los comunistas”) de que se suscite algún malentendido. Será la impresión de profunda tristeza que le causa Bucarest y lo enternecedoramente bien que le caen los rumanos, lo que, en parte, explique las pizcas de conmiseración que agrega, aquí y allá, a sus lapidarios juicios. Llevado a cabo bajo la lógica del desvío (tal es su coartada, su conjuro ante cualquier sospecha de contaminación ideológica), el viaje a Rumania deja ver hasta qué punto Mujica Lainez está preso de un sistema de representaciones (que es el de su propia clase) a la hora de describir “el fracaso económico y social del sistema comunista”. No en vano lo que en la Europa de posguerra le parecía digno y justificable allí le resulta impostado y patético (“en el comedor del hotel donde yo vivía una orquesta estridente tocaba sin cesar para las cuatro o cinco mesas ocupadas”), sin contar cómo la pobreza se le revela en la ciudad capital, “sobre todo en las mansiones de la antigua zona aristocrática, cuyos jardines, que desfigura la maleza, se han convertido en tenderos de ropa”.
A fines de 1966, Leopoldo Marechal viaja a Cuba invitado por Casa de las Américas para formar parte del jurado de su concurso literario. Una noche, luego de un encuentro con escritores, se organiza una cena en la expropiada residencia de un financista neoyorquino, en la que, entre danzarines negros y un grupo de simpáticos cubanos que entona en su honor la Marcha Peronista, Marechal se ve de pronto asaltado por la idea de estar bebiendo “los estacionados vinos del opulento y alegre pirata”. Una postal que, además de revelar en negativo la consternación que Mujica Lainez sentía en Bucarest ante esos jardines proletarizados (y que en el caso de Marechal se condensa en una metáfora de dudoso gusto en que las “nalgas líricas o filosóficas sustituyen en sillones dorados las nalgas macizas del capitalismo”), sin proponérselo discute ese mito promovido desde la derecha y desnudado por Barthes, por el cual “en la izquierda, por moralidad (olvidando los cigarros de Marx y de Brecht), todo ‘residuo de hedonismo’ aparece sospechoso y desdeñable”.
De los largos capotes y las gorras de astracán que por mucho tiempo conformaron el fashion revolucionario en la Unión Soviética, a las pieles bronceadas por la brisa del trópico y las camisas bostezando sobre los pechos peludos de los muchachotes de Sierra Maestra, hubo, cuanto menos, una cierta distancia. Particularidades que en Hacia la revolución, la selección de crónicas de viajeros argentinos de izquierda confeccionada por Sylvia Saítta, se trasluce en el contraste entre el temor de quien “se prepara materialmente para entrar en la morgue”, con que Elías Castelnuovo, a principios de la década del ’30, e imbuido de las habladurías y reconvenciones que había venido oyendo a lo largo de su viaje, sortea los trámites inmigratorios a su llegada a Rusia, y la picardía con que Jorge Masetti, un periodista de Radio El Mundo, enviado como corresponsal a Cuba en 1958 para entrevistar a Fidel Castro en Sierra Maestra, convence al cónsul de que su sueño es “bailar el chachachá bajo las palmeras” al gestionar la visa de su pasaporte en el Consulado cubano en Buenos Aires.
Si las crónicas de Hacia la revolución pueden leerse como un capítulo de la historia del intelectual argentino de izquierda, es precisamente porque en ellas se reflejan los tres momentos del siglo XX (la URSS hasta los años ’50, la China de Mao y la Cuba de Fidel) en los que el sueño revolucionario dejó de ser una simple utopía. Según sostiene Saítta en el prólogo del libro, el viaje a la Unión Soviética inaugura una nueva forma de viajar y un nuevo modo de narrar la experiencia del viaje, puesto que “el intelectual, el cronista, el político de izquierda viajan para conocer una realidad concreta que es importante no sólo por lo que constituye en sí misma, sino porque representa la materialización de una teoría general que se piensa transmisible y trasladable a otros espacios”.
Así Elías Castelnuovo, quien a su vuelta de Rusia sufre un allanamiento policial en el que se le incauta toda la documentación que trae del viaje, describe la Unión Soviética como “otro mundo”, más parecido a Asia que a Europa (lo que será para la izquierda cifra de su “misterio”, mientras que para la derecha será certidumbre de “barbarie”), en donde es necesario “hacerle caso omiso al detalle” para poder captar la verdadera esencia del asunto. En el detalle, en aquellas aristas en que el “estilo” de la revolución no parece estar pulimentado del todo, es de donde “se agarra el viajero superficial para fundamentar su crítica negativa e imbécil”. Más allá de que en este hacer la vista gorda el discurso de varios viajeros de izquierda expone, por momentos, cierto carácter tendencioso y un voluntarismo fascinado ante la idea de una sociedad en la que se han abolido las diferencias. Algo que en el relato de Castelnuovo justifica la opinión de que para las rusas se haya tornado innecesario prostituirse –dados los cambios en las relaciones de producción imperantes–, o que en la China de Mao, según apuntan María Rosa Oliver y Roberto Frontini, los presos puedan “ir y venir a su antojo por toda la cárcel”, puesto que allí comprenden que los motivos que los llevaron a delinquir se emplazaban en las condiciones de una sociedad que ya no existe.
Si bien a los viajeros de izquierda el ritmo de la Historia se les aparece mayormente bajo el cono de luz de la vida común, la entrevista con los líderes políticos (que, al oficiar de tribuna doctrinaria, no oculta las proximidades que puede haber entre la crónica y el panfleto) desdramatiza el aura carismática de estos personajes en la campechana “conversación entre iguales”. Ejemplo de ello es la entrevista que le hace a Mao Tse Tung, en 1960, Carlos Astrada, quien, entre fraseos que mechan, cada dos por tres, esas inevitables palabrejas del argot revolucionario como “dialéctica” y “praxis”, ve la manera en que se va transformando lo que en un principio iba a ser una charla de agenda en una conversación que se extiende por más de tres horas. Otro tanto puede decirse del brillante reportaje que Jorge Masetti les hace a Fidel Castro y al Che Guevara en los prolegómenos del derrocamiento de Fulgencio Batista, y que no sin razón Rodolfo Walsh calificó como “la hazaña más importante –y más desconocida– del periodismo argentino”. Será esa proximidad que, en los montes de Sierra Maestra, provoca en Masetti la impresión de que el Che es “un muchacho argentino típico de clase media”, la que en este libro genere un contraste con ese “personaje bíblico” que, un par de años más tarde, con la Revolución Cubana en pleno funcionamiento, subyuga en un multitudinario acto en la plaza Cadenas a Ezequiel Martínez Estrada. No en vano es en su semblanza del Che, incluida en Hacia la revolución, donde el discurso político se acerca más a la hagiografía. Una treta alegórica que a Martínez Estrada le sirve para insuflarle al materialismo histórico una dosis espiritualista (en Cuba, “el movimiento popular de liberación está vigorizado por un élan religioso”, escribe), y acaso demostrar que entonces le fue dado entrever, en el “rostro de adolescente fatigado” del Che, la futura complexión del mito.
Llegará luego el turno de que el autoexiliado autor de Radiografía de la pampa, devenido hombre de izquierda, comparta una charla a solas con Guevara. “El escritorio está atestado de papeles; sobre una mesita hay un mate con bombilla, especie de amuleto que únicamente conmueve a los iniciados.” Un detalle que enseguida lo incitará a apuntar: “Dialogamos como si bebiéramos mate”. Allí, quizá, en el reconocimiento del origen común, en esa compartida intimidad, la tradición argentina de viajeros de izquierda tenga su máximo fetiche. El souvenir que más de uno se habrá querido traer como esos besos que se estampan, indelebles, en la mejilla, y por los que durante días no nos lavamos la cara.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux