RECOLETA
Fantasmas, próceres y seres anónimos, pero no carentes de alcurnia. Todos tienen un ataúd, nicho o mausoleo en el inquietante y aristocrático Cementerio de la Recoleta. Entre la literatura y la historia, este volumen se sumerge en el barro de la muerte.
› Por Juan Pablo Bertazza
Historias ocultas en la Recoleta
María Rosa Lojo y Roberto L. Elissalde
Alfaguara
332 páginas
La muerte es la gran igualadora. La democrática, le dicen en México. Bajo esa discutible y un tanto complaciente forma de mentar la muerte, permanecen enterrados otros secretos con otras diferencias de clase que sobreviven a la muerte y se reproducen en el humus de la eternidad. Y ahí están, como pruebas, las diferencias entre los que “no tienen dónde caerse muertos” y los que se despiden con más lujo que los faraones; entre aquellos que reciben de golpe y porrazo un reconocimiento que jamás obtuvieron en vida y los que, al morir, se extinguen para siempre en un silencio que nadie osa interrumpir, por estar en juego historias e ideas que remueven el avispero más de lo aconsejable.
Y también sirven de prueba, claro, los mausoleos y pabellones de ese mundo dentro del mundo, tan atractivo como irritante, tan morboso como delicado que es el Cementerio de la Recoleta.
Con una cuota de ficción, a cargo de María Rosa Lojo, y otra cuota de investigación, a cargo del historiador Roberto L. Elissalde, Historias ocultas en la Recoleta lleva la linterna hasta nuestro aristocrático Cementerio General del Norte, a la hora en que dejan de pasear los turistas y no llegan los rumores de los artesanos, ni de los artistas callejeros de Plaza Francia. Y a pesar de que el libro parece separarlos tajantemente, los dos elementos se retroalimentan a tal punto que el prólogo –el “umbral” del cementerio que aporta los datos históricos– se erige más bien como esos grandes escenarios que describía Balzac a modo de introducción en sus novelas. Ahí mismo afloran los repiqueteos literarios, cuando nos enteramos de que alguien mandó instalar un dispositivo electrónico para poder abrir su ataúd desde adentro. O que ahí están enterrados un personaje de Misteriosa Buenos Aires, el francés Pierre Benoît, y hasta una nieta de Napoleón Bonaparte muerta apenas nacida.
De esa tierra, que genera en el lector más temblores que un sismo, parte María Rosa Lojo para firmar quince relatos cronológicamente ordenados (justamente a la manera de Misteriosa Buenos Aires) que van desde 1812 (año en que Don Martín de Alzaga, héroe de la resistencia contra las invasiones inglesas, es ejecutado por oponerse a la Independencia) a 1989 (año de la repatriación de los restos de Rosas). Si no tanatografías, lo que tenemos es, al menos, un puñado de vidas estrechamente ligadas con su muerte. Personajes que en su misma condición de seres ocultos registran, como los matices de los cementerios, su dependencia con respecto a un gran foco de luz que los ha eclipsado. Es así que este libro no consta de capítulos sino de nichos. Cada uno de los relatos son ataúdes individuales pero emparentados, que se van reagrupando en distintos mausoleos familiares los cuales, a su vez, confluyen en el macrocosmos del Cementerio de la Recoleta. Claro que los cajones (con sus huellas, inscripciones y tachaduras) que Lojo y Elissalde se proponen revisar no son los centrales sino los periféricos, los que permanecen en las esquinas. Por ejemplo, es a partir de las vidas (y las muertes) del hijo menor de Alzaga –uno de los autores del crimen de un comerciante amigo que conmovió a la sociedad–, de Magdalena –la esposa de Alzaga, una Bernarda Alba avant la lettre que decidió encerrarse con lo que quedaba de su familia– y de Catalina –la nuera que terminó por mendigarle a su propia sirvienta– que presenciamos el traumático paso del colonialismo a la Independencia sufrido por la familia Alzaga, luego de la muerte del “godo viejo”.
De manera similar, María Rosa Lojo se pasea con velas por los restos de unos personajes cuya centralidad es indiscutible, pero focalizando, dentro de ellos, rasgos hasta ahora ocultos. Tal es el caso del relato que describe a un Facundo Quiroga en los antípodas del modelo bárbaro delineado por Sarmiento.
Por último, en este recorrido sobre réquiem y tumbas, el lector dará con dobles, repeticiones y temas de mucha actualidad. Especialmente en el relato sobre el trágico destino de “el ave tímida de Uruguay”, la hija también poeta de Olegario V. Andrade, y el que cierra el volumen, donde Lojo crea de forma tan riesgosa como audaz un fantasma de Juan Manuel de Rosas, que atestigua el traslado de sus restos desde Southampton hasta Recoleta. Y que, ávido de volver al mundo y disconforme con lo que ve, larga: “Los argentinos fueron, son y serán una tropa de baguales. Por eso los hice pelear contra el extranjero. Porque sólo así es como se puede gobernar a este pueblo”.
Si bien no faltarán los que le reprochen a este libro desmesura y capricho, Historias ocultas en la Recoleta produce con la tierra de la Historia y el agua de la literatura un barro que no teme escarbar. Y, se sabe: como las Troyas y las estrellas, cuanto más profundo está enterrado algo, más antiguo es. Más antiguo, y más inquietante.
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