SHRIVER
› Por Mariano Dorr
Tenemos que hablar de Kevin
Lionel Shriver
Anagrama
608 páginas
Una cosa es tener un hijo con problemas de disciplina, y otra muy distinta, que planee y lleve a cabo una verdadera matanza en el gimnasio del colegio. Esto es lo que le ocurre a Eva, madre de Kevin Katchadourian, un precursor de la masacre de Columbine (la suya ocurre doce días antes, el 8 de abril de 1999). A partir de las cartas que Eva escribe compulsivamente a Franklin, su marido (“puesto que estamos separados”), se reconstruye la experiencia de una maternidad indeseable.
Lionel Shriver (que nació en 1957, en Carolina del Norte, y con más de siete títulos publicados) ganó en 2005 el Premio Orange con Tenemos que hablar de Kevin. En la dedicatoria, Shriver escribe: Para Terri. Una de las peores situaciones posibles, de la que nos libramos las dos. El relato epistolar recorre desde antes del embarazo –cuando Eva y Franklin eran jóvenes y exitosos– hasta el segundo aniversario de Kevin (que, conociendo las leyes de su país, se apura a concretar el episodio tres días antes de cumplir los dieciséis años). La Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, aprobada en 1791 permite a todo ciudadano norteamericano poseer armas de guerra; fue famoso, el último año, el caso de Bubba, un bebé de 10 meses, de Illinois, con permiso para portar armas. Padres e hijos –y hasta niñas– hacen cola en los polígonos de tiro para disparar armas automáticas y ametralladoras M-16. Kevin, apoyado por sus padres (que le regalan una ballesta para Navidad), pasa seis años practicando tiro al blanco.
Con su hijo en el Reformatorio Juvenil de Claverack, Eva se lamenta: “¿Qué locura se apoderó de nosotros? ¡Eramos tan felices...! ¿Por qué arriesgamos cuanto teníamos en ese juego atroz de tener un hijo?”. Recuerda la noche fatídica en que –sin diafragma– tuvo relaciones con su marido: “Podía dar lugar a que se presentara un extraño nueve meses más tarde. Porque era lo mismo que si nos hubiéramos dejado abierta la puerta de casa”. Una vez que la pareja entró en un ciclo de rutinas adormecedoras, el interés de Eva por tener un hijo se reduce al penoso deseo de “tener alguien más de quien hablar”. En este sentido, Kevin no defrauda a sus padres: el niño se convierte en el único tema de conversación: “Kevin me deprimía, y mucho. Observa que digo Kevin, y no el bebé”. Desde el primer día, Eva siente que el niño la rechaza, y son páginas y páginas describiendo los estados de ánimo de Kevin, cercanos a los de Demian (no el de Hermann Hesse sino el de La profecía) o a los de Carrie (pioneros, los dos, en el arte de asesinar compañeros de clase). “Creo que Kevin odiaba estar vivo”, resume la madre.
Lo más rico del libro se encuentra en la exposición de la –típica e insoportable– relación que une a Eva con su marido, Franklin, un patriota: “Eras americano por decisión personal (...). Si no era posible llevar en este país una vida hermosa, rica, espléndida, con una bella esposa y criar un hijo saludable, no sería posible en ninguna parte. Incluso ahora sigo pensando que tal vez tuvieras razón, pero en lo de que tal vez no sea posible en ninguna parte”. Los reproches se detienen en cada recuerdo: una tarde –durante los meses de embarazo–, Franklin la encuentra bailando “Burning Down the House”, de Talking Heads; hace saltar la púa del tocadiscos y grita: “¿Quieres tener un aborto?”. Y le sugiere que escuche música para el bebé: “Quédate sentada ahí y lleva el ritmo con el pie”. Eva –irónica y furiosa– insiste con los Talking: “¿Qué tal si le hacemos escuchar ‘Psycho Killer’?”.
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