SASTURAIN
Una primera novela despliega un ritmo frenético a partir de los excesos del autoanálisis.
› Por Rodolfo Edwards
El Tridente
Diego Sasturain
Mondadori
184 páginas.
En El Tridente, primera novela publicada de Diego Sasturain, un peculiar héroe nos habla desde una desembozada primera persona que no trepida en mostrarnos hasta el más mínimo mecanismo de su pensamiento, un verdadero émulo de El pensador de Rodin. En esta época tan afecta a las confesiones y a la egolatría bloguera que convirtieron al Yo en un pronombre frívolo e inerte, Sasturain da una oportuna vuelta de tuerca valiéndose de inteligentes recursos. Sin llegar a un tono neutro o a la atopía, El Tridente elude, dentro de lo posible, la mención de calles o lugares específicos y apela a moderados usos coloquiales; aun así un perfume delicadamente porteño emana a lo largo de los doce capítulos. En su paleta Sasturain dosifica adecuadamente el color local y presenta situaciones y telones de fondo que, si bien son reconocibles, nunca abruman. Obtiene una trama fluida, condimentada con un humor seco que devela la esencia tra-gicómica de su protagonista, un perio-dista de espectáculos, altamente fóbico, que se ve inmerso en una serie de extrañas y delirantes situaciones. Prisionero de un pertinaz autoanálisis, hundido en sus cogitaciones, el perio-dista no deja resquicio sin examinar; una vez encontrado el hilo de la madeja empieza a tirar frenéticamente hasta el paroxismo, complicándose en una serie de silogismos interminables.
Al ponerse en contacto con el líder de una secta, ingresa a un espiral de confusiones que terminan en un episodio policíaco. Una madrugada, un enamo-radizo amigo recala en su casa después de haber olvidado sus llaves en la casa de una chica donde disfrutó de una noche muy hot. Asiste como convidado de piedra a pasar un fin de semana en una quinta y es conminado por los anfitrio-nes a hacer un asado, ciencia que ignora por completo. Todos estos pies le sirven al periodista para modelizar su sistema: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, decía Arquímedes, encantado al haber descubierto la palanca; “mi reino por un caballo”, decía Ricardo III en una situación muy distinta, lejos de la euforia del griego... “¡mi reino por un punto de apoyo!”. Si bien la narración en primera persona no llega a los extremos del fluir de la conciencia, el acontecer interno del personaje está bien marcado por el ritmo de oraciones cortas y dinámicas. Por momentos nos recuerda al Italo Svevo de La conciencia de Zeno por ese arqueo minucioso de los movimientos mentales de un personaje en crisis. También se advierten dejos del teatro del absurdo por retratar las interferencias que se producen en las comunicaciones humanas y esa angustia que provoca no poder comunicar fehacientemente algo: “¿Su modo de actuar se trata de una artimaña, quizás, algo simple, como un modo de relacionarse con los hombres en general, que ella establece con todos? ¿O es sólo simpatía y soy alguien con problemas que no puede dejar de leer entre líneas?”. En esta vocación por cartografiar meandros cerebrales El Tridente encuentra su motor narrativo, su razón de ser.
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