DE COLECCIóN
Terrorismo, culturas líquidas, la otredad después del 11-S. La colección dixit (editorial Katz) ofrece textos breves sobre grandes problemas de la política mundial.
› Por Mariano Dorr
Culturas líquidas en la tierra baldía
Roger Bartra
Katz
88 páginas
El derecho internacional en la transición hacia un escenario posnacional
Jürgen Habermas
Katz
60 páginas
Katz
Terrorismo y guerra justa
Michael Walzer
Katz
72 páginas
¿Estamos dispuestos a admitir el terrorismo en alguna circunstancia? El asesinato aleatorio de personas inocentes –impulsado con la esperanza de producir un temor generalizado– es una práctica política tan controvertida como actual. ¿Cómo se puede negociar con quienes, día a día, no se cansan de asesinar mujeres y niños usando como excusa la expresión daños colaterales? La “guerra contra el terrorismo”, tal y como es hoy llevada a cabo principalmente por los Estados Unidos y el Estado de Israel, asume todas las características propias de un auténtico terrorismo. Combatir el terrorismo es una infeliz tarea que ocupa tanto a antiterroristas como a terroristas (que muchas veces son, en realidad, anti-antiterroristas). En este marco, hay filósofos de las ciencias sociales que se ocupan de pensar de qué modo debería combatirse el terrorismo sin hacer de ese combate una práctica terrorista más.
Michael Walzer, profesor de la Universidad de Princeton (pasó también por Brandeis, Cambridge y Harvard, donde estudió Historia y Filosofía) y considerado como un filósofo “comunitarista”, ganó fama mundial gracias a sus influyentes teorías sobre la guerra justa: “La teoría de la guerra justa lleva implícita una teoría de la paz justa: suceda lo que suceda a los dos ejércitos, con independencia de cuál de ellos gane o pierda, sea cuál sea la naturaleza de las batallas o el alcance de las víctimas, los pueblos de ambos bandos han de ser, al final, reconciliados”. En la “guerra justa” no todo está permitido: “los civiles no pueden constituir un objetivo ni ser eliminados deliberadamente, significa que estarán presentes –o, hablando en términos morales, que deberán estarlo– cuando todo concluya. Este es el significado más profundo de la inmunidad de los no combatientes: no sólo protege a los individuos que no combaten, también protege al grupo al que pertenecen”. El terrorismo, entonces, es una guerra injusta. El ejemplo más acabado de un acto terrorista no es la caída de las Torres Gemelas, sino más bien Hiroshima y Nagasaki. El objetivo de las bombas no fue otro que difundir el miedo y exigir así la rendición de Japón. Eso es el terrorismo: la búsqueda de un objetivo político a partir del asesinato indiscriminado.
El ensayo de Walzer viene acompañado de una entrevista, donde el autor recuerda por qué estuvo a favor de la incursión norteamericana a Afganistán, en 2001, tras la caída de las Torres: “El gobierno talibán proporcionaba a Al Qaida las ventajas de la soberanía, a saber, una base territorial donde podían reclutar y albergar a jóvenes de todo el mundo y entrenarlos para actividades terroristas”. Hasta aquí, son casi las mismas palabras que empleó Bush para justificar el inicio de las hostilidades. Según este punto de vista, la guerra contra Afganistán tuvo como objetivo derrocar el gobierno talibán y eliminar los campos de entrenamiento. Walzer agrega: “Tal vez no sea eso lo que se acabó haciendo, pero ésa es otra cuestión”. ¿Otra cuestión? ¿No será, acaso, la misma cuestión, la del asesinato indiscriminado de personas?
Otro de los libros de la colección dixit de editorial Katz (cuyo hilo conductor no es sólo el debate en torno del estado del mundo, sino también las conferencias pronunciadas en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, que coedita los textos) es un trabajo de Roger Bartra –sociólogo, antropólogo e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México– sobre la construcción mítica de la alteridad (el Otro) en Occidente. Señalando un cruce explícito entre Zygmunt Bauman y T. S. Eliot, Culturas líquidas en la tierra baldía cuestiona la “burbujeante política posdemocrática (que) comienza a empapar a la sociedad, que se ve dominada por una creciente irresponsabilidad húmeda y fláccida”. Se refiere a la “nueva forma de vivir” que, según el autor, ha traído consigo la posmodernidad: “Flujos sociales que alientan formas inestables de empleo, responsabilidades económicas que huyen de los territorios delimitados, movilidades globales que viven en la incertidumbre, oleajes y vaivenes políticos que no respetan las soberanías estatales antiguas, derrames de población que provienen de remolinos caóticos en la periferia del mundo”.
Gracias a la construcción del otro como “bárbaro”, Occidente pudo edificar la propia idea de “civilización”. Sin embargo –como señala Bartra en El salvaje europeo, segundo trabajo del libro–, no deberíamos olvidar que los salvajes no son tales sino en la medida en que los contemplamos como salvajes. El modo en que Europa señaló al salvaje –desde el origen mismo de la civilización– constituye también una verdadera salvajada. El último momento de configuración del salvaje con toda su constelación simbólica se dio –sin dudas– el 11 de septiembre de 2001, ahora sí: “símbolo dramático de los nuevos flujos políticos y culturales, pues la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York y el ataque al Pentágono son la más extrema agresión jamás realizada por fuerzas de la otredad contra el establishment occidental”. Después de la caída de las Torres... “cunde el miedo a unos bárbaros y salvajes, poseídos por un maligno furor místico, que caen como una plaga de terroristas extraterrestres sobre los centros más significativos del poder global”, escribe Bartra, mientras hace resonar premonitorios los versos de Eliot: Qué ciudad es esa sobre las montañas / Chasquidos y reformas y llamas en el aire violeta / Torres que se derrumban.
Completa –por ahora– la colección un trabajo de Jürgen Habermas (uno de los más famosos filósofos vivos en la actualidad) seguido de un escrito firmado también por Jacques Derrida, “Europa: en defensa de una política exterior común”. Se trata de un texto redactado por Habermas a propósito de la decisión del entonces presidente del gobierno español (José María Aznar) que “a espaldas de los otros miembros de la Unión Europea –en aquellos días de 2003– invitaba a sus colegas europeos partidarios de la guerra a manifestar su lealtad hacia Bush”.
Habermas reclama allí la necesidad de establecer en Europa una mentalidad política común, comprometida con una comunicación en la diversidad y el reconocimiento mutuo del otro en su carácter de diferente. De algún modo, el texto de Habermas pone otra vez la cabeza sobre la almohada, con la esperanza de repetir el sueño kantiano de una paz perpetua, entendida ésta como una “política interior mundial”.
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