LóPEZ MATO
› Por Mariana Enriquez
Después del entierro
Omar López Mato
Editorial Sudamericana
444 páginas
Omar López Mato hizo su aparición hace poco más de cinco años, cuando publicó en una lujosísima edición de autor Ciudad de ángeles. Historia del cementerio de la Recoleta, un trabajo autogestionado que incluía fotografías propias a todo color y a toda página, investigación de cada difunto y su tumba; una tarea amorosa. López Mato es médico oftalmólogo y, leyendo entre líneas sus textos, se adivina además que es bastante conservador. Pero sobre todo es experto en cubrir, con un manifiesto interés por la ciencia y la historia, una auténtica pasión por lo macabro y lo morboso. Cierto, también ha escrito sobre historia argentina, y en general se puede decir que es un apasionado de la plástica. Pero cuando escribe de muertos y deformidades, lo hace con gran entusiasmo, una manía por el dato exhaustivo rayana con la euforia y hasta cierta alegría.
Es el caso de Después del entierro, libro que lleva el subtítulo A veces la muerte no es el final de la historia, sino el comienzo. Casi lo dice todo: se trata de una historia pormenorizada de las desventuras de restos mortales de diverso origen, en general rayanas con la locura total, desde las momias egipcias hasta las peripecias de Lenin y Eva Perón. López Mato no tiene una prosa brillante, pero lo balancea con la exposición ordenada y didáctica, con el entretenido discurrir de horrores y curiosidades. Algunos de los trayectos póstumos son conocidos, como el horrible fin desmembrado de Túpac Amaru o el largo viaje de San Martín hasta la Catedral metropolitana. Pero algunos casos son menos populares y asombrosos. El tráfico y dispersión de reliquias de santos, por ejemplo: “La cabeza de San Juan Bautista terminó con la cara en Amiens, su calota en Rodas, la nuca en Nemours, el cerebro en Nugent le Retron, la mandíbula en Besançon y un pedacito de oreja en Saint Flour en Auvergne”. La cantidad de muertos ilustres cuyo paradero se ignora y la manía de las gentes de quedarse con restos de celebridades: se tomaron tantos fragmentos de Dante Alighieri que “una comisión de anatomistas debió ser convocada para completar al poeta, que aún yace en Ravenna, lejos de su ingrata Florencia”.
Hay un hecho innegable y de inmediata comprobación una vez se termina Después del entierro: la mayoría de las grandes personalidades de la humanidad sufrió un periplo demencial después de morir. Miguel Angel fue robado por su sobrino para escapar de los deseos del Papa que quería enterrarlo en Roma, y lo sacó de incógnito, oculto entre mercaderías, hasta Florencia. La reina Inés de Castro de Portugal fue coronada cinco años después de estar muerta ¡de cuerpo presente! (fue en el siglo XII). El Cid Campeador también estuvo sentado, ya cadáver, unos diez años para que la gente pudiera verlo. La cabeza de Descartes fue vendida por cuarenta y siete francos, y ahora está en el primer piso del Museo del Hombre de París, sin su cuerpo. Parece que el que está en el sepulcro de Edgar Allan Poe no sería el torturado escritor. Y el mismo López Mato encabezó una expedición junto al arquitecto Daniel Schavelzon para comprobar si en efecto Facundo Quiroga está enterrado de pie, pero descubrieron que en la tumba no había ningún ataúd de pie, ni ninguno que señalara ser perteneciente al general. Finalmente, hallaron una pared de la cripta hueca, la familia les permitió hacer un pequeño orificio en 2005, y por allí vieron un ataúd de bronce, en posición vertical. Si El Tigre de los Llanos está dentro se ignora, porque la familia no permitió ulteriores indagaciones.
Además de trayectos y desbarajustes de cuerpos muertos, López Mato se ocupa en varios capítulos de fenómenos mortuorios: los cuerpos incorruptos, los sepulcros donde los féretros se mueven (el caso más famoso es en Barbados), los robos de cadáveres para servir a anatomistas, los entierros prematuros, el “arte” tanático y varios capítulos focalizados en los devenires de cuerpos argentinos. Para los impresionables, este catálogo puede resultar agobiante y enfermizo. Para los de estómago fuerte e intereses más oscuros, es un festín de microhistoria macabra.
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