NOTA DE TAPA
› Por Mauro Libertella
La literatura policial suele funcionar por la repetición de ciertos clichés y giros constitutivos. El detective recio y solitario que esconde la botella de whisky en el cajón de su escritorio; la femme fatale que hace que, siempre, más de uno cometa el desliz que no debía; los matones de turno; los clubes superexclusivos regenteados por mafiosos dueños de una ciudad. En fin, una serie de taras que a fuerza de repetición han ido erigiendo el imaginario de lo que conocemos como novela negra. ¿Y qué sucede cuando nos topamos de súbito con cuatro novelas que escapan milagrosamente al repertorio rígido del género y que, sin embargo, funcionan como tales, y lo hacen muy bien? Estamos entonces ante la consumación de la idea de que el género policial, más que un puñado de escenas tajantes y de larga tradición, es más bien un modo de narrar, una manera bien propia de pensar la literatura.
De eso se trata, si se quiere, la colección Negro Absoluto, de novelas policiales, dirigida por Juan Sasturain. Se trata de saquear algunas líneas fundantes del género y reescribirlas en clave argentina, bajo el cielo de la tradición mestiza y periférica de la literatura local. Si la literatura argentina es, a la tradición europea, un satélite o un derrotero marginal con sus luminosos chispazos, el policial, que es a la “gran literatura” todavía un género menor, encontró y va a encontrar en nuestras costas una materialización extraña, interesantísima. Así lo evidencian, por lo pronto, las primeras cuatro novelas de la colección. El doble Berni, de Elvio Gandolfo y Gabriel Sosa; El síndrome de Rasputín, de Ricardo Romero; Santería, de Leonardo Oyola y Los indeseables, de Osvaldo Aguirre, cristalizan propuestas literarias ampliamente distantes, pero muestran también una serie de cercanías que permite hacer alguna lectura común. Los detectives no son tales en sentido estricto. Hay, desde luego, uno o más personajes que llevan adelante una suerte de “investigación”. Aguirre propuso a un periodista del diario Crítica de Botana, signado por cierta forma de la inescrupulosidad. Gandolfo y Sosa eligieron a Lucantis, el algo torpe pero intrépido amigo de la víctima. En Santería de Oyola los hilos los conduce Fátima Sánchez, un bruja que puede predecir ciertos fragmentos del futuro. Y en la novela de Romero tampoco hay un detective sino un entrañable trío de amigos: Abelev, Maglier y Mushkin.
Otra de las lecturas posibles gira en torno de la representación literaria de una ciudad. El ida y vuelta de Buenos Aires a Rosario en Gandolfo y Sosa, la Buenos Aires futurista de Romero, la villa Puerto Apache de Oyola y la ciudad de la Década Infame de Aguirre son cuatro aproximaciones radicales a la cuestión de la ciudad como un componente clave de la trama, como si el género evidenciara el hecho de que el individuo nunca está solo y de que la trama está astillada, quebrada en la vastedad de la ciudad moderna. Pero quizás la gloria mayor de estos libros, y de los policiales argentinos en general, sea, como dijo Sasturain en la presentación de la colección, “que las cosas pasen acá a la vuelta”. Podríamos afirmar, sin vacilar, que el imaginario local que despliegan estas novelas (anclado en los diálogos, los lugares, la forma de pensar, la escritura) no opaca ni eclipsa los lineamientos mayores del género, de modo que lo argentino se puede pensar aquí como un elemento fundante pero también como un plus respecto de la tradición gruesa del policial norteamericano.
En definitiva, las primeras cuatro entregas son novelas rápidas pero complejas que muestran, invariablemente, una extraña conciencia narrativa y una vuelta de tuerca al género. Y una rara manera, por qué no, de seguir escribiendo en argentino.
El síndrome de Rasputín
Ricardo Romero
220 páginas
–Es una Buenos Aires algo gótica en su decadencia. Me gusta pensar la idea de los dos obeliscos como una foto movida del Buenos Aires de hoy, evanescente y con rasgos expresionistas en sus ángulos más oscuros. Además el hecho de que transcurra varios años en el futuro me permite apoyarme en una idea de Marcelo Cohen sobre la ciencia ficción tercermundista: tiene que ser chatarra, entre berreta y absurda, pero no por eso menos trágica. Ese paisaje además permite que el tono de la novela sea desmedido. Es una ciudad llena de fantasmas pero al mismo tiempo con ese tic supremo de la supervivencia.
–En principio, ¡no te olvides de Abelev, que viene a ser la cabeza del equipo! Desde que me enteré de la existencia del síndrome de Tourette supe que tenía que hacer algo con eso. Por un lado porque me sentí identificado, recordando los tics y los impulsos que tuve, que tengo y que tendré. De hecho mucha gente se reconoce en el relato de los tics, aunque claro que la enfermedad excede dramáticamente lo que planteo en la novela. Ellos son más bien enfermos leves, aunque no por eso han tenido menos problemas. Al mismo tiempo el Tourette, que entre otras tantas definiciones se refiere a un exceso de dopamina (un neurotransmisor) en el cerebro, hace que inevitablemente los que lo padecen tengan muchas veces, junto con los tics, capacidades desarrolladas más de la media: lo que los limita también los fortalece en situaciones límite. Un libro que me ayudó mucho fue El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, donde se cuenta un caso de un hombre que es baterista de jazz y que al medicarse pierde muchas de sus cualidades (improvisación, reflejos, rapidez mental), y rechaza eso: siente que el Tourette es parte de su identidad. Que marginales como ellos construyan, desde la amistad, su lugar en el mundo, y que a la hora de defenderlo se metan en los problemas que se meten me atrae mucho, porque en ellos es más patente lo que en las personas “sanas” elabora el silencio enfermizo de la resignación, del hastío. Por otra parte, volviendo a la cita de Cohen, la escritura de literatura de género en culturas como la nuestra, periféricas si se quiere, tiene el maravilloso plus de no quedar atada a la tradición estricta, y así se enriquece.
Santería
Leonardo Oyola
169 páginas
–Ambienté la historia en la agonía de una villa que ya no existe más para jugar con la supuesta maldición que trae con ella la protagonista. Tenía que ser sí o sí en una villa, porque de esa forma un lugar que me es familiar lo puedo tunear a favor de mi ficción hasta darle toques de far-west, volviéndolo de alguna forma reconocible para el lector. Necesitaba eso: un espacio que yo conociera y donde supiera cómo moverme. Además, este marco era imprescindible para aprovechar los cultos al Gaucho, San La Muerte y San Jorge que bien conviven dentro de cualquier lugar marginal. Y así, en este escenario, poder utilizar el lenguaje coloquial a pleno sin dejar a nadie afuera del argot que manejan los personajes, porque considero que a fuerza de repeticiones y contexto se los llega a entender bien sin la necesidad de poner notas al pie.
–Como novelista, ver en la cabeza primero el índice antes de empezar con la primera oración de un libro mío me ayuda mucho. Para esta serie de Negro Absoluto, todo se me ordenó cuando me avivé de usar el nombre y la forma en que salen las cartas de la baraja española utilizada para adivinar el futuro. Por ejemplo: “Capítulo 1 - La sota de copas al revés”. A este método de adivinación se lo conoce como el juego de los cuatro reinos y tiene que ver con las cuatro hileras que se hacen para el trabajo; representando las cartas presente, pasado, futuro y hechos fortuitos. Yo sé que la saga de la Víbora Blanca va a tener cuatro libros, cada uno correspondiente a estas hileras, cada uno con doce capítulos. Y en la mayoría de ellos juego con el significado de estas cartas, aunque no lo haga explícito para que nadie se pierda la fiesta.
Los indeseables
Osvaldo Aguirre
204 páginas
–Más que el mundo de la prensa, lo que me interesó fueron las posibilidades literarias de un determinado momento histórico, en los inicios de la Década Infame. Es una época cargada de conflictos, fenómenos y personajes en un marco de represión, miseria y corrupción. ¿Qué mejor ambiente para un relato policial? Y me interesó el personaje, ése fue el punto de partida. El diario Crítica está rodeado de un aura de leyenda, pero en los relatos de algunos de sus ex redactores pude ver otros datos menos conocidos y más productivos. Por ejemplo, a fines de los años ’20, en su mayor esplendor, los periodistas de Botana ganaban muy poco y tenían un régimen de trabajo duro, sin horarios definidos y con un franco cada quince días. La bohemia tan promocionada no excluía medidas coercitivas y arbitrariedades de la patronal. De tan pintoresco, Botana se desdibuja como patrón, ¿no? Gustavo Germán González cuenta que se ganaba sus extras haciendo de sacapresos, una práctica que hoy sería muy cuestionada desde un punto de vista ético. Entonces me pareció que por ese lado podía abrir el personaje y la época, a condición de prescindir de los estereotipos.
–Uno de los contactos sería la investigación previa. Si bien conocía la época por trabajos para otros libros míos, me documenté en sentido amplio con lecturas de textos históricos, la literatura que se escribía en ese momento, en particular de Enrique González Tuñón, mi autor favorito del período, memorias y estudios sobre el funcionamiento de la prensa, de Sylvia Saítta, Lila Caimari. Y una de las grandes diferencias podría situarse en la manera de procesar esa investigación. Cualquier coincidencia con la realidad histórica no es simple azar pero tampoco quise atarme a los datos, sino conocerlos y hacer que funcionen como disparadores de la ficción, crear un mundo paralelo donde pueden reconocerse muchas referencias y sucesos puntuales pero que en definitiva es autónomo. Lo que importa es lo que ocurre en la novela.
–La fórmula sería Borges más Walsh. El género policial como conciencia de los problemas de la escritura y como perspectiva sobre el funcionamiento de la sociedad. Un escritor, me parece, no defiende ningún punto de vista, no cree en los valores establecidos y mucho menos en las instituciones. Lo bueno es que no se trata simplemente de contar una historia sino de lograr que madure una experiencia a través de los acontecimientos. Cuando llega el final, el personaje ha cambiado porque descubrió algo que puso en crisis lo que pensaba o le hizo ver algo en lo que no reparaba.
El doble Berni
Elvio Gandolfo y Gabriel Sosa
182 páginas
Gabriel Sosa: –En lo personal, una cosa que me irrita mucho es la impostación en los diálogos. No hay manera de situarse en una historia, de creerse el entorno en el que supuestamente transcurre, si los personajes hablan como una mala traducción. Ante la duda, la neutralidad. Y creo que así hablan Lucantis y los demás personajes, no neutros, pero sí sencillos y (espero) creíbles. La mayoría de las personas reales hablan de manera directa y sencilla, captar el “tono” es cuestión de imaginarse los diálogos dichos por personas que uno conoce. Las diferencias entre un montevideano y un porteño al hablar son pocas pero detectables. El porteño es más ampuloso, el montevideano menos articulado. Traducir uno al otro no es muy difícil. Donde un uruguayo diría “¡Chiquilines, afuera del agua!” un argentino diría “¡Chicos, salen ya mismo de la pileta!”. En vez de “refresco”, “gaseosa”, y así. Con los rosarinos el mérito es de Elvio, rosarino ilustre él mismo. El léxico específico de cada uno de los personajes también fue repasado por él, aunque años de padecer televisión argentina me dieron un bagaje amplio de terminología porteña. Curiosamente, Elvio no sabía qué es (o era) un parripollo. También tengo entendido que hubo una larga y compleja discusión durante la revisión final (a la que no asistí) sobre la conveniencia de poner “parrillero” o “parrilla”, si el término era rosarino, cordobés, uruguayo o universal. El resultado de la discusión, sin dudas, marcará la tendencia de los estudios filológicos de las próximas décadas.
Sosa: –Lucantis no es un detective. Tampoco es muy brillante, salvo en arrebatos breves. No investiga en el sentido clásico, más bien duda, busca apoyo en otros, sospecha cosas, acepta pistas y, finalmente, con una solución en la mano que no dedujo él, imagina cómo acomodar los tantos, lo que no es poca cosa. A posteriori me doy cuenta de que las peripecias de Lucantis se parecen más a las de la primera novela de un personaje de un novelista que admiro mucho, Walter Mosley. Como a Eazy Rawlins en El demonio vestido de azul, a Lucantis le pasan cosas, y sin tener mucho que ver, se ve envuelto en un problema del que debe ingeniarse para salir. En las siguientes novelas Rawlins sí se vuelve un detective (en realidad es una especie de doble o contrapartida de Marlowe en la mitad de Los Angeles que éste nunca pisó). Dudo de que Lucantis tenga la energía y el coraje necesarios para dar ese paso. Su destino, sospecho, es más bien atraer las descargas de los rayos del azar y tratar de salir lo menos quemado posible.
Elvio Gandolfo: –Como no llegaba solo al plazo, le pregunté a Sosa, viejo amigo, si se prendía, y agarró viaje. Me basé en la velocidad que le vi para escribir un excelente libro de cuentos, inédito, cuando quedó desocupado. A diferencia de intentos anteriores de escribir a dúo, nos entendimos también con rapidez. No es exagerado ni falso decir que el resultado es exactamente fifty-fifty. Incluso, al corregirla varias veces, cada uno (lo juro) confundió un capítulo propio con uno escrito por el otro, y lo retó por un detalle mal resuelto o alguna grosería: nueva diversión. Veremos si el avance sigue siendo igual en la segunda.
Gandolfo: –Creo que parte de la velocidad se debió al género. La literatura, cuando uno la toma a priori como tal, tiene siempre un freno, un boludeo considerable, o, al revés, una velocidad infernal (Aira, o Vian, por ejemplo). Que haya un problema a resolver, del modo que sea, ayuda a mantener los desbordes entre límites, que acá eran también de extensión, bien estrictos.
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