CRóNICAS > BORGES
Dos años antes de la muerte de Borges se publicó Atlas, el libro de viajes realizados en los últimos años de su vida en compañía de María Kodama. En cada ciudad, en cada detalle, la literatura venía al auxilio de la memoria visual, en una curiosa fórmula superadora del mero turismo.
› Por Patricio Lennard
Atlas
Jorge Luis Borges
Emecé
102 páginas
Todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro”, escribe Borges en Atlas, el libro de viajes que publicó en 1984, dos años antes de su muerte. Frase que resume la archisabida afición de sus textos por la referencia literaria y la nota enciclopédica, pero que también alude al modo en que se las arregló, en los últimos años de su vida, para viajar a ciegas. En Atlas, la ceguera de Borges casi adquiere un cariz de performance: además de ser parte de la anécdota, tiene una implicancia enunciativa evidente. Más allá del lugar que ocupa en su mito personal (tanto su abuela como su padre murieron ciegos) y de cómo otros textos suyos hablan sobre el tema (desde el célebre Poema de los dones al ensayo sumario incluido en Siete noches), en Atlas la ceguera es, como en ninguno de sus otros libros, la posición del que escribe.
No son muchas, sin embargo, las ocasiones en las que Borges actúa en el libro su asumido impedimento. Es un ciego, sí, el que asiste a una representación de Prometeo encadenado en el teatro de Epidauro, en Grecia, y no entiende prácticamente nada de lo que los actores dicen. Es un ciego el que tantea una torre medieval en Irlanda, el que toca un muro en la calle Ramón Llull en Palma, el que recorre en Japón con sus dedos unos ideogramas tallados en piedra como si estuviera aprendiendo a leer en Braille. Ya sea en las imágenes que acompañan los textos (algunas fotos son de lugares, otras son de Borges, ya solo, ya acompañado por María Kodama, ya por otras personas), o en los viajes o situaciones que refiere, Borges compone el personaje de ciego pudorosamente. Por eso la reminiscencia libresca aparece, en algunos casos, obturando la experiencia personal y el registro sensible. Lo que explica, por ejemplo, que de Venecia se incluyan dos fotos en las que se lo ve a él en la Piazza San Marco, tomado del brazo de María Kodama, cuando en realidad el texto, saturado de referencias a otros viajeros célebres, nada dice de su viaje. Borges escribe sobre lugares que no vio pero recuerda haber visto, y sobre fotos de lugares que sin haberlos visto visitó y ni siquiera recuerda. Y es en esa “paradoja fecunda que anima este curioso libro, producto de un turismo privado de visión”, donde Silvia Molloy distingue no sólo una vicisitud biográfica del autor sino también una condición de todo viaje. “Siempre fue así –admite Borges en su Autobiografía–, durante toda mi vida llegué a las cosas después de haberlas transitado en los libros.” Así, Venecia reaviva el recuerdo de Petrarca, de James, de Shylock, de Proust, de Ruskin; un paseo en globo puede ser “un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo XIX”, a través de las páginas de Poe, de Wells y de Julio Verne; y el Tigre puede dar imágenes “para las escenas malayas o africanas de los libros de Conrad”.
La marcha del Borges viajero levanta, a su paso, los baldosones del presente. “Para no ver no es imprescindible estar ciego o cerrar los ojos; vemos las cosas de memoria, como pensamos de memoria repitiendo idénticas formas o idénticas ideas.” Es el tiempo cristalizado en el espacio lo que él siente vibrar en torno suyo. Las capas del pasado que intuye en las murallas y en las casas de Colonia del Sacramento, en los sueños que lo transportan a una Buenos Aires pretérita, en los duelos a cuchillo que evoca en la cortada de Bollini, en la adolescencia transcurrida en Ginebra. De ahí que la crónica, registro que sugiere la inmediatez de la sensación y la mirada, no tenga en Atlas un papel preponderante. O no lo tenga sino en la notación de gestos mínimos. “Leer con los pies lo que en la ciudad sólo puede sobrevivir en calidad de ruina”, escribe Alan Pauls con respecto al modo en que Borges reinventa, al tiempo que recorre, los márgenes de Buenos Aires. Una lógica que en Atlas opera en la que quizá sea la escena más poética del libro, en la que Borges –que ha viajado a Egipto– se inclina, toma un puñado de arena, lo deja caer un poco más lejos y dice para sí: “Estoy modificando el Sahara”.
En “Laprida 1214”, una semblanza de Xul Solar que se incluye en Atlas, Borges escribe: “Todo hombre memorable corre el albur de ser amonedado en anécdotas: yo ayudo ahora a que ese inevitable destino se cumpla”. Palabras que describen, sin proponérselo, el modo en que este compendio de conmemoraciones viajeras y de fotografías presenta a un Borges más cercano al personaje que al eximio cuentista. Reliquias privadas que nos devuelven una y otra vez la imagen de ese hombre de pelo blanco y ojos estrábicos que recorre, en el laberinto de su ceguera, ciudades y lugares que le soplan a su paso verdades invisibles. Verdades que sólo puede ver alguien que más de una vez ha pretendido ver en la realidad una dimensión posible de la literatura.
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