NOTA DE TAPA
› Por Rodrigo Fresán
UNO Los lectores consecuentes de Anthony Burgess –y esto habla bien de su tan voluminosa como variada e imprevisible obra– no suelen ponerse de acuerdo en cuanto a cuál es el mejor libro de este escritor inglés.
Así están los que juran por su debut un tanto tradicional y criptoautobiográfico con la llamada Trilogía Malaya (publicada entre 1956 y 1959); los que prefieren ese experimento lingüístico y protopunk que es La naranja mecánica (1962); los que alaban las acrobacias escatológicas de la serie de libros protagonizada por el poeta maldito y maldiciente F. X. Enderby (reunidas hacia el fin del milenio en The Complete Enderby); o los que prefieren sus histéricas novelas históricas protagonizadas por Napoleón, Shakespeare, Jesucristo, Marlowe y que pase el que sigue. Otros –los más radicales o snobs– favorecen su faceta de ensayista, músico, divulgador cultural o mercenario guionista de cine.
Todos ellos –sin embargo– coinciden en un mismo punto acordando que Poderes terrenales (1980) es una de sus más grandes obras. Por lo que cabe afirmar –si a todos los antes mencionados sumamos ese muy nutrido grupo que está más que seguro de que Burgess jamás llegó más alto y brillo más que en esta novela– que, entonces, Poderes terrenales es el mejor libro de este hombre portentoso, nacido en Manchester en 1917, pero con el mundo entero como hogar y patria y destino.
DOS Uno de los títulos originales de Poderes terrenales –uno de los varios que le había puesto Burgess mientras la escribía– era Los creadores. Y si algo queda claro es que aquí leemos y disfrutamos de un creador en la summa de sus poderes 1.
De ahí que Poderes terrenales pueda leerse casi como un compendio de sus obsesiones 2 a la vez que una suerte de greatest hits donde se reformulan sus ideas y sus trucos con una gracia y elegancia nunca superadas antes o después por el autor. En este sentido, debe considerarse Poderes terrenales como la novela burgessiana total del mismo modo en que –aunque con diferentes modales– Ada, o el ardor es la novela nabokoviana total.
De ahí también que el biógrafo Roger Lewis –en su Anthony Burgess, 2002– defina Poderes terrenales como si se tratase de “todos sus libros anteriores dentro de uno” y de “una comedia que simula ser una tragedia”.
TRES Burgess, por su parte, no dudó en revelar que consideraba el libro todo un desafío, incluso para su habitual velocidad 3 y en una carta a su editor alemán, a punto de poner su punto final, lo sintetizaba como “mi intento de demostrar que puedo escribir algo tan largo como esos novelones del siglo XIX (aunque Dickens y Tolstoi escribían muchas páginas porque primero publicaban en entregas, forma del oficio con la que, ay, ya no contamos). He aquí un relevo panorámico del siglo XX narrado por el cuñado del ficticio papa Gregorio XVII y un intento de encontrarle una explicación al condenable misterio del bien y del mal manifestándose en el peor siglo que la humanidad jamás haya conocido. También se supone que sea divertida”.4
Burgess consideraba la novela como “la única gran forma literaria que nos queda. Tiene la capacidad de albergar todas las formas literarias menores. La novela tiene actualmente el monopolio de la forma” sin por eso negarse o renegar de la certeza de que “todas mis novelas intentan ser, diríamos, un entretenimiento serio, sin propósito moral, sin solemnidad. Lo que yo quiero es complacer”.
De acuerdo en todo y aquí está la incontestable evidencia de sus intenciones realizadas.
Poderes terrenales se las arregla para hacer comulgar en un solo rito lo mejor de ambos mundos: complace y entretiene pero, además, es prueba cabal e innegable de que se trata de un perfecto exponente de esa única forma que nos va quedando en un mundo y una cultura cada vez más deformes. Poderes terrenales es, al mismo tiempo, una celebración del orden narrativo puesta al servicio de la descripción de un mundo caótico. El intento exitoso y excitante de encontrar cierta armonía celestial en un paisaje diabólicamente descompuesto en su composición.
CUATRO Y Poderes terrenales es, básicamente, el duelo imposible de resolver de dos opuestos complementarios esgrimiendo dos tipos de fe diferentes, pero aun así imposibles de no hacer comulgar. Lo espiritual y lo intelectual. El desafuero y la penitencia. Lo divino y lo profano. Una sucesión de figuras y credos encontrados que, sin embargo, jamás pueden perderse de vista unos de otros.
El Tema en cuestión era algo en lo que Burgess venía reflexionando desde hacía años y en una entrevista de 1971 con The Paris Review –cuando se le recordaba una declaración en cuanto a que “creo que el Dios equivocado está gobernando temporalmente el mundo y que el verdadero Dios ha entrado en la clandestinidad”– respondía: “Aún tengo esa convicción... Se me ha señalado que yo parezco mantener, de algún modo, una creencia tradicional cristiana en la idea del pecado original... Las novelas tratan de conflictos. Y el mundo del novelista es un mundo de oposiciones esenciales de carácter, aspiraciones y demás. Sólo soy un maniqueo en el sentido más amplio, en el sentido de creer que la dualidad es la realidad última: la parte del pecado original no es en realidad una contradicción, aunque sí lleva a herejías deprimentemente francesas, como el jansenismo de Graham Greene, así como el albigensianismo (la religión de Juana de Arco), el catarismo y cosas así. Tengo derecho a una teología ecléctica como novelista, aunque no como ser humano”.
CINCO Dicho y hecho y escrito y Poderes terrenales es la manifestación terrena de esa “teología ecléctica” del Burgess novelista. Su Biblia privada y su credo artístico. Y, a la vez, su sala de juegos y recreación donde mezclar y confundir (en un bendito minué endiablado) las figuras del escritor homosexual Kenneth Toomey (creado a partir de partes iguales de Somerset Maugham 5 y Nöel Coward con varias pizcas de Anthony Burgess 6) y de Carlo Campanati alias el Santo Padre Gregorio XVII (cuya vida y papado comparten algunos detalles con los de Paulo VI).
Y lo importante, lo original, lo –sí– “divertido” es que alcanzada la última de los varios cientos de páginas de la novela no estamos del todo seguros quién es el pecador y quién es el santo.
O –como expresa Lewis en su ya mencionada biografía– “en Poderes terrenales nadie es quien piensa que es”.
Y, además, no hay que olvidar que el narrador no es alguien en cuya versión del asunto podamos confiar ciegamente: es un anciano, es vengativo, se sabe parte de la historia, pero no necesariamente histórico y, last but not least, es un personaje de Anthony Burgess 7.
Así, el “dilema” religioso de la novela es, por lo tanto, un dilema novelístico donde dos planetas diferentes de un mismo sistema (Toomey y Campanati) orbitan alrededor de un sol tal vez muerto, tal vez perversamente equívoco al que a falta de mejor nombre denominamos Dios mientras sospechamos todo el tiempo que ha sido el Diablo quien ha puesto en funcionamiento todo eso de la Ley de Gravedad: aquello cuya ausencia puede elevarnos hacia nuestra perdición y su presencia nos precipita a la más terrena y acaso segura de las existencias.
¿Es Campaniati un agente demoníaco? ¿Es Toomey un pecador por amor al arte? ¿Son los milagros algo cuya polaridad nunca está del todo clara? Poderes terrenales se ocupa de todo ello con una gracia divina y un desenfreno de minué pasado de revoluciones para terminar ofreciendo una de esas novelas cuya trama aparece proyectada contra la pantalla cinemascope del siglo XX.8
Y otra cosa importante: Poderes terrenales es sacra y mefistofélica a la vez porque –a nivel formal– lo que intentó y consiguió en ella Burgess fue “jugar” con el ADN del best-seller dignificándolo sin por eso dejar de divertirse manipulando sus poleas y tensando sus resortes.9
En el segundo volumen de sus memorias o “confesiones” –Ya viviste lo tuyo (1990)– Burgess narra así la génesis, las intenciones y los efectos conseguidos y provocados por el libro: “En los grandes días de la novela, el sentido de los acontecimientos, su longitud y hasta su desorden aparecían impuestos por los procedimientos editoriales de la época. Las novelas de Dickens muestran una técnica de la acumulación esencialmente de tipo picaresco: la estructura no es lo importante. Escribir hoy una novela larga, digamos de unas 650 páginas, te obliga, en cambio, a erigir primero un andamio donde todo aparezca más o menos fijo y ordenado antes de siquiera sentarte a escribir la primera palabra 10 (...) En mi caso, esta extensa estructura tendría su núcleo en una pequeña anécdota. Un Papa está a punto de ser canonizado. El Vaticano necesita evidencia de su santidad. Un milagro, por ejemplo. Cuando fue un simple sacerdote, el futuro Papa curó a un niño de una meningitis terminal mediante el poder de la oración. El niño crece hasta convertirse en una especie de Jim Jones, el líder de una secta religiosa que lleva a sus fieles a un suicidio en masa. Dios, permitiendo el milagro, claramente autorizando a su beneficiario a que luego cometiera un acto de gran maldad. (...) ¿Cuál es el curioso juego al que juega Dios? Si Dios es también el Diablo, el príncipe de los poderes del aire, entonces es más que probable que el Mal resulte del Bien. Si nuestro siglo puede llegar a ser explicado de algún modo es en los términos de Dios convirtiéndose en su opuesto”.11
Y en un artículo para The Washington Post: “Cabe pensar que cuando Dios altera los procesos de la naturaleza tiene algún tipo de plan especial entre manos. Al enfrentarnos a esta intención particular nos medimos cara a cara con el gran misterio del Bien y el Mal. Y tal vez resulte demasiado fácil pensar en una perpetua batalla entre Dios y el Diablo: el universo no puede estar sostenido por una dicotomía tan simple. Tal vez, si Dios existe, esté más allá del Bien y del Mal y no sea otra cosa que un poder definitivo al que la humanidad le interesa poco y nada. Tal vez Dios no esté de parte de nadie”.
Y aquí viene lo más interesante de todo: Burgess decidió tratar un tema tan profundo dentro de los lineamientos del best-seller entendiendo el best-seller como algo que puede llegar a ser noble y perfecto e iluminador 12. En la misma línea que novelas como Ragtime, de E. L. Doctorow, la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies, Monstruos de buenas esperanzas, de Nicholas Mosley, el Cuarteto de Pyat, de Michael Moorcock, o Criptonomicón, de Neal Stephenson, Poderes terrenales lleva su Tema y su Dilema más allá de sus argumento y parece preguntarse: ¿puede algo que se supone bajo y vulgar como un best-seller acabar engendrando algo mucho más cercano a la pura y dura novela de ideas? La respuesta es sí.
El mismo Burgess se refirió durante la salida del libro a su look de american blockbuster 13 con portada rotunda y tipográfica y una foto del autor prolijamente despeinado –un “envase” donde cabía tanto la mafia como James Joyce, Hollywood y Mussolini– apuntando que era “más una parodia del género que la cosa verdadera” y señalaba ciertas dificultades que lo separaban de las novelas populares: ataque a la Iglesia, narrador homosexual y el Mal “no aparecía representado como una propiedad gloriosa al estilo de El exorcista o El bebé de Rosemary”. Aun así, el libro se contó entre los más exitosos de Burgess, fue candidato en Inglaterra al Booker Prize (que ese año acabó ganando William Golding por su Ritos de paso), fue seleccionado en los Estados Unidos por el Book of the Month Club y estuvo en las listas de los más vendidos durante meses en Francia 14 donde ganó el Prix du Meilleur Livre Etranger de 1981 con la bendición de Bernard Pivot desde su programa de televisión Apostrophes, donde calificó a Burgess como uno de los tres mejores novelistas europeos junto a Günther Grass y Alberto Moravia.
Colegas de prestigio no vacilaron en señalar sus méritos. Martin Amis explicó, ingenioso pero preciso, en las páginas del New York Book Review, que “hay dos clases de novela larga. Las novelas largas del primer tipo son novelas cortas que duran demasiado. Las novelas largas del segundo tipo son largas porque deben serlo, mereciéndose su amplitud por las exigencias que le hacen tanto al escritor como al lector. Poderes terrenales es una novela larga de la segunda clase, lo que la hace doblemente admirable... Una cruza entre Herman Wouk y Saul Bellow”.15
William Boyd –quien también definió, con afectuosa ironía, sus dos volúmenes de autobiografía como “entre las mejores novelas de Burgess”– la sintetizó como “su obra maestra, y es que cuesta discutir con su inmenso y confiado brío”.
Malcolm Bradbury escribió que “se las arregla para amalgamar la historia literaria, social y moral del siglo con riqueza cómica y sabiduría enciclopédica”.
George Steiner proclamó que “el mundo es un sitio más brillante con la llegada de Poderes terrenales, un festín de aliento imaginativo e inteligencia que eleva nuestra idea de la ficción”.
Y la crítica no dudó en unirse a la fiesta señalándola como la obra más consistente y gratificante del autor hasta la fecha.
Burgess volvería al tema de la Fe y de la Historia en libros posteriores como El fin de las noticias del mundo (de 1983, que puede leerse como un depósito posmoderno de materiales y preocupaciones descartadas de Poderes terrenales), El reino de los réprobos (de 1985, repasando de manera poco reverente los turbulentos inicios del cristianismo) y Cualquier hierro viejo (1989, suerte de saga familiar condensada donde el objeto de adoración y culto es la mítica espada Excalibur del rey Arturo).
Pero, otra vez, lo del principio: nunca costó menos creer y nunca se cree tanto en Anthony Burgess como en Poderes terrenales.
SEIS Y tratando este libro sobre la ambigua naturaleza de lo milagroso no estará mal cerrar con un último apunte sobre el milagro de la vida y obra de Burgess.
Porque –la historia es conocida– Burgess también fue víctima y beneficiario de un portento no del todo fácil de explicar.
Fue en Borneo, en 1958, donde Burgess perdió el sentido mientras impartía una clase de historia (el tema eran las consecuencias de la revolucionaria Boston Tea Party) en un aula del Sultan Omar Ali Saifuddi College. Se le diagnosticó un tumor cerebral inoperable, se le dijo que le quedaba cuando mucho un año de vida. Por lo que Burgess se puso a escribir desenfrenadamente para poder dejarle algo –derechos de autor– como herencia a su esposa. Burgess sobrevivió; su esposa murió de cirrosis una década después y de ahí, a partir de entonces, la prolífica velocidad que ya nunca cesaría.
Los biógrafos de Burgess posteriormente afirmaron que el episodio nunca tuvo lugar (o que la debacle física se debió a agotamiento y demasiada bebida), que jamás se diagnosticó un tumor o se puso fecha alguna de vencimiento y que, una vez más, todo fue producto de la irrefrenable mitomanía de un hombre al que se le ocurrían demasiadas historias, todas buenas.
No importa, qué importa.
Lo que sí importa es que Anthony Burgess sobreviviera o viviera para escribir novelas como Poderes terrenales.
Si les debemos semejante placer y privilegio al Dios o al Diablo tampoco preocupa demasiado.
Sea quien fuera, bendito o maldito, a quien corresponda: muchas gracias por este milagro.
A saber, como apuntó en su momento John Leonard en The New York Times: “La comida, la música, la lingüística, James Joyce, Dante, William Shakespeare, el Lejano Oriente, la cultura mediterránea y las películas”.
El libro le llevó unos seis años, todo un record de lentitud para él, escribiendo en rachas de tres o cuatro páginas diarias.
Advertencia pertinente: A partir de este punto se comentan y anticipan varios momentos del argumento del libro, por lo que el lector quizá prefiera detenerse aquí y regresar a esta introducción una vez concluida la lectura de la novela.
Escritor al que Burgess admiraba por sus relatos calificándolos como “lo más cercano que tenemos en nuestro idioma a los contes de Maupassant”. Algunos críticos han querido detectar en Toomey, también, algunos toques de E. M. Forster, Norman Douglas, P. G. Woodhouse y Graham Greene, este último protagonista de una agria polémica con Burgess por cuestiones religiosas y literarias.
Por citar tan sólo uno de los muchos guiños más o menos cómplices, la dirección de la casa de Toomey en Malta se corresponde con la de la casa donde vivió Burgess. Y está claro que el inculto director de cine Labrick o Lubrick no es otra cosa que un dardo envenenado lanzado a Stanley Kubrick, responsable de la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica y a quien Burgess consideró un traidor por dejarlo solo cuando tuvo lugar la violenta polémica por la película en cuestión.
No es casual que, en las páginas de su autobiografía dedicadas a Poderes terrenales, Burgess mencione como influencia directa a El buen soldado de Ford Madox Ford: acaso la novela paradigmática y más perfecta sobre el narrador como entidad ambigua.
En su The Real Life of Anthony Burgess (2005) Andrew Biswell se refiere así a Poderes terrenales: “Abarcando más de ochenta años, Poderes terrenales es un sombrío catálogo de los horrores del siglo XX desparramados por Inglaterra, Estados Unidos, Malta, Italia, Francia, Alemania, Mónaco, Malasia, Australia y Africa. Entro otras cuestiones, esta novela vasta y energética se ocupa del auge y caída del modernismo, el fracaso de la religión ortodoxa, los cultos suicidas, las blasfemias, la pornografía, la apostasía, la teología, los milagros, el Holocausto, el canibalismo y el persistente problema del Mal”.
Apreciada en la actualidad, como parte de un género hoy saturado por códices, catedrales y afines, Poderes terrenales permite también –en perspectiva– una reflexión sobre la decadencia de la literatura popular y lo que se supone debe o debería ser un divertimento inteligente. Leída y disfrutada esta novela de Burgess, se admira la dificultad superada y el talento certificado para crear un producto “mixto” –donde la diversión no esté reñida con la reflexión– y se comprende que toda teoría sobre la crisis de la literatura es un despropósito. La literatura nunca ha estado en crisis –basta buscarla para encontrarla–; lo que sí está en crisis es el best-seller, la edición de best-sellers y, especialmente, el lector de best-sellers.
En una ocasión, interrogado acerca de su método de trabajo, Burgess respondió: “Empiezo por el principio, llego al final, y entonces me detengo”. Su objetivo era escribir –sin feriados ni vacaciones– un mínimo de 1000 palabras al día y su hora favorita del día era la tarde “ya que la mente inconsciente tiene el hábito de hacer valer sus derechos por la tarde. La mañana es un tiempo consciente, pero la tarde es una hora en la que deberíamos tratar mucho más con el interior de la conciencia”.
Para una condensación de las preocupaciones religiosas de la novela, el lector hará bien en detenerse en el capítulo 44 de Poderes terrenales donde Toomey lee el borrador de un tratado teológico firmado por el futuro Papa.
Se trataba de un viejo proyecto de Burgess, quien ya había prometido escribir una “gran novela” –los ochenta y un capítulos del libro parecen reflejar los ochenta y un años del narrador– sobre el papado desde la finalización de Sinfonía napoleónica en 1973. La idea de hacer algo con un “villano papal” ya aparece en una carta del 11 de septiembre de 1970 y en un mensaje a los lectores del Times Literary Supplement publicado en marzo de 1973, Burgess comunicaba que ya tenía las primeras cuarenta páginas.
La novela recibió un trato acorde con las intenciones de su autor: Michael Korda –editor en Simon and Schuster– pagó un adelanto de 275.000 dólares y se imprimieron 100.000 ejemplares. La paga en la madre patria fue más modesta: Hutchinson desembolsó 40.000 libras esterlinas.
George Belmont, editor de Burgess en Editions Laffont, le envió al escritor un telegrama donde se leía: “Siempre supe que sería tu Ulysses”.
En un mundo perfecto o, por lo menos, más justo, Poderes terrenales sería también una de esas perfectas miniseries producidas por la cadena HBO.
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