› Por Claudio Zeiger
Quizá ningún escritor planteó la relación entre la literatura argentina y el dinero de una manera tan obsesiva y persistente como Silvina Bullrich. Por reconocer la diferencia entre tenerlo y no tenerlo, por entender que el dinero marcaba un linaje literario destinado a cerrar filas: Enrique Larreta, Ricardo Güiraldes, Victoria Ocampo, Mujica Lainez, entre otros, no muchos más. “Supongo que para escribir en Argentina habrá que volver a la más rancia tradición de nuestra literatura, que es la de ser rico”, dijo Bullrich no sin amargura. Pero también, el dinero sería una instancia de filoso reconocimiento, y una trampa de insatisfacción.
A partir de 1952, con Bodas de cristal, su primer éxito importante, dinero y literatura empezaron a cruzarse en la vida de Silvina Bullrich.
“Me atrevo a decir que Bodas de cristal fue quizás el primer best seller argentino, el que me hizo conocer por el gran público”, contó. Después de Los burgueses (1964), sin dudas su título más famoso, empezaría a ceder a las presiones del público y los editores, produciendo una obra por año (a veces dos) que se solían publicar para las fiestas de fin de año, con vistas a ser leídas en la playa durante los meses del verano. El conjunto de sus obras rondó el millón de ejemplares vendidos; las sucesivas tiradas de sus libros iban de cincuenta mil a cien mil o ciento veinte mil ejemplares. Este éxito creciente y el dinero que le significó (básicamente en concepto de adelantos editoriales, algunas traducciones y actividades paralelas como las conferencias, que ella cobraba) la fueron alejando del reconocimiento de colegas y críticos, que a lo sumo rescataron algún título interesante, algún destello en el río caudaloso de su inagotable tinta. Esta actitud del campo literario la fue llenando de resentimiento y colocando a la defensiva. Pero no la llevó a ser triunfalista. Por el contrario, se justificaba diciendo que necesitaba ganar plata con la literatura para vivir. Adjudicaba la dura batalla por el reconocimiento más al hecho de ser mujer que a otras causas, estéticas o literarias.
“Ser mujer no fue un handicap cuando comencé a escribir, lo es ahora en que los hombres nos tachan sistemáticamente de un plumazo. No nos nombran aun cuando saben que deberían nombrarnos; dan por inexistentes los cincuenta libros que escribí”, apuntó en el prólogo a sus Novelas escogidas. Pero aun así confiaba en los lectores del futuro.
“La obra está allí inamovible, la taparán durante años, pero nunca faltará una o un adolescente ávido que la saque del anaquel de una biblioteca.”
Si de literatura se trata, nunca alcanzó ni alcanzará con el dinero. Literatura y dinero se cruzan pero no se funden, no son lo mismo. Y viven en una relación de desajuste. La literatura puede ser un medio para hacer dinero pero no deja de ser un fin en sí, algo que tiende a su propia autonomía. Los escritores lo saben. Y el dinero puede ser un medio para la literatura (Silvina Bullrich lo entendió perfectamente, casi desde el comienzo) pero no un fin. El dinero, paradójicamente, se paga. El dinero también tiene su precio.
El dinero había sido esgrimido como una coartada para tener o no tener estilo. Sin mencionar en forma explícita la palabra dinero pero muy cerca de su resonancia, Roberto Arlt, mentando a Flaubert (¿pensando en Güiraldes?), había dicho que “para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada... Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados”.
Bordados ¿de mujer? Pero justamente las novelas de Silvina Bullrich fueron ajenas a la noción de un estilo bello hecho de panorámicos lienzos a fuerza de tranquilidad adquirida, comprada, de la serenidad de quien vive de rentas o no tiene problemas de plata. No. Al contrario: la estrategia parece ser ostentar problemas de plata. Se trataba precisamente de escribir para hacer plata, y de tener plata para reivindicar –justificar– una manera de escribir que casi desde el comienzo se mostraría ajena a los devaneos del estilo, los panorámicos lienzos, los bordados (una literatura ajena a los bordados de mujer pero no a una “problemática” femenina).
Podría pensarse la carrera de escritora de Silvina Bullrich como una suma de pasos azarosos o de contradicciones resueltas siempre de un modo radical, como quien, ante la duda, elige ofrecer su peor cara, tomar el camino menos razonable. Si repite el gesto “sur” de aprender a leer y escribir en francés antes que en castellano, terminará siendo, y a mucha honra, sinónimo de best seller nacional. Silvina Bullrich producto argentino, pura industria nacional.
Si su condición de mujer la destinaba a menesteres menos glamorosos y más íntimos que ser escritora, terminará abrazando la causa de la literatura femenina. Quiso ser la Simone de Beauvoir argentina y terminó siendo Silvina Bullrich. No era poco, pero sabía, intuía, olfateaba, que ser la escritora Silvina Bullrich tenía un precio bastante alto y que (en parte para que no pudiera defenderse) no se lo iban a cobrar en vida. En primera instancia porque en vida, por más alto que fuera ese precio, lo hubiese podido pagar. Habría podido comprarlo. O negociarlo como a un anticipo editorial. Y aunque ella no hubiera dejado de quejarse por el alto precio, porque le cobraban de más por ser mujer, lo habría pagado. Entonces siguió, con una autoconciencia demasiado alta de que iba en declive, en descenso hacia el olvido.
El olvido de Silvina Bullrich podría pensarse como un sobreprecio, la alta tarifa de un pacto fáustico. Pero pagó algo más, como un plus constante de malhumor e insatisfacción. Algo le impedía parar y algo le impedía afirmar, como Arlt, el orgullo de escribir un libro tras otro y “que los eunucos bufen”.
Quizá no pudo salir del círculo estrecho que le proponía el sinuoso linaje del dinero. O no quiso hacerlo. Abjuró de la burguesía (por ramplona, por materialista) mientras la representaba en la literatura y en gran parte escribía para ella, no pudiendo imaginar otro mundo, otra clase de lector que no fuera el burgués o el pequeño burgués consumista.
Quizá Silvina Bullrich no supo ser del todo sincera y romper definitivamente con aquello que le provocaba malestar. No supo o no quiso. O no pudo.
“Yo tengo una noción muy clara de mi situación social, pecuniaria, de mi edad, sé a la perfección quiénes fueron mis padres, mis cuatro abuelos, mis ocho bisabuelos, mis dieciséis tatarabuelos; en la bóveda de familia está nuestro nombre y una fecha muy lejana; tenemos una de las primeras bóvedas de la Recoleta. Ni muertos nos dejan en paz. La gente que pasa por delante del mármol cubierto de placas recordatorias el 1 o el 2 de noviembre comenta si tenemos flores o si somos muertos olvidados, dejados de la mano de Dios, aunque acaso alguno de los nuestros esté en el Paraíso”, escribió en Mañana digo basta, en la voz de una evidente alter ego, desmintiendo en parte lo que luego escribiría en sus memorias.
Pero la falta de reconocimiento y el olvido, por más que la carne se extinga y se guarde en la Recoleta y “uno de los nuestros” esté en el paraíso, siempre es un precio muy alto de pagar para un escritor.
Las memorias se escriben contra el olvido. Las memorias son un subrayado, un exceso que busca anticipar, desmentir o anular las versiones de los otros. Las memorias publicadas en vida son el gesto de un escritor ansioso, alguien que no puede esperar para justificarse.
Mis memorias, de Silvina Bullrich, aparecieron en el mes de marzo de 1980, cuando la escritora contaba 65 años. Suena más a puesta al día, resumen o síntesis, que a balance final. No hay grandes revelaciones de las que se suelen esperar en las memorias o autobiografías de alguien que ya ocupa un lugar: historias amorosas, una confesión, secretos del pasado. Nada de eso, o muy poco. Las memorias de Bullrich avanzan en el trazo fuerte, la opinión tajante, el latigazo de que esto es así o asá. Desde el vamos, desde las dedicatorias. Dedica el libro a sus nietos “para que sepan cómo se forja una mujer”; a los que la quieren y aprecian y admiran pero también a quienes la odian sin motivo “y creen que un ángel escribe mis libros y un ejército de servidores se dedica a atenderme”. Y también a “las escritoras argentinas negadas, como yo, sistemáticamente, por sus colegas masculinos en una incomprensible y casi infantil rivalidad”. O sea, en gran medida se dedica las memorias a ella misma, recuerda para sí pero siempre a corazón abierto, recreando una vez más el espectáculo de la exhibición pública, de quien no tiene nada o casi nada que ocultar.
Las memorias de Silvina Bullrich parecen orientadas a convencernos de algo bastante insólito: que es pobre. Que lo fue siempre, y que en cierta medida lo sigue siendo. Y es que para Silvina Bullrich alguien que debe trabajar para ganarse el sustento o mantener el tren de vida, es pobre aunque sea rico, o aunque esté rodeado de familiares ricos, posesiones, cuadros, tierras.
Apenas comenzar, advierte que en su familia el dinero ha sido una maldición y que ella no lo posee: “Como en mi familia el dinero siempre fue el preludio de una tragedia y la marca de una maldición, no lamento que las diversas circunstancias me hayan privado de él. Gracias a no poseerlo estoy aquí, en mi madurez, escribiendo mis memorias”.
Más adelante aparece la superstición ligada a esta maldición:
“La muerte y el dinero van de la mano en mi familia. Hay una maldición que llega hasta la cuarta generación según la Biblia. ¿Soy yo la cuarta? No lo sé pero seguramente no soy la quinta y me aterra el dinero que no gano con el sudor de mi frente”.
Educación francesa y desastres económicos son agigantados en las memorias, por la memoria. Así creció Silvina. Como corresponde a una chica aristocrática educada en los años veinte, apenas sabía que vivía en la Argentina (“y me adelanto a decir que la primera vez que leí el Quijote ¡lo leí en francés!”), pero a pesar de estas marcas típicas de la alta burguesía argentina de las primeras décadas del siglo XX, parece que la maldición del dinero temprano se hace notar. Malos movimientos financieros llevaron a la venta de grandes extensiones de tierra en Luján. Años atrás, el bisabuelo de la familia materna, los Meyrelles, el primer poblador de Mar del Plata, la pierde a manos del juego, pasando Mar del Plata a los Luro y los Peralta Ramos. A pesar de todo, “los parientes de mi padre harían de nuestro nombre un sinónimo de campos, estancias, ventas de ganado y de caballos de raza”.
Rama pobre, o más precisamente, retoño de rama venida a menos de familia rica, sinónimo de estancia y vacas. Las versiones dudosas empiezan a tramarse unas con otras en Mis memorias, al punto de obligarnos a plantear algunas preguntas básicas: ¿qué es ser rico entonces?, ¿qué es ser pobre? ¿Para qué sirve el dinero? Posesiones, campos o cuadros valiosos, se confrontan a la necesidad y ganas de poseer dinero líquido, para tenerlo disponible, como respaldo o para viajar.
“Ahora creo que nuestra pobreza de niñas con los pesos contados para gastos de bolsillo y para ropa en medio del lujo de nuestra casa, con las paredes tapizadas de valiosos cuadros, me hizo aborrecer la idea de poseer cuadros propios. Fue el mismo mecanismo que llevó a papá a detestar el campo: habían perdido espléndidas estancias, grandes extensiones de tierra rica y de hacienda. Su reacción era negarse a asumir la pérdida. (...) Si nosotras, cuando él murió, aceptamos con tanto entusiasmo el remate de cuadros fue porque ese dinero colgado de las paredes debía alguna vez darnos placeres personales. Cuando papá murió, mi hermana mayor estaba casada con un hombre inmensamente rico; mi hermana menor con un hombre rico; sólo yo, casada con un hombre sin fortuna y que debía luchar sin armas porque no me habían dado estudios serios, para vivir, y mi madre, podíamos haber necesitado esa venta.”
Silvina Bullrich bregó por el dinero líquido, plata en mano, como una forma de reclamar su parte y el derecho de hacer con ella lo que deseara, o sea, realizar su destino personal al margen de la familia (y su linaje), pero no parece compartir la versión burguesa materialista y consumista del dinero. O por lo menos declara su incomodidad con esas maneras de no ser pobre. Según su diagnóstico, “los males más graves de nuestro tiempo comenzaron el día en que el dinero comenzó a ganar terreno sobre los demás valores hasta colocarse en primer término”.
Algo en ella se resiste al consumismo, a la adquisición de objetos. En otro momento habla de una vergüenza de adquirir, de acumular. Uno puede interpretar que le gusta viajar, ir y venir pero con el equipaje ligero. Mujer en fuga. Alguien siempre lista para la partida. Pero, se sabe, tampoco rompe con el dinero y lo que conlleva, ni con sus cargas simbólicas.
“Tuvieron que pasar muchos años y tuve que conocer el miedo a carecer de lo indispensable para que me interesara el dinero. Aunque todo el mundo se vuelve más materialista al envejecer y aprecia más el ambiente que la rodea, todavía parezco una anacoreta comparada con la voracidad y la vanidad de los jóvenes de hoy. Mucha gente dice que no le interesa el dinero sino lo que puede comprar con él. Yo pienso lo contrario: me importa saber que cuento con dinero para no necesitar la ayuda de nadie y para darme mis gustos, pero el solo hecho de comprar me aburre, me resulta una tarea engorrosa y desde chica las tiendas me parecieron cámaras de tortura. (...) Quisiera la opinión de un psicoanalista. Yo supongo que es la vergüenza de poseer, o sea, la vergüenza de adquirir, de atesorar objetos superfluos.”
Las memorias producen, entre otros efectos, el de otorgarle un orden, un sentido a la propia vida. Se ha vivido para algo, y mientras se escribe, se busca atrapar ese algo, se da vueltas a su alrededor. Bullrich considera que si ha vivido lo vivido fue para prestar testimonio de la época que le tocó en suerte. En cierta forma, la búsqueda del sentido de la vida se muerde la cola. Si he vivido fue para llegar hasta aquí y retroceder, buscar el sentido en el origen, cerrar el círculo. Una vez más, como en la mayoría de los escritores de linaje (familiar y literario) se plantea la noción de poseer un destino preestablecido en contra de la contingencia y el azar. Será que el azar es lo que puede traer variables en la vida de los pobres o los menos favorecidos socialmente. Salvarse de pronto como por un golpe de dados. Milagro, lotería. Ellos pueden apostar, ya que tienen más para ganar que para perder. En cambio, la escritora rica que dice ser pobre (pero ganará dinero con la literatura) estará a favor del orden aunque coquetee con la aventura, los viajes y el desorden. Como los escritores del orden que se asoman al vértigo de la vida, Silvina Bullrich tenía horror al azar. Como los escritores que se fugan, quiere encontrar un sentido en el final, a la hora de las memorias, el ajuste de cuentas.
“El azar... eso me aterroriza”, casi piensa en voz alta en Mis memorias. “¿Transité por este mundo salvando escollos que parecían insalvables, viendo morir a tantas personas queridas sólo por casualidad? Resulta difícil consolarse. También me resulta difícil creerlo. (...) ¿Hay posibilidades de reencarnación? ¿Yo soy yo sola o soy yo que paga lo que otra cometió en una vida anterior?”
Y de la mano del azar, vuelve a aparecer la sombra de la duda:
“¿Me quedará aún mucho que pagar en una vida futura?”.
La pregunta repica y resuena, rebotando como en una habitación vacía. Es la pregunta que cuesta pronunciar acerca del precio: el precio que hay que pagar. Es la pregunta que no pudo seguir haciéndose y tampoco ella supo contestar.
Pero nosotros sí tenemos algunas pistas para obtener la respuesta.
Silvina Bullrich empezó a girar hacia su ocaso en los años del regreso de la democracia. Y no era para menos. Su obcecada y cerrada defensa de la dictadura por el hecho de haber encarnado el Orden, su exaltación de Martínez de Hoz, la negación de lo que hicieron los militares en campos de concentración, la negación de la existencia de los desaparecidos, son motivos válidos para que en aquellos años muchos escritores no tuvieran ni ganas de reconocerla. Pero el problema del reconocimiento arrancó para ella muchísimo antes de 1983, 1984 o 1985.
Hubo algo con ella casi desde el comienzo. Una no aceptación del gesto básico de escribir para vender; en definitiva, de la relación de su literatura con el dinero. La autoconciencia de ese dilema acentuado por el paso de los años y la acumulación de libros en un magma novelesco que bulle incesante fue expresada por Bullrich en sus memorias y en otros comentarios dispersos en ficciones y artículos periodísticos. Por eso se anticipó a todas las críticas y contestó a todos los argumentos y acusaciones en su contra, aun aquellas que no se le alcanzaron a formular en vida. Estaba a la defensiva, vivía a la defensiva, podía ser ríspida y desagradable aunque haya testimonios encontrados en cuanto a su verdadera, profunda personalidad. Algo casi seguro, rasgo de su humor o de su malhumor: no podía no ser hiriente.
Y también abusó de la plausible hipótesis de género: que no se la tomaba en cuenta por ser mujer. Argumento válido pero, en su caso, exasperado hasta la coartada.
Silvina Bullrich intentó finalmente redimirse mediante el dinero. Carecía de él cuando quería justificarse como escritora, pero lo arrojaba a la cara cuando debía recordarle a alguien su propio ser, su esencia o su linaje (al fin y al cabo, no cualquiera pertenece a la parte pobre de los ricos).
Si en el dinero residió el precio, entonces hay bastante sustancia dramática –más de lo que aparenta– encerrada en esa célebre anécdota que se le adjudica con Manucho, un cruce gracioso, deportivo.
–¿Verdad, Manucho, que vos y yo somos los dos únicos escritores argentinos que vivimos de nuestros libros? –preguntó Silvina.
Y Manucho, siempre rápido de reflejos, contestó:
–Yo no, che. Serás vos. Yo vivo mucho mejor.
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