POESíA
Son sólo tres los poemas de Juan Carlos Onetti que sobrevivieron en el tiempo para llegar hasta nosotros. Pero alcanzan para iluminar una de las zonas más desconocidas por la copiosa obra crítica dedicada a su prosa: la relación entre Onetti y el tango.
› Por Guillermo Saccomanno
Mientras en Buenos Aires se avecina la tormenta de Santa Rosa y la ciudad respira una atmósfera densa, sofocante, Stein, un publicitario chanta, como si algún publicitario no lo fuera, tirándole una cuarta, le propone al redactor Brausen ganar unos pesos con un guión de cine. Brausen está en la mala. Y agarra viaje. Gertrudis, su mujer, está muriéndose después de la operación de un pecho. Mientras le suministra morfina, Brausen piensa en las indicaciones de Stein: “No quiero algo decididamente malo; no una historia para revista de mujeres. Pero sí un argumento no demasiado bueno. Lo suficiente para darles la oportunidad de estropearlo”. Y más tarde, le especifica: “Algo no demasiado bueno, pero tampoco irremisiblemente tonto”. Y agrega: “Un argumento, vamos. Algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes. Debés saberlo mejor que yo, como buen porteño”. Autocompasivo, sufriendo y mirándose sufrir, temiendo que Gertrudis, dopada, rezume sangre, Brausen empieza a imaginar el escenario en que transcurrirá su ficción: una ciudad de provincia que confunde un Buenos Aires aldeano con un Montevideo quedado en el tiempo, una ciudad que tiene cerca una colonia suiza. Habrá un río, un hotel flamante, los hombres con la cara tostada, mujeres niñas y deseables, una plaza principal, chicos descalzos jugando por ahí. Habrá una balsa cargada de pasajeros y automóviles, que trae los diarios de Buenos Aires y damajuanas de vino. Brausen imagina también: “Hay un viejo, un médico que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco”. La ciudad se llamará Santa María y podrá verla, impasible, desde la ventana de su consultorio, el médico. Se llamará Díaz Grey. Su biblioteca, en su diversidad, abundará en manuales de medicina, ensayos marxistas, libros de filatelia. No habrá novelas. Y menos poesía. El consultorio de la ficción de Brausen se parece demasiado al que Gertrudis visitó hace poco para consultar sobre la mancha morada en su pecho, el que le fuera más tarde inexorablemente operado y que Brausen observa mientras sigue tramando el guión. El guión ahora es una novela, se ha puesto en marcha y Brausen ya no podrá detenerla. Como tampoco Juan Carlos Onetti (1909-1994), su creador. La novela se llamará La vida breve. Y será el comienzo de un ciclo novelesco del que no hay antecedentes en los alrededores si se exceptúan las traducciones del Condado de Yoknapathawpa de Faulkner. De esta manera, en 1950, Onetti funda Santa María. Brausen será el Dios que regirá los destinos sanmarianos. Y Díaz Grey, el testigo de sus vilezas y redenciones. Hacia 1973, varias novelas sanmarianas después, Onetti lo describirá así en La muerte y la niña: “El amor se había ido de la vida de Díaz Grey y a veces, haciendo solitarios o jugando a solas al ajedrez, pensaba confuso si alguna vez lo había tenido de verdad”.
Se ha hablado mucho, tal vez demasiado, de la relación tumultuosa de Onetti con las mujeres. Que se casó con una prima, que después con una cuñada. Chismerío sanmariano, puede decirse. También se ha dicho que su prosa aspiraba a la poesía. Y que su poesía reside en sus novelas, en los climas espesos que parecen estar siempre precediendo una tormenta apocalíptica en Santa María, la ciudad a la que prendería fuego en 1979 en esa novela con título inspirado en unos versos de Dylan Thomas: Dejemos hablar al viento. No obstante, Onetti incurrió en el ejercicio poético. Faulkner, su venerado Faulkner, había sentenciado que al fracasar en la poesía, un escritor debe probar con el cuento. Y al fracasar a su vez con el cuento, lo que más le conviene es tentar la suerte con la novela. Onetti, aunque no fracasó en el cuento, parece haberle hecho caso. Igual, serían sus novelas, durante el boom, las que consolidarían su santificación.
Entre papeles sobrevivientes de exilios y pérdidas, se conservan tres poemas suyos. En uno, el más extenso, salta una resonancia tanguera. La relación entre Onetti y el tango es una zona de su literatura propicia a una indagación esquivada por la crítica. Como ejemplo mínimo, recordemos que uno de sus cuentos más desoladores se llama “Justo el treinta y uno”, como el tango de Enrique Santos Discépolo. Más tarde Onetti habría de canibalizarlo en Dejemos hablar al viento. Allí, en ese cuento, Onetti, en clave arltiana, le hace decir a Frieda, la tortillera tan reventada como solidaria: “Pero es tan lindo dejar y dejar, que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quién sos vos. Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces uno deja de soportar y de tener placer en dejarse y hacer con todas las ganas y la felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y no por orgullo ni por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el placer consiste en pegar y no en dejarse golpear. ¿Sí? El placer consiste en pegar y en no dejarse golpear. ¿Sí?”.
Volvamos al legendario poema largo que sobrevivió a contingencias históricas. Onetti se lo dedicó, en su ocasión, a uno de sus amores más literarios: la poeta Idea Vilariño, la de “sonrisa gioconda / con labios separados”. Con su acento tanguero, el poema se encuentra en las rarezas publicadas en Miradas sobre Onetti, compilado por Omar Prego (Alfaguara, Uruguay, 1995). Una rareza, sí, pero no es desatinado conjeturar que contiene, entre líneas y no tanto, las obsesiones del narrador así como en sus relatos hay un tanto de las obsesiones del poeta frustrado.
Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego. Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si El tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga. No me des /
conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, solo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar. Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido en ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre, pequeño dolor filoso.
Me aproximará lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Yo la, lo pierdo, doy mi vida,
cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su amenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo,
no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible,
un encuentro que no se cumplirá.
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