PUéRTOLAS
En su nueva novela, la prolífica escritora española Soledad Puértolas se pregunta sobre la existencia del destino en un contrapunto familiar que funciona como juego de espejos.
› Por Fernando Bogado
Cielo nocturno
Soledad Puértolas
Anagrama
248 páginas
Una de dos: o hay destino o no lo hay. Esta cuestión, tan simple de decir, es harto compleja y ha interesado a diversas personas a lo largo de la historia de la humanidad, hasta el punto de que se han construido religiones, prácticas místicas o incluso ciencias sobre la base de la existencia o no de un mapa previo para cada persona que, de antemano, determina aciertos, desaciertos o momentos finales. Cielo nocturno, la última novela de la prolífica escritora española Soledad Puértolas, es (a su manera), el vivo retrato de alguien que nunca dejó de preguntarse por el destino, sea ya propio o ajeno.
La protagonista de esta novela de aprendizaje comienza su breve biografía dejando algo bien en claro: la historia de su familia sólo puede ser el reflejo evanescente de la de los Moraleda, antiguos propietarios de una tienda de telas venidos a menos, deteriorados por el mal rendimiento de sus negocios. Este juego de espejos entre un grupo y otro le sirve a la narradora para tratar de ir resolviendo el intrincado rompecabezas de los sucesos más inmediatamente personales: su presencia en una escuela pudiente administrada por una orden de monjas o su relación con un primo renegado de los Moraleda, Mauricio, van funcionando como postas en donde la encargada del relato decide detenerse a interpretar. Frente a este panorama, no sorprende que, ya crecida, la encargada del relato se dedique a leer el I-Ching y el tarot a sus compañeros universitarios en una perdida pensión en Benarés, sumándole la intrigante interpretación de sueños o de fichas que hace elegir a sus feligreses de una caja china de laca.
Puértolas, autora de novelas como El bandido doblemente armado, de 1980 –su primera novela, el título sería luego utilizado para bautizar la librería que abrió en Madrid en el año 2002– o Queda la noche, de 1989, retoma en Cielo nocturno una temática que atraviesa toda su obra: la idea de la búsqueda de lo propio en la vida del otro, como si hundirse en la otra personalidad, obsesionarse con ella, fuera la mejor forma de encontrar el firme –y siempre ínfimo– territorio de lo propio. En muy pocos momentos oímos a la narradora definirse efectivamente como alguien distinto de los demás, y esos pocos momentos son claves para el relato: el descubrimiento de la sexualidad cuando, de niña, se atreve a desafiar los mandatos familiares y acepta bañarse con los primos en un alejado río durante un verano o su progresiva entrada en las juventudes democráticas universitarias, desafiando a los resabios falangistas que todavía perviven en un padre terco, obstinado, que nunca abandonó la Guerra Civil, son los momentos más logrados de una novela narrada con parsimonia, que se acerca a los hechos con la tranquilidad que un espectador místico tiene en la contemplación de su epifanía.
Será ese problema del destino, de lo esencial en cada uno, lo que también pondrá en jaque la vida de la protagonista en más de una ocasión: ¿Qué hacer cuando todo parece desbarrancarse? El debate entre el apego o no a lo predestinado se transfiere a los diversos personajes que aparecen en el relato: o se siguen los dictados del tío Cosme, agarrado con uñas y dientes a los vaivenes que fuerzas sobrenaturales disponen sobre los humanos, o se sigue el dictamen paterno de la autosuperación y la búsqueda del negocio perfecto. El desafío de la narradora es claro: hay que buscar otro camino, el de lo íntimo.
Si en toda novela de aprendizaje surge, en algún momento, cierto conocimiento fundamental que determinará la vida adulta del o de la protagonista –y del lector, en eso de pedagógico que la literatura no ha aprendido a abandonar totalmente–; en Cielo nocturno la enseñanza aparece tarde, inoportuna, como casi todo en la vida: corremos siempre con el 50 por ciento de certeza de que no hay manera de escapar a nuestros destinos (infiernos) personales.
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