Dom 26.10.2008
libros

Mirá lo que quedó

Antes de internet y de los reality shows, Guy Debord tuvo la nítida intuición de que toda experiencia tendía fatalmente a convertirse en un espectáculo para ser contemplado. La reedición de La sociedad del espectáculo permite examinar la actualidad de ese diagnóstico y revisar las influencias de un clásico subterráneo, menos leído que citado y reciclado en intervenciones políticas y artísticas, en paredes universitarias y –¡oh! destino fatal– en galerías de arte.

› Por Osvaldo Baigorria


La sociedad del espectáculo
Guy Debord

184 páginas
La marca editora

En 1967, sin haber visto internet, los blogs, los reality, el Truman show, la Matrix y la caída de las Torres Gemelas en pantalla, Guy Debord anunció que toda experiencia vivida se había transformado en espectáculo y que todo lo que antes podía vivirse directamente se alejaba ahora en una representación. Un “clásico secreto”, según señala Christian Ferrer en el prólogo de esta reedición, un yacimiento en el que pueden seguir hallándose vetas subterráneas. Pero también: un libro-rizoma cuya distribución en 221 párrafos-tesis incita a una lectura fragmentaria, descentrada, que puede encontrar en todas partes puntos de fuga y por lo tanto otros puntos de captura: situacionismo fashion, anarco-trosko-situacionismo nacional y popular. Sin crecer como árbol, sin hacer raíz, el libro de Debord tiene la capacidad de brotar y extenderse bajo la superficie de los propios dominios que ha intentado impugnar y destruir.

La société du spectacle fue guía y corolario de la Internacional Situacionista que Debord impulsó entre 1958-72 como extensión y radicalización de la Internacional Letrista y del grupo Cobra, activos en los ’40. La actividad organizativa y los días ocupados en soñar con la revolución quizás opacaron la importancia de la radiografía que hizo Debord de la sociedad capitalista en la segunda mitad del siglo XX. Una sociedad que acumula espectáculos, que encuentra en la vista el sentido humano privilegiado y que coloniza el tiempo libre bajo la pregunta “¿qué hay para ver hoy?”. El espectáculo: un capital en grado tal de acumulación que se transforma en imagen y en afirmación de la vida como simple apariencia. El espectáculo: una relación social entre sujetos alienados, mediatizados a través de imágenes y que contemplan una existencia que ya no les pertenece. Esos sujetos serían “el proletariado”, los trabajadores manuales, intelectuales, a sueldo o en negro que han perdido todo poder sobre el empleo de su vida y que, cuando se enteran, se redefinen como clase y organizan el asalto contra los dueños del circo.

“La humanidad no será feliz hasta que el último burócrata no sea colgado con las tripas del último capitalista.” “No trabajen nunca.” Las consignas situacionistas se hicieron grafitis para el Mayo francés a un año de la publicación del libro de Debord. La sociedad del espectáculo apostó a un poder de consejos obreros que jamás llegó a desarrollarse, mientras su rechazo al modelo leninista de partido bolchevique daba argumentos a grupos seducidos por la idea de minoría activa, de organización agitadora permanente que impulsa la acción sin pretender la dirección. Para Debord, la “representación revolucionaria” de los trabajadores era parte esencial del espectáculo, factor y resultado de la falsificación de la vida: la representación se opone a los sujetos, anula su participación, crea más poder separado y nuevos propietarios en aparatos burocráticos que acaparan las prácticas sociales y monopolizan la capacidad de decisión y gestión. Son como castas reducidas que se apropian del conocimiento, la información, la producción material y simbólica de las mayorías y luego se los ofrecen a los mismos productores como espectáculo a consumir.

Debord llegó a ver la caída del Muro de Berlín y no corrigió ni una coma de su texto original. Luego el tiempo pasó, el espectáculo se extendió y el proletariado se precarizó. Y mientras el horizonte de expectativas revolucionarias se volvía cada vez más estrecho, ciertas iniciativas situacionistas fueron integradas a los mercados del arte y a los escenarios de moda. La más notoria es la noción de détournement: la tergiversación y el desvío de elementos estéticos preexistentes y su composición en una nueva unidad de sentido. Ejemplos ofrecidos por el propio Debord: un título, un recorte de prensa, una frase neutra, un poster, una foto o una consigna producen otros significados si se los inserta en un nuevo contexto. Se modifica un cartel publicitario o una señal de tránsito, se arranca un fragmento de su lugar fijo y predeterminado, se desvía su curso y se subvierte su sentido. Subversión no sería una mala idea para traducir détournement, pero desvío o desviación son más aproximadas, aunque en las reediciones argentinas del libro, desde su primera publicación por De la Flor en 1972, el concepto ha sido traducido como diversión. Es un desliz mínimo, discutible, dentro de una versión que en su conjunto sigue siendo la mejor en contraste con otras españolas. El responsable de ese desvío (¿involuntario?) del sentido de détournement fue Daniel Alegre, quien luego comenzaría a firmar como Fidel Alegre, el primer situacionista argentino que tradujo la obra de Debord. A principios de los ’70, Alegre publicaba textos anónimos y otros firmados por él mismo en la revista Contracultura de Miguel Grimberg y en la revista 2001, con títulos como “Todos somos chanchos burgueses” o “¿Qué es un movimiento revolucionario?”. Alegre insistía en la defensa de su traducción personal, definiendo la diversión como antagónica al espectáculo y superadora de la separación entre juego y vida cotidiana.

Varios street artists de los ’90 son deudores de esas técnicas de desviación que se supone inventó el surrealista belga Marcel Marien, con antecedentes en los collages de Tristan Tzara y en los bigotes a la Mona Lisa de Marcel Duchamp, aunque muchos de quienes las practican en Argentina desconocen su genealogía, según señala Claudia Kozak en Contra la pared: sobre grafitis, pintadas y otras intervenciones urbanas. Las modificaciones de afiches publicitarios del taxista Oscar Brahim, que aparecían sin firma y desviaban el sentido de carteles viales y comerciales en Buenos Aires, pueden sumarse a los trazos y gestos de Ral Veroni, Iconoclasistas, Grupo de Arte Callejero, Internacional Errorista, Etcétera y otros que intervinieron las calles incluso en los ’80, antes de que el détournement fuera integrado a espacios permitidos y más previsibles, como galerías, escenarios, diseños de bandas de rock. Y fue en la difusión del punk donde emergió la más intensa utilización de esa técnica contrapublicitaria al servicio de la publicidad.

En 1976, el ex situacionista y empresario Malcom McLaren, manager de los Sex Pistols, contrató como director artístico a Jamie Reid, un antiguo compañero de cursada en la escuela de arte de Croydon, que producía sus propios afiches, volantes y fanzines a favor de okupas y presos políticos y en contra de la planificación urbana. Durante los actos del Jubileo británico del ’77, la idea de intervenir la foto de la reina Isabel colocándole un alfiler de gancho en los labios fue inspirada, según Reid, en un volante situacionista de mayo del ‘68 que mostraba a una momia con un alfiler de gancho.

Debord murió en 1994, sin llegar a ver del todo al situacionismo convertido en mercancía, el desvío en fashion, la frase insurgente en ropa de diseño, la asamblea en show para las cámaras. Contra el arte conservado, decía Debord, la superación del arte a través de la construcción de situaciones del momento vividas en forma directa, sin almacenar obras como mercancías ni aceptar el dominio de la necesidad de dejar huellas individuales. Y contra el aparato jerárquico, la organización revolucionaria que sabe que no representa al proletariado ni a nadie y que está lista a autodisolverse cuando la revolución se haga realmente efectiva por acción directa de los sujetos: los obreros.

Diríase: qué ingenuidad. Pero unos cuantos compartieron aspiraciones semejantes en el mismo clima de época, aunque sin llegar tan a fondo. Hoy la aspiración se redujo y se va a la guerra por mucho menos. Fuera de contexto, los desvíos situacionistas son puestos al servicio de proyectos políticos basados en el principio de representación. Y quienes podrían heredar aquella capacidad original de impugnación se expresan mediante lenguajes más autoritarios, empobrecidos, reductores de una revolución que nunca llegó a realizarse o permanecer. Mientras que con nuevos medios se profundiza la colonización de la vida por la publicidad, el consumo, el infoentretenimiento, la relectura de La sociedad del espectáculo podría incitar a la comparación entre aquel cuestionamiento radical a todos los aspectos de la existencia y la fácil inserción de sus herederos o epígonos en el extremo izquierdo del escenario. Creo que estos salen perdiendo en la sucesión. En cambio, si mediante algún cut-up o desvío se expurga del libro esa apuesta ingenua por la revolución de un proletariado que ya ha cambiado de volumen y de composición, aún quedará intacta la crítica de Debord a la totalidad del espectáculo. A la vida que hoy la mayoría vive o, mejor dicho, contempla.

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