Con El amante imperfecto, Carlos Chernov ganó el Premio Norma y demuestra, de paso, que sabe contenerse a la hora de conectar el psicoanálisis con la literatura.
› Por Juan Pablo Bertazza
El amante imperfecto
Carlos Chernov
Norma
229 páginas
Seamos sinceros: por más abiertos y expansivos que nos consideremos, el hecho de que un escritor sea también psiquiatra y psicoanalista genera, si no desconfianza, al menos una disposición especial. Hace como un ruidito. Mucho más aún si el anfibio en cuestión obtuvo dos importantes premios, como es el caso de Carlos Chernov, quien en 1993 ganó el Premio Planeta con Anatomía humana, y ahora el de Norma con El amante imperfecto. Los contraargumentos –son dos disciplinas distintas que no tienen por qué mezclarse– y contraejemplos –Luis Gusmán y Tato Pavlovsky son dos grandes escritores– no resultan suficientes para aplacar el rictus de suspicacia.
Todo esto puede deberse a que, pese a sus indiscutibles y múltiples diferencias, el psicoanálisis y la literatura no dejan de tener varios puntos de contacto. No sólo porque, en cierta forma, cada paciente desarrolla un relato sino también porque la teoría psicoanalítica supo siempre sostenerse en el bastón literario –basten los ejemplos de Freud y Lacan como excelentes lectores–. Es más, se podría decir incluso que una de las razones por las que el psicoanálisis crea tanto fascinación como rechazo es su fuerte raigambre literaria.
Simplificando un poco podemos decir que hay dos maneras básicas de que un psicoanalista lleve parte de su experiencia a la literatura: de manera directa –esto es, haciendo abuso de una especie de infatigable dedo índice que se complace en señalar casos– y de manera velada, es decir, logrando que esas características psicoanalíticas participen a un nivel para nada epidérmico. Carlos Chernov tuvo en El amante imperfecto el talento y la destreza necesarios para ubicarse, sin lugar a dudas, en el segundo grupo. Es decir, para crear en lugar de diagnosticar.
Pese a que abundan en esta novela distintos tics psicoanalíticos, como objetos fetiches, rituales obsesivo-compulsivos y sueños frondosos, casi todos esos rasgos están más sugeridos que teorizados y, lejos de entorpecer la narración, le ofrecen un cambio de velocidad extra.
Guillermo está obsesionado con Helenita –el diminutivo aplicado a un nombre que generó nada menos que la guerra de Troya es casi un hallazgo–, una compañera de escuela dos años menor a la que nunca pudo olvidar pese a (o, tal vez, por) no haberla poseído sexualmente. Toda la novela se transforma así en la serie de trabajos que este joven se propone afrontar para, al fin, conquistarla. Con el interesantísimo agravante de que si en toda acción clásica suele haber un antagonista y un ayudante, para Guillermo todo el universo parece oponerse a la consumación de su deseo: un rival masculino con aires de cavernícola, la propia Helenita con su desprecio, su madre que lo asfixia no sólo emocionalmente sino también con sospechosos abrazos, pero incluso el mismo Guillermo enceguecido por su obsesión y hasta su mismo pene que se debate, ante su amada, entre la impotencia a secas y el priapismo.
Es así que el humor, la bizarreada (un urólogo cuenta que a un hombre le sale el útero de su mujer recién fallecida y se deja embarazar para resucitarla) y esos rasgos psicoanalíticos que podían despertarnos al principio cierta sospecha se adelgazan para hacer también lugar a una gran habilidad narrativa y, sobre todo, a un placentero oleaje poético, como el del rayo solar verde que todo enamorado debe ver.
Carlos Chernov armó con este libro una denuncia que es, al mismo tiempo, un homenaje: la palabra amor es una palabra demasiado equívoca y bastardeada que suele incluir cosas que tienen, en rigor, muy poco que ver con él, y sin embargo eso mismo parece constituir su inagotable encanto.
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