Dom 02.11.2008
libros

Que no decaiga, Paul

Hubo un momento en que Paul Auster cambió. Sus libros, aun manteniendo su nivel literario, empezaron a repetirse, a mostrar fatiga. Y, a pesar de todo, algunos fieles seguidores no pierden las esperanzas. Su última novela promete con unos Estados Unidos sumidos en la guerra civil, pero el desencanto acecha en varias de sus páginas.

› Por Gabriel Lerman


Un hombre en la oscuridad
Paul Auster

Anagrama
207 páginas

A mediados de los ’90, Paul Auster había alcanzado un espacio de reconocimiento francamente auspicioso: el público y la crítica acompañaban una obra que conseguía contar historias del declive del hombre moderno, de las fracturas que aquellos años suponían en las mentalidades, en la familia y la política. La soledad se fundía con el azar, aún había enigmas por resolver, casi siempre simples, pero no por eso menos trascendentes. Siempre bajo el hechizo de un relato encantado, la pericia del novelista dominaba con una solvencia seductora y envolvente las herramientas del escritor decimonónico, y la economía de recursos de la gran narrativa americana. El tema del padre se erguía de forma excluyente en la escritura austeriana. Era quizá más importante develar tal o cual nudo en la biografía paterna que cambiar el mundo, algo que de a poco todos comprobaban, sólo que Auster no lo volvía un episodio menor sino, por el contrario, algo extraordinario. Por ahí se decía que reunía a Beckett con Faulkner, a Kafka con Hawthorne. Lo europeo y lo americano de la Costa Este en su justa medida, algo en lo que en cine había aspirado Woody Allen. A todo, Auster le aplicaba una dosis de humor y frío lo suficientemente dosificados para que nada fuera falsamente exagerado, pero al mismo tiempo no cediera en su espesura. Y la variedad de sus narraciones incluso ofrecía registros bien consolidados como la autobiografía de La invención de la soledad, la novela psicológica y policial en Trilogía de New York, con las estremecedoras La habitación cerrada, Ciudad de cristal y Fantasmas. Con la oscura La música del azar, la desoladora El país de las últimas cosas y las dos grandes novelas de fin de siglo que fueron Leviatán y El palacio de la luna, pudo conformarse un corpus inquietante. En algún momento, Paul Auster se mudó al cine y parecía no tener techo. Como guionista, Smoke dio en el clavo y prácticamente alcanzó la categoría de celebridad. Auster tenía ya mucha onda, era profundo y cool a la vez, y posaba junto a Lou Reed, Tom Waits, Jim Jarmusch y otros. Blue in the Face resultó un juego, en el que lo tentó la moviola, por el reemplazo de emergencia de Wayne Wane. Después hubo otra película íntegramente propia y después...

Hay un antes y un después en la obra de Paul Auster desde entonces. Como una etapa distinta, más imbricada con las acechanzas de la masividad, los públicos masivos, la consumación de la figura pública, las máscaras y la caricatura de sí mismo. A partir de entonces, Auster continuó haciendo de Auster implacablemente, a veces con aciertos y otras con abundantes repeticiones. En el mejor de los casos, lejos de la sorpresa podía ser un gran placer reencontrarse con los grandes éxitos, pero nada inquietaba ni deslumbraba. Como algunos cantautores que se interpretan a sí mismos, Auster subía al escenario y al primer acorde sonaba Auster.

Hasta esta última novela que ha publicado este año, Un hombre en la oscuridad, ha hecho lo mismo. Acudimos al libro con la inocencia y las ganas de la primera vez, llega a nuestras manos porque los amigos nos saben seguidores del cantautor, casi miembros vitalicios del club, y abrimos la primera página. El acorde suena, sí, afinado y resuelto, y nos emocionamos. Queremos más. Es él que ha venido a Buenos Aires o es su libro el que nos lo trae. Esta vez, la decepción se manifiesta aproximadamente a la mitad del libro. Hay un momento en que el planteo, nada que te rompa la cabeza, declina, literalmente se pincha. Un hombre, August Brill, viejo crítico literario que vive junto a su hija y su nieta, sufre de insomnio y se imagina historias. De pronto se imagina una que de tan frondosa pareciera independizarse y, como en una cinta de Moebius, la novela de la novela –gran procedimiento del viejo Paul– comienza a expandirse hasta corroer los cimientos de la otra. En particular, vale la pena destacar que introduce una interesante promesa, ya que se trata de EE.UU. sumido en una guerra civil, donde no están Bush, ni Irak, pero transcurre en la actualidad, donde las penurias y los apremios acechan a sus fantasmales y desangelados habitantes. Pero lo que podría crujir en un texto embebido de alegorías, vasos comunicantes, troncos y raíces, pronto comienza a desfallecer. Es difícil, por ejemplo, leer esta novela después de haber leído La conjura contra América de Philip Roth.

Hubo un tiempo en que de sólo ver esos ejemplares de cartulina amarilla con las iniciales del hombre de Park Slope se aceleraba el corazón. De todos modos, porque la vida es una, siempre nos queda la secreta esperanza de que, como con un viejo amigo, la próxima vez será mejor.

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