› Por Nicolas G. Recoaro, desde Asuncion
El tereré ayuda a que el insufrible calor de la tarde asunceña sea más llevadero. En la plaza Uruguay, centro neurálgico del mercado literario paraguayo, varios libreros pasan de mano en mano la infusión milagrosa. “Mucho calor, chera’a (compañero). No le voy a mentir, deben pasar los 34 grados y apenas se aguanta. Pero ya no nos mienten como en la época de Stroessner, cuando se prohibía decir que hacía más de 30. Usted sabe cómo era el dictador. Quería dominarnos hasta en lo psicológico. Fíjese en los libros, cualquier duda me consulta, chera’a”, explica el vendedor mientras recarga su termo con hielo y otras yerbas.
En la mesa de la librería se agolpan obras de Elvio Romero, Gabriel Casaccia, Josefina Plá, Rafael Barret, Rubén Bareiro Saguier, Reneé Ferrer, Joaquín Morales, Jorge Canese y Domingo Aguilera. Obras y autores prácticamente desconocidos por fuera de las fronteras de esta “isla rodeada de tierra”, como alguna vez la bautizó Augusto Roa Bastos, el escritor supremo del país guaraní.
Es que en el mapa de la literatura latinoamericana las letras paraguayas ocupan un lugar incierto, un sitio imaginario cercano al vacío. Una incógnita cargada de estigmas y estereotipos (“el pozo cultural”, “la isla periférica” y hasta “el país misterioso, lleno de naranjas y dictadores y bellos habitantes que hablan guaraní”) que sugieren aislamiento y marginalidad dentro del campo cultural latinoamericano. Sin embargo, y pese a los mañosos esfuerzos de la senil esfera ligada a la elite tradicional, la literatura paraguaya muestra que late al calor de los nuevos tiempos que vive el país. Un Paraguay no tan misterioso y gobernado por un cura tercermundista, con más soja transgénica que naranjas, más mafiosos ligados al Partido Colorado que dictadores, y con una población variopinta que espera la reforma agraria y que hace del trauma de la diglosia terreno fértil para el jopará (lengua híbrida que nace de la mezcla del guaraní con el castellano). Al final, el pozo no estaba tan vacío.
“Hay varios factores que influyeron para que no se conociera la literatura paraguaya más allá de nuestra fronteras. Y no sólo lo podría reducir a nuestra mediterraneidad o la corpulencia cultural de nuestros vecinos. Pero es importante resaltar que la literatura paraguaya ha tenido un nacimiento problemático y tardío. Sea por nuestro comienzo independiente, el aislacionismo de los gobiernos de Francia y de los López, la “Guerra del Setenta” y el volver a nacer después de la derrota. Y por supuesto, el cerrojo cultural que impuso la dictadura de Alfredo Stroessner y su larga noche de treinta años. Fueron factores que entorpecieron y que no ayudaron a saltar fronteras”, explica Blas Brítez, periodista del suplemento Correo Semanal, del diario Ultima Hora. Pero a pesar de las condiciones adversas: censura, exilios forzados, penurias económicas y la indiferencia a la que estuvieron condenadas, las letras paraguayas siguen dando pelea. “Y aunque nadie le tome el pulso, nuestra literatura goza de una increíble vitalidad. Está latiendo cada vez más fuerte”, cierra Brítez, mientras caminamos frente a la histórica estación de ferrocarril de Asunción. Esa misma que fue fundada en los fogosos años del mariscal Solano López, antes de que la “Guerra de la Triple, perdón, Cuádruple Alianza” (¿cómo olvidarnos de Inglaterra y sus libras que financiaron la campaña?) dejara al Paraguay hecho cenizas.
“El pueblo paraguayo tiene una relación de agua y aceite con el libro, y ésa es una herencia directa de la opresión de la dictadura”, reflexiona el escritor Miguelángel Meza. “Por varias décadas, el que tenía un libro en la mano, o era comunista o era evangelista. Acá había un solo camino posible: ser católico y colorado. El libro era enemigo de ese camino y el que leía era peligroso.” En la década del ’70, Meza, junto a los poetas Amanda Pedrozo, Lisandro Cardozo y Moncho Azuaga, formó parte del taller “Manuel Ortiz Guerrero”, un proyecto de jóvenes escritores que unieron sus plumas contra la opresión del régimen. “Eran épocas peligrosas, con la policía vigilando las lecturas de poesía y controlando lo que se escribía. El nefasto slogan de la dictadura: los libros muerden, dejó un legado muy pesado en este país.”
A casi 20 años de la caída de Stroessner, los flacos bolsillos del pueblo y el grueso índice de analfabetismo son la herencia más cercana de una democracia colorada que siguió censurando, oprimiendo y alejando a buena parte de los paraguayos de los libros. “Comprar un libro es un lujo, comprar el diario es un lujo, hasta comer es un lujo para la mayoría de los paraguayos”, explica el escritor José Pérez Reyes.
A ese guiso amargo de penurias, el exuberante bilingüismo del país le agrega un condimento especial a la relación con la cultura letrada. Es que la tradición oral del guaraní –junto a la de otros veinte dialectos que habitan el país– es el vehículo de comunicación nacional y popular. Esa lengua prohibida, asesinada y silenciada desde el nacimiento del Paraguay, se ha transformado en la lengua de la sociedad entera. El lenguaje de los oprimidos que germina hasta en las voces de sus opresores. “Acá se intentó argentinizar y se prohibió hablar guaraní después de la caída de Solano López. Un proyecto disparatado que fracasó. Y pese a que en los últimos años hubo toda una institucionalización y academización, el guaraní sigue siendo la lengua baja, de la calle y del campo. Una lengua que rompe todos los purismos académicos y que cuando llega al libro pierde mucha vida. Para mí el Paraguay real está en la mezcla, y mientras no seamos capaces de enunciarnos como pueblo guaraní, es muy difícil hacer todo el resto”, explica el poeta y editor Cristino Bogado, mientras un mar de vendedoras nos ofrecen sandalias franciscanas –“las que usa el presidente Lugo”, dice orgullosa una de las mujeres–, en uno de los tantos callejones del barroco Mercado 4. Es que con la llegada del ex obispo Fernando Lugo a la presidencia, luego de más de 61 eternos años colorados en el poder, las reivindicaciones populares –y no sólo en lo que hace al vestir– parecen comenzar a tomar otro color, aunque a veces todavía destiñan en tonalidad rojo rancio.
En general, se considera que la literatura paraguaya se inicia a principios de siglo XX con las obras de un grupo de intelectuales que irrumpen en los años de la reconstrucción nacional. “Estos escritores, nacidos casi todos durante, poco antes o poco después de la Guerra del Setenta, en su mayoría prolíficos ensayistas y poetas, integran la llamada ‘generación del 900’, y a través de su quehacer literario se proponen la reconstrucción espiritual del país, reafirmando los valores nacionales y reivindicando ciertos aspectos del pasado histórico paraguayo”, explica la crítica literaria Teresa Méndez Faith. Poseídos por el ethos nacionalista y la influencia krausista, la “generación del 900” trazó las bases para la larga y penosa reconstrucción nacional, basándose en la edificación de un costumbrismo cargado de mitos guaraníes mansos y tradiciones patricias sin conflicto. Hasta bien entrado el siglo XX, el ensayo histórico y la narrativa se empaparon de ese tardío romanticismo que resaltaba el pasado heroico y los valores espirituales del pueblo. El discurso de la raza guaraní y del mestizaje armónico se transformó en el hilo conductor de la reflexión sobre la identidad nacional, adquiriendo un carácter claramente político e ideológico.
Paralelamente, la influencia de poetas y escritores “arribeños”, principalmente venidos del Viejo Continente, marcaron un antes y un después en las letras del país. “El aporte de los escritores arribeños ha sido todo un síntoma de nuestra literatura. Creo que desde un principio los paraguayos hemos tenido dificultades para decirnos cosas a nosotros mismos. Nos dijeron otros, nos llamaron otros. Los libros que se escribieron sobre el Paraguay vinieron de suizos, franceses y españoles”, explica Pérez Reyes, mientras compartimos una generosa porción de sopa paraguaya en el centro de Asunción. El caso paradigmático de arribeño es el del dandy libertario Rafael Barret. Llegado al Paraguay a finales de 1904 para cubrir las sangrientas revoluciones liberales que azotaban el país, Barret inició su labor de analista de realidades en periódicos locales, desde donde denunciaba las injusticias sociales, la desesperación y el sufrimiento campesino y plebeyo. “Barret nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos, nos introdujo vertiginosamente en la luz rasante y al mismo tiempo nebulosa, casi fantasmagórica de la realidad que delira, de sus mitos y contramitos históricos, sociales y culturales”, explicó alguna vez Roa Bastos. Su pirotécnica prosa cargada de ironía e ideales anarquistas le valió la enemistad con los intelectuales comprometidos con el poder de turno. Con El dolor paraguayo (1909), Lo que son los yerbales (1910) y una prolongada saga de crónicas y cuentos, la piedra angular de la literatura paraguaya del futuro comenzaba a cobrar forma. Varias décadas después, el aporte arribeño se renueva con la prolífica labor cultural de Josefina Plá, una española de aires renacentistas –fue periodista, escritora, docente, ceramista– que llevó adelante una intensa y lúcida tarea cultural en tierras paraguayas. Con una descomunal obra conformada por más de cuarenta títulos en poesía, narrativa, teatro, ensayo y crítica literaria, Plá llegó a construir un verdadero espacio renovador y crítico dentro del vacío represivo y costumbrista impuesto por la dictadura de Stroessner.
“Creo que el aporte de los arribeños fue fundamental, pero también hay que reconocer que el paraguayo siempre estuvo muy acostumbrado a mirarse en espejos ajenos. Quizás hoy estamos dándonos cuenta de que también podemos construir nuestro propio espejo. Un espejo que muchas veces parece sucio, roto o manchado. Un espejo que de algún modo muestra una imagen medio borrosa y difusa, pero una imagen que construimos nosotros mismos”, comenta Pérez Reyes mientras me sugiere que apure el cocido que acompaña la merienda. El viento que sopla desde la bahía Asunción ya borró de un plumazo los innombrables treinta y pico grados de calor.
Luego de la Guerra del Chaco (1932-1935), la sangrienta Revolución del año ’47 y la irrupción de la dictadura stronista, emigrar y partir al exilio fueron montando el doloroso modus vivendi que debieron asumir muchos escritores paraguayos. “Hacen bien en abandonar este jardín desolado, en dejar que se coman el Paraguay los yuyos, las víboras, los políticos. Hacen muy bien en irse a donde la tierra sea más dura y los hombres menos crueles, a donde no haya que luchar sino contra los caprichos del cielo y la aspereza de los campos, a donde tengan la esperanza de que brote y se levante al sol lo que siembren... ¡Hacen bien...! Cuantos más emigren, mejor. El derecho supremo es vivir, y cuando no se puede vivir en un sitio, el deber supremo es irse a vivir a otra parte”, recomendaba con aire profético Barret en 1910. Cuatro décadas después, los arrestos arbitrarios, la persecución ideológica y la represión política llevaron al exilio a casi un millón de paraguayos, entre ellos, a muchos trabajadores de las letras. Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, Hérib Campos Cervera, Rubén Bareiro Saguier y Rodrigo Díaz Pérez fueron algunos de los escritores exiliados que enriquecieron las letras paraguayas sin la aterradora picana dictatorial como banda de sonido.
“No era juguete escribir en la época de Stroessner. Te quedaban la autocensura o el exilio como posibilidades. Creo que la obra de Casaccia, fundamentalmente a partir de su novela La babosa, es la que marca el camino para romper el pensamiento único impuesto desde el poder”, reflexiona el poeta Douglas Diegues. Desde su exilio argentino, Gabriel Casaccia funda el sentido crítico y la modernidad de las letras paraguayas. Si el arribeño Barret había sido el padre de la literatura nacional, con su libro La babosa (1952), Casaccia funda la novelística moderna del Paraguay. La babosa echa por tierra la representación pintoresca y folclórica del interior paraguayo, y pinta un fresco de aires sartreanos que demuele los falsos mitos fundadores del país guaraní. Condenando el atraso, el chisme, la violencia, el machismo y la frustración nacional, la novela, ambientada en Areguá –un pueblo de veraneo a las orillas del legendario lago Ypacaraí– construye un microcosmos del Paraguay, un ambiente que Casaccia desmenuza para criticar la fibra moral de todo el país. “Desde La babosa hasta Los exiliados (1967), pasando por La llaga (1964), noto que, sin quererlo, sin buscarlo ex profeso, he tratado de indagar cuál es la realidad de mi país; esa realidad profunda y auténtica, que subyace bajo lo superficial, anecdótico y cotidiano. Pero no inquiero lo genuino del ser paraguayo sirviéndome del costumbrismo o de su folclore, sino a través de sus conflictos y problemas sociales y humanos”, explicó Casaccia cuando lo consultaron sobre la esencia de su obra. Exiliado primero en Misiones y luego en Buenos Aires, Casaccia batalló toda su vida para denunciar la amarga realidad de los años de plomo. Cuentan que gran parte de su extensa obra se ambienta en su eterno Areguá –”desde hace tiempo” en guaraní–. “En mis novelas la parte personal es Areguá. Uso mis relatos para volver espiritualmente a ese lugar donde viví las tristezas y gocé las alegrías de mi infancia y adolescencia, y donde dejé tantos recuerdos al crecer. Más pasa el tiempo y más tengo la sensación de que la única vez que fui de verdad yo fue en aquellos años. Y puede ser que ahora esté buscando su leve e imperceptible roce cada vez que me refugio en ese pueblo con la imaginación. Pero todo eso está ya tan lejos, que hay momentos que me parece que Areguá es un pueblo que lo sueño, y que no existe, sino en mis libros. Tal vez dentro de algunos años no sea más que eso: un pueblo imaginado.”
La dictadura de Stroessner cayó en 1989. Demasiado tarde. Casaccia nunca pudo volver a su Areguá. Murió en el ajeno Buenos Aires en 1980.
Más allá de la escasa difusión internacional, el irrisorio apoyo estatal y las dificultades para publicar, la nueva camada de escritores y poetas paraguayos de la era post Roa ya salieron a la cancha hace rato. Es que, después de la caída de la dictadura, la apertura democrática y un relativo boom editorial de la década del noventa, un buen número de escritores ha puesto en marcha un proceso de actualización y búsqueda en las letras del país. “Hay toda una nueva generación de narradores y poetas que se sienten libres del mandato de los padres de la literatura paraguaya. Recuperan cierta herencia vanguardista under de los ’70 y ’80, y se sienten mucho más libres para tratar otros temas y explorar las lenguas que conviven en el Paraguay”, explica el poeta y editor brasiguayo Douglas Diegues, principal impulsor del uso del portuñol salvaje –una lengua que mezcla el guaraní, el callejero jopará, el castellano y el portugués– y creador de la laboriosa editorial cartonera Yiyi Jambo, hermana guaraní de la porteña Eloísa Cartonera.
El poeta Jorge Canese –uno de los autores más comprometidos con esa búsqueda vanguardista y experimental– habla de escritores de las tres fronteras, donde el cruce y el contrabando de lenguas borran los límites nacionales. “Como que muchos escritores paraguayos tienen un terror bárbaro de que se ponga en evidencia que la mayoría de los paraguayos hablamos así, con esa mezcla”, advierte Cristino Bogado, poeta y narrador que lleva adelante la editorial alternativa Jakembó. “El tema de la diglosia: no hablamos bien el castellano, no hablamos bien el guaraní, entonces mezclémoslo”, dice Bogado mientras los tererés y las cervezas compartidas en una hamaca paraguaya estiran la noche asunceña.
Carlos Bazzano, Fredy Casco, Edgar Pou, Julio Benegas, Montserrat Alvarez, Lourdes Talavera, Lía Colombino, Domingo Aguilera, José Pérez Reyes y Javier Viveros son algunos de los narradores y poetas que refrescan el panorama contemporáneo. Libros que abordan la desestructuración social del mundo rural; tramas que bailan el ritmo cumbiantero y cachaquero de los barrios populares; voces olvidadas que afloran desde el interior indígena y campesino; historias que bucean el pesado under capitalino.
La proliferación de voces, editoriales independientes y ferias del libro en todo el país es un síntoma que habla de la vitalidad que viven las letras paraguayas. Después de seis décadas parece que las cosas empezaron a cambiar con la caída del tótem Colorado. Si hasta sorprende que Fernando Lugo haya citado a Barret, a Roa Bastos y al poeta Elvio Romero en su discurso de asunción. “Espero que los haya leído en serio –reflexiona Bogado–, le pueden dar una buena mano.”
“Aquí nadie me apura. Leo casi todo el día. De noche duermo tranquilo y por las tardes hago unas largas siestas, que es uno de mis grandes placeres. No sé quién me dijo una vez que me gusta esta clase de vida porque soy perezoso, y que Areguá alienta mi pereza. Tal vez. Pero podía ser lo contrario. Que parezca perezoso porque vivo sin prisa. A menudo se toman las virtudes por vicio.”
Gabriel Casaccia. La babosa (Editorial Losada, 1960).
“La abuela no sabía cómo explicarles, pues ni Raúl ni Reinaldo habían visto una locomotora o vagones. Fue entonces que ella se percató también de que no había ejemplo posible. ¿Cómo haría ver a su nieto un cerro casi desaparecido y cómo comparárselo a un tren si tampoco eso estaba a la vista? Hacía años que el tren no circulaba. Luisa no podía aún contarles que el país estaba peor que después de la guerra y que las autoridades encargadas fueron los peores enemigos del pueblo. Las postales mal tomadas, las carreras desviadas y las metas nunca alcanzadas, resumen el estado de las cosas aquí. Era una larga plegaria inconclusa antes de decir amén.”
José Pérez Reyes. “El cerro y el tren” en Clonsonante (Arandura Editorial, 2007).
“Dicen que cierto día Perurimá fue llegando a una casa en busca de trabajo. Conversó con el dueño quien le dijo: ‘Quiero que me haga un araje, en la parte del arroyo para allá, en esa limpiada. Pero lo que no quiero es trabajo torcido. Quiero que lo haga bien derecho’.
Dicen que Perurimá fue arando bien derecho y sin ninguna curva, y que a los tres meses recién se le pudo dar alcance, allá por el medio de Brasil. Hizo un solo surco.”
Miguelángel Meza. “De cuando estuvo arando” en Perurimá rapykuere.
Los increíbles casos de Perurimá (Fondec, 1985).
“Que las lágrimas del limón bañen el cuerpo, / la tristeza seca y peluda del cuerpo; que planten en su territorio / escondidos oasis llenos de una amargura íntima y sagrada; / que incendien con un fuego reptante los panales / donde se acumula el dolor; que su música tórpida y picante / ruede polvo y carne abajo como una aurora / que, más que iluminar, cortará; que su Apocalipsis cítrico / haga palidecer, o retraerse hasta una pleitesía amarilla / a la serpiente encendida que lo agita.”
Cristino Bogado. “Constitución poética II” en La copa de Satana (Ediciones de la Ura, 2002).
“Hakú la yvy. El que no juntó miguitas en verano, que se vea con su guitarra y sus ruidos intestinales en invierno. Imperio por imperio me quedaré siempre con los romanos. Con abuso, con exceso de mando. Prefiero enemigos de frente. Después del quinto nivel el caos y la arbitrariedad van cobrando cada vez más forma. O menos. Ipahaitérupi: la verdad intoxicada a los más pintados. Explotó el indio. Le faltó poco pero no llegó al cielo. No estamos criticando. Civilizarse ya era de por sí arduo. Descivilizarse costará mucho más.”
Jorge Canese. “Veneno para enanos” en Xamán Xapucero (Yiyi Jambo 2008).
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