Dom 22.02.2009
libros

EN FOCO

Las máscaras de la conquista

El segundo descubrimiento, de Beatriz Pastor, es un riguroso ensayo académico dirigido a cuestionar los discursos de la conquista y en particular la figura de Cristóbal Colón. En este sentido, su tesis confronta con la visión de Todorov en La conquista de América, un clásico de reciente reedición.

› Por Patricio Lennard

El segundo descubrimiento
Beatriz Pastor

Edhasa
573 páginas

La conquista de América
Tzvetan Todorov

Siglo XXI
319 páginas

Una mujer maya muere devorada por los perros. Ya su marido, acaso para conjurar el peligro de sucumbir en la guerra, la previene: aun muerto, ella debe seguir perteneciéndole. La mujer asiente y se despiden. Cuando llega el conquistador español, ella ya no es más que el lugar donde se enfrentan las voluntades y deseos de dos hombres. No la violan, pero ¿acaso lo intentan? La mujer elige obedecer el designio de su esposo y las reglas de su sociedad, aunque eso ya no importe. Quizá grita demasiado. Quizá intenta explicarles que su marido la obligó a hacerle una promesa antes de irse; que incluso antes de que ellos irrumpieran en su choza ya no era una mujer libre. Pero ella es una india y ese día el conquistador quiere terminar su trabajo lo más rápido posible. Qué mejor, entonces, que tirársela a los perros y matarles así el hambre, dos pájaros de un tiro.

A la memoria de esta ignota mujer Tzvetan Todorov dedica La conquista de América, un libro que fue publicado originalmente en 1982 y que es uno de los más hermosos que se han escrito sobre el tema. Allí, el autor dice jugar el papel no tanto de un historiador como el de un moralista. Y eso se debe no sólo a la decorosa exposición que hace de los despojos sangrientos que en estas tierras dejó la colonización europea (“el mayor genocidio de la historia humana”, sentencia Todorov, indicando estudios demográficos que estiman que, en el término de poco más de un siglo, la población nativa se vio diezmada en un 90 por ciento, lo que equivale a 70 millones de muertos aproximadamente), sino también a cómo la conquista es para él una excusa para replantear desde la actualidad el problema del otro. Pero la pregunta por cómo interrogar y entender la alteridad –un lugar común en los estudios sobre el descubrimiento de América, al tiempo que el problema filosófico que a Todorov más le quita el sueño– se mezcla en este libro con una mirada bastante indulgente sobre el desempeño de los conquistadores propiamente dichos. De ahí que Cristóbal Colón –de quien Todorov admira con justicia su arrojo y valentía, ya que si bien Vasco da Gama y Magallanes protagonizaron viajes más difíciles, fue el almirante genovés el primero que tuvo las agallas de asomarse y comprobar que al final del océano no se hallaba el abismo– es presentado como alguien cuya prioridad no era hacerse del oro y embaucar con espejitos de colores a los indígenas sino contribuir a la expansión del cristianismo.

Que Todorov ponga tan en primer plano la profunda religiosidad de Colón –quien sí era capaz de ver la intervención divina en todas partes, tal como lo demuestran sus Diarios– para justificar que “las riquezas le interesaban menos que la empresa de descubrimiento”, y creer que el lugar preponderante que la búsqueda de oro ocupa en sus escritos se entiende, sobre todo, por el hecho de que era necesario mantener tranquilos y contentos a los reyes para que siguieran con la provisión de fondos, se contradice con otras interpretaciones que insisten en presentar a Colón como un ser codicioso, como un mero oportunista. Así lo piensa la hispanista Beatriz Pastor, autora de El segundo descubrimiento. La Conquista de América narrada por sus coetáneos (1492-1589), en cuyas páginas pretende convencernos de que si algo había redondo para el célebre almirante no era tanto la Tierra sino el negocio que tenía entre manos. “Haber impedido la cristianización de indígenas para poder venderlos como esclavos pone en duda incluso su supuesta convicción religiosa”, dispara Julio Ortega desde el prólogo del libro, adhiriendo a la tesis que Pastor desarrolla de manera morosa, esquemática y a medias convincente: que los mecanismos de deformación de la realidad que operan en los escritos de Colón no se deben tanto a una pretendida vocación literaria o a la influencia innegable de los Viajes de Marco Polo (como Todorov cree) sino a una ideología mercantil que falsea y distorsiona la realidad americana para engalanarla de exotismo y vendérsela al mejor postor.

¿A quién creerle? Lo contrapuesto de las opiniones es innegable. Aunque sí sabemos que Colón no mentía cuando decía estar buscando el Paraíso Terrenal cerca de la línea del Ecuador y que tanto él como Hernán Cortés, como muchos de los que vinieron luego, se enfrentaron con hallazgos que no estaban a la altura de lo que esperaban; con una realidad prosaica que no daba la medida de los sueños que los habían empujado a la aventura. En este sentido, lo que hace más atractivo al libro de Todorov es su afán por entender y dar cuenta de esa inadecuación desde cierta fascinación estética. Que él nos cuente que Colón no sólo creía en Dios sino también en la existencia de cíclopes y sirenas, y que en lugar de asumir que no había podido divisarlas corrigiera un prejuicio por otro diciendo que las sirenas no eran tan hermosas como se supone, es tan relevante desde la sensibilidad de quien escribe como señalar que Colón nunca se propone comprender a los otros y que, si habla de los hombres que ve, es porque, después de todo, “ellos también forman parte del paisaje”.

Son los mitos detrás del mito de Colón lo que subyuga a Todorov y lo que Pastor se empecina en denunciar usando la palabra “mitificador” decenas de veces. Y allí donde una es rigurosa, académicamente rigurosa, expositivamente rigurosa, el otro es acaso más romántico. Que Beatriz Pastor no cite en su bibliografía el libro de Todorov es tal vez coherente con las discrepancias que sostienen los dos libros, pero tal vez tenga que ver también con no querer admitir que los mitos, en ocasiones, le hacen bien a la historia.

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