Una colección de cuentos librados de las convenciones del género.
› Por Fernando Krapp
La sombra del animal
Vanesa Guerra
Bajo la Luna
94 páginas
A veces, mientras se está leyendo, uno se pregunta qué motiva a un escritor a escribir. No es una pregunta demasiado original para hacer, sin embargo, uno también calcula que hasta los mismos escritores se la hacen a sí mismo por momentos, a pesar de que cuando se la formulan suelen responder con un desinteresado y simple porque sí. Vanesa Guerra en su segundo libro de relatos, La sombra del animal, parece encarar de lleno esa pregunta, sin formularla de manera explícita, que se desprenden ya desde el título mismo y el mosaico de citas que encabezan el libro como una especie de juego extraño: tres citas, una para cada página, que no hacen más que demorar el encuentro entre el lector y los textos. Es más: llama la atención que dos de las citas pertenezcan a un mismo libro (el Spinoza de Gilles Deleuze) y que aun así cada una de las citas demande una página aparte; como si a la escritora le gustara tanto una frase que tuvo que anotarla a último momento. Y es que en ese desplazamiento y en esa dilación se encuentra medio oculta, medio en clave, la forma que propone la autora para entrar en cada uno de sus relatos.
Leídos de un tirón, los once relatos no dan la idea de una unidad formal cerrada, todo lo contrario: buscan evadirse de las convenciones harto conocidas que rigen, como base, al cuento clásico. Si parafraseamos la segunda cita de Deleuze que da comienzo al libro, podríamos concebir los textos de Guerra como efectos de escritura separados de sus propias causas, de cierta sustancia realista que sostiene a cualquier relato, aunque no distanciados del acto mismo de escribir. Así, poco importa la naturaleza de la relación entre las dos mujeres del primer cuento, sino más bien la proyección psicosomática que hace Guerra desde su escritura. Los hechos cotidianos (como el recuerdo de un número, la anécdota de una compra de marihuana poco afortunada a un dealer rasta o la mirada de una mujer que sigue a una nena en la calle) sirven como disparadores para que la prosa poética de Guerra devenga en aliteraciones, asociaciones, saltos de párrafo y disrupciones temporales, en fin, para que los textos se construyan como texturas donde la voz poética avanza y se impone por sobre lo que se relata, mientras busca ese difícil contorno de las cosas y no su sentido dramático, es decir, no a los animales iluminados en plena batalla, sino la proyección difusa de sus sombras sobre el blanco del papel. Porque como bien señala Guerra “cuando la vida se detiene frente a un problema, la magnitud del problema es indistinta. La magnitud es proporcional al impacto y a la desesperanza del instante”.
Con un oído bastante diestro para los modismos del habla, la voz que atraviesa La sombra del animal es diversa y conjuga pasado, presente y futuro en un mismo tiempo suspendido, pero que fluye sin límites desde la interioridad de los personajes. En este, y en más de un sentido, puede emparentarse la poética de Guerra con el primer Luis Gusman. Sobre todo por el hecho de concebir la escritura en estado puro, sin cláusulas predeterminadas (pero inventando las propias), que siempre termina viajando sin escalas al pasado, a la infancia, a ese estado aparentemente puro e ilusorio, donde las clasificaciones se derriten al calor del olvido y el escritor trata de evocar, a partir de su propia impotencia e imposibilidad, escribiendo desde “aquel lugar donde la lengua no sabe soltarse”. Pero a pesar de que la lengua no sepa soltarse, y (parafraseando ahora la tercera cita que hace de Deleuze) a pesar de que la escritura pareciera ser una pasión triste propia de la impotencia, la voz poética de Guerra lo hace igual, escribe, avanza, por eso, porque sí.
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