› Por Mariana Enriquez
El libro empieza a las 8 de la mañana y termina a las 9.22, algo más de doce horas de un día que no es cualquiera, es el día de la procesión del Señor de los Milagros en la Lima de la década del ‘60. Por un lado está Don Manuel, un poderoso lúbrico, obeso, empresario y banquero, uno de los dueños del Perú que observa la procesión desde su balcón colonial tapándose la nariz con un pañuelo para que no le llegue el olor a sudor, cansancio, pescado y cerveza del pueblo; y la observa junto a Tito, su amante jovencísimo, uno de los hijos de ese pueblo que Don Manuel “compró” (pero que en este día de mantos morados se está rebelando, y de qué manera). Por el otro está don Lucho, que recorre Lima desde bien temprano en busca de una nueva casa: es que están por desalojarlo, y quedará en la calle con su esposa y sus tres hijos, jóvenes y adolescentes en riesgo, un riesgo palpable que desespera a Lucho y al lector, porque la familia no parece poder encontrar un destino alternativo al de la exclusión: “Si usted supiera todo lo que he caminado en busca de casa”, dice don Lucho. “No estoy en condición de pagar un alquiler por encima de los mil, ni puedo llevar a mi familia a una barriada ni a un barrio de maleantes.”
La otra protagonista de En octubre no hay milagros (1965), la segunda novela del escritor peruano Oswaldo Reynoso y la primera que se publica en Argentina, es Lima. Una ciudad que cambia y expulsa, que se ve cruzada por una manifestación de fe y por la violencia, todavía incipiente, pero próxima. “En octubre no hay milagros fue una de esas grandes novelas urbanas que coincidieron con el proceso de redefinición simbólica de una nueva ciudad”, explica Enrique Planas, narrador y periodista cultural peruano, en conversación con Radarlibros. “Por entonces, Lima recibe de forma caótica las grandes migraciones del campo y empiezan a consolidarse los grandes cinturones de pobreza. Este fenómeno de éxodo del campo a la ciudad no sólo obligaría a Lima a mirar hacia dentro, sino también a aceptar, no sin conflictos, que su perfil social sea mucho más coherente con el país. Novelas como Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa, o En octubre no hay milagros supieron reflejar el inicio de ese gran cambio que hasta hoy continúa en una ciudad en permanente búsqueda”.
Esa Lima es narrada por Reynoso con el estilo que después los críticos llamarían “realismo urbano”, pero que es bastante más: pasajes de un apasionado lirismo se contraponen con diálogos en la más cerrada jerga limeña juvenil y le siguen pasajes secos, narrativos, de belleza austera. Reynoso exhibe su virtuosismo en cualquier registro, pero jamás parece ostentoso o arrogante. Y esto es porque En octubre no hay milagros está claramente atravesada por la ideología del autor, por la política: Oswaldo Reynoso se identifica como marxista –entonces y ahora–, y un año después de la publicación de En octubre no hay milagros formó el grupo Narración junto a Miguel Gutiérrez y Antonio Gálvez Ronceros. En la presentación del Nº 1 de la revista queda clara la mirada sobre la realidad del grupo: “Como hombres y narradores, seres sociales, luchamos por la transformación integral y completa de nuestra Patria. Queremos la instalación de un sistema socialista de trabajadores, porque comprendemos que es la única manera de hacer de nuestro país un lugar donde todos puedan vivir como hombres. Comprendemos, como narradores revolucionarios, comprometidos con su pueblo, que nuestra tarea es formar, a través de la acción y de la obra creadora, en la conciencia de las clases explotadas, la necesidad urgente de la Revolución. Por eso nuestra misión es aprender del pueblo, para poder escribir, sin equivocarnos, sobre la realidad nacional”. Sin embargo, Reynoso jamás resultó un escritor programático: su prosa es demasiado sofisticada, demasiado elegante y en ocasiones, en libros como El escarabajo y el hombre de 1970, casi experimental. Su trabajo con la lengua es obsesivo, y en su búsqueda obtiene pasajes de luminosa belleza.
En octubre no hay milagros no fue un libro bien recibido por la crítica allá por mediados de los ’60, y eso a pesar de que el primer libro de Reynoso, Los inocentes (1961), había sido celebrado nada menos que por José María Arguedas. En el influyente diario El Comercio, por ejemplo, el crítico José Miguel Oviedo escribió: “Trataremos a su autor como lo que evidentemente es: un autor fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta misma pudibunda ciudad. Las relaciones sexuales son un camino de perfección en la perversidad: la sodomía no basta y se le injertan estímulos (drogas, bestialismo, alcohol). Hay páginas hediondas que deben arrojarse, sin más, a la basura y el autor es un marxista rabioso”. Extrañamente, entre los poquísimos defensores de En octubre no hay milagros –novela que, sin más, podemos considerar uno de los frescos urbanos más importantes de la literatura latinoamericana– fue Mario Vargas Llosa, quien hoy está a mundos de distancia de Reynoso en cuanto a sus opiniones políticas. Pero entonces supo ver la importancia de esta flor en la mugre: “La novela de Reynoso no es pornografía ni es obscena”, escribió en Expreso, 1966: “Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos –raros, entre nosotros– de la insolencia y de la ambición. El ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte”.
¿Qué tenía En octubre no hay milagros para causar tal revuelo? Por un lado, el registro hasta entonces muy raro en la literatura peruana, del habla y las costumbres de las clases populares. Por otro, y quizá aún más impactante, la aparición de personajes gays, de jóvenes que se prostituyen para solaz de los poderosos, de cuerpos esbeltos deseados en las calles de Lima. Esto ya aparecía en Los inocentes, la colección de cuentos sobre adolescentes que convirtió a Reynoso en escritor de iniciación y a su libro en talismán. “Ahoritita le saco la mierda a ese viejo que simula ver la vitrina cuando en realidad me come con los ojos. Está mira que te mira que te mira. Pensará: camisa roja y pichón en cama. Simulo no verlo. Su mirada quema. Seguramente estoy sonrojado. Eso le gusta: inocencia y pecado”, escribe en el primer cuento. El que habla es Cara de ángel, uno de los personajes más célebres de la literatura peruana. Los inocentes tuvo una reedición definitiva en 2006, vía la editorial independiente Estruendomudo, dirigida por el muy joven editor Alvaro Lasso, que dice en charla con Radarlibros: “Decidí reeditarlo porque las ediciones que había no hacían justicia al libro. Aunque todos sabíamos que era un clásico, las ediciones tenían problemas de erratas y diseños poco llamativos que no correspondían a la agresiva belleza del texto. Entonces decidí que era necesario preparar una edición bien cuidada, y ya que estaba en ello, con material adicional. Oswaldo aceptó gustoso nuestra propuesta, y fue tan generoso que nos abrió su cajón de los recuerdos cuando le hablamos del material extra, por eso contamos con tantas fotos personales y de juventud”.
¿Qué significa Los inocentes, y por lo tanto la figura de Reynoso, para los jóvenes escritores y lectores peruanos? Explica Lasso: “Es un libro muy comentado e influyente en la última generación de narradores. Lo han leído muchísimos peruanos, y en especial gente de los estratos más bajos, gracias a que el propio Oswaldo se va de gira por los colegios de provincia todos los años. En los espacios sociales desde los cuales se dicta el canon peruano, en cambio, se le ningunea. Antes, en los ’70, se criticaba al autor por ser gay y por usar groserías en sus textos, y ahora se le critica por mantener su ideología de izquierda. Pero si hablamos de un verdadero transgresor en la literatura peruana, de un narrador que debe estar sentado en la misma fila que Vargas Llosa, Bryce Echenique y Arguedas, ése es Oswaldo Reynoso”.
Oswaldo Reynoso nació en Arequipa en 1931, y desde adolescente se dedicó por un lado a la literatura, y por otro a la docencia. En 1952 se trasladó desde la Universidad de San Agustín, en su ciudad natal, hasta La Cantuta de Lima, para convertirse en profesor y escritor. Ejerció en muchas universidades peruanas (Huamanga, Villareal, San Marcos, Ricardo Palma), pero además supo ser maestro de escritores jóvenes, que le llevaban –aún le llevan– sus manuscritos. Cuenta Enrique Planas (a quien Reynoso alguna vez le dijo “tienes una buena novela pésimamente escrita”): “Hoy Oswaldo sigue siendo un viejo amigo para los lectores y escritores jóvenes, y un autor incómodo para los colegas de su generación, incorrecto, perturbador para las almas nobles. Extractos de sus libros están en los textos de la enseñanza escolar a pesar de la intolerancia de los directores de colegio y maestros mediocres. De lo que yo puedo dar fe es de una infinita generosidad para quien le pide consejo”.
De lo que se puede dar fe, también, es de la posición atípica de Reynoso en la literatura peruana. Su producción, para empezar, es brillante pero escasa: después de El escarabajo y el hombre, de 1970, permaneció en silencio hasta 1993, cuando publicó En busca de Aladino, y luego, en 1995, Los eunucos inmortales. ¿Qué pasó en esos años de silencio? Reynoso se había ido a vivir a China, donde fue profesor y corrector de estilo en la Agencia de Noticias Xinhua de Beijing. En Los eunucos inmortales, la novela que revive los años de trabajo en China y la revuelta estudiantil que culminó con la masacre de Tian’anmen en 1989 (de la que Reynoso fue testigo), explica el porqué de este exilio voluntario. Escribe: “Quería vivir en un país socialista y tenía la sospecha de que aquí iba a encontrar la felicidad”. Según Planas, “Los eunucos inmortales es un parte aguas en su obra. Nos remite a su experiencia en China, país al que viajó creyendo en la ilusión por encontrar el paraíso. No lo encontró, y lo admite. Pero sí encontró el placer y esa fascinación por la belleza siempre evasiva. Es el primer libro donde se encuentra al hombre maduro fascinado por los púberes, ángeles asexuados, con los que mantiene relaciones de solemne distancia y deseo subterráneo. Creo que ésa es su obra mayor”. Diez años después escribió otra obra homoerótica, llamada El goce de la piel (2005). En 2006 publicó Las tres estaciones, libro de relatos sobre los años universitarios, parte de un material inédito que guardó durante años su hermano. Junto al texto llegaron entrevistas y charlas que acrecentaron la fama de díscolo y disidente de Reynoso. Por un lado, se mostró molesto con escritores jóvenes compatriotas como Jaime Bayly o Santiago Roncagliolo, que según Reynoso son demasiado “ligeros”, el uno en el tratamiento de la violencia política, el otro en el de la homosexualidad. En la misma línea, declaró que a Bryce Echenique se le permite todo “porque tiene un apellido inglés. Por ejemplo, que se presente totalmente borracho en un programa de televisión. Y la alta clase social de Lima lo ha aplaudido y mimado, y ha dicho qué bonito. Lo de Bryce es la manifestación de la decadencia de una clase social”. En marzo de 2007 concedió una entrevista a El Hablador donde reivindicó su marxismo, la posición militante tomada en el primer número de la revista Narración, y se negó a opinar sobre Sendero Luminoso. Poco después, se refirió en público a los años de guerra interna como “guerra popular”, lo que le valió más enojos, acusaciones de “populismo intelectual” e irritaciones de críticos y escritores como Gustavo Faverón Patriau (profesor en el Bowdoin Collage de Maine, EE.UU.) e Iván Thays. Para muchos, Reynoso se victimiza: es un éxito de ventas y cuenta con presencia en los medios y, sin embargo, afirma ser discriminado. Para otros, como Lasso, Reynoso no tiene “el reconocimiento que se merece, ni el lugar que debería ocupar en el canon latinoamericano. Merece traducciones y ediciones en otros países; felizmente los argentinos son los primeros en darse cuenta”.
Mientras tanto, Reynoso prefiere escaparle a las polémicas y continuar trabajando, no sólo en literatura –está escribiendo una novela provisoriamente llamada Huamanga, Huamanga– sino en el taller de narrativa que dicta en su propia casa del distrito limeño de Jesús María. Cuenta, lo sabe, con gran cantidad de fieles y de alumnos; sabe que a los 77 años, con su melena blanca, sigue siendo un escritor joven e incómodo; además, un escritor casi secreto, poco conocido fuera de su patria. “Creo sin vanidad que soy el best seller clandestino del Perú”, decía en una entrevista de 2006. “Mis libros se siguen vendiendo luego de más de cuarenta años, aunque nunca aparecen en la lista de los más vendidos. Es que yo vivo y escribo para el Perú: que mis libros tengan resonancia fuera del país es algo que no me interesa.”
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