Dom 03.05.2009
libros

El acto en cuestión

Un debut literario con cuentos unidos por el sexo, pero no tan pornos como se sugiere en el título.

› Por Fernando Krapp

Porno
Miguel Bertorello

Eterna Cadencia
185 páginas

Sería un error leer Porno, de Miguel Bertorello, buscando las claves del género al que parece aludir el título. Sin duda, a medida que se avanza en las páginas uno se pregunta por qué se llama así, si fue por una estrategia editorial, un gesto caprichoso del autor, o por el mero hecho de que el último cuento de este primer volumen de relatos del autor desconocido se llama de ese modo. No hay pornografía en Porno. No hay pornografía como la pueda concebir un habitué del género. Está bien; hay cositas, citas, cuerpos desnudos, actos sexuales más o menos explícitos, pero no alcanza a serlo con todas las letras, quizás porque precisamente Bertorello, a pesar de la confusión que pueda generar su título, parece no buscarlo. Lo sabemos: la pornografía es un género masivo (eminentemente cinematográfico) que tiene como primer objetivo excitar al espectador poniendo en pantalla sus fantasías, lo que hace de la pornografía un género fantasioso: situaciones disparatadas, posiciones acrobáticas, tamaños desmedidos, cuerpos plásticos como verdaderas obras de arte de la cirugía estética moderna. Bertorello se aleja de toda esa desmesura denotativa e intenta lo que parece ser el anhelo mayor del género: ser narrativo. Es decir, contar algo. Y es que justamente al hacerse narrativo los relatos se vuelven realistas y las fantasías se desvanecen en la solidez de la realidad. Es decir, no hay una exposición directa, explícita de la fantasía, sino una proyección de ésta, una insinuación a través de personajes realistas que se aventuran por los caminos del sexo. No es casual que el primer relato, “Tío” (que recuerda mucho a “Un día perfecto para el pez banana” de Salinger), cuente la historia de una nena que se toquetea más que fraternalmente con su tío, y lo que en verdad se está relatando es su despertar sexual.

En Porno el elemento sexual parece una bomba de tiempo a punto de estallar debajo de las superficies institucionales. Y si bien ése ha sido, de alguna manera, el dedo que simpáticamente la pornografía cinematográfica supo colocar en la llaga de la sociedad moderna (hasta convertirse en un poderoso y respetado mercado durante la década del ’90), siempre lo hizo echando mano a la parodia y al pastiche. Bertorello se aleja una vez más de esas convenciones, ya que, como se remarca en una cita apócrifa del último relato, “la diferencia entre el cine y la literatura antes que estética es moral”. Pareciera ser que una mera descripción del acto sexual no alcanza para construir un relato. De ese modo, un matrimonio se viene lentamente abajo tras llevar a cabo una fantasía tripartita, un cura está condenado por un secreto más perverso que eclesiástico, una ayudante de un renombrado jefe de cátedra le tiene que dar una mano extra explicándole algunas vicisitudes sexuales a su novia, una mujer es tratada de loca por saber algunos secretos que circulan acerca de un tratamiento médico bastante particular.

A pesar de cierta unidad que aúna a Porno bajo una misma temática (aunque hay un relato titulado “Autor” que narra la estrategia de un poeta para ser legitimado como autor sin que se conozca su pasado, que queda un poco “descolgado”, aunque haya sexo de por medio entre sus personajes), el libro dispara formalmente por la culata: Porno se revela como un abanico de recursos narrativos que van desde el soliloquio hasta el relato clásico, pasando por la ponencia universitaria y la investigación académica (con citas y todo), todos sustentados por un uso muy hábil que Bertorello hace de la oralidad hasta construir un entramado literario con superposiciones temporales, alusiones que remiten a didascalias teatrales, saltos de registros y cambios de los narradores. Los textos, más que relatos, parecen conversaciones hechas de mixturas y varias voces a la vez, verdaderas confesiones íntimas llevadas a cabo por sus personajes y nosotros, más que lectores, somos sus oyentes que escuchamos de refilón en un bar o en una caminata por una vereda o en un viaje en tren, y cuyo pie (o frase gancho) sería: “no sabés lo que me pasó”.

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