La serie Mad Men recupera el universo de los hombres de traje gris que cada día volvían en tren a sus vidas en los prósperos suburbios norteamericanos de los ‘50. Impecable, la serie parece amparada por las figuras tutelares de los grandes escritores que retrataron aquel infierno que parecía un paraíso.
› Por Rodrigo Fresán
Bienvenidos a la agencia de publicidad neoyorquina Sterling Cooper. Las oficinas de Sterling Cooper están ubicadas en el infernal paraíso o en el paradisíaco infierno de Madison Avenue (de ahí la gracia y el ingenio de Mad Men, que puede leerse como Hombres de Madison y Hombres locos) y en la pantalla de los televisores. Creada por Matthew Weiner —alguna vez guionista y productor de Los Soprano— Mad Men es el lugar donde reina y sufre Dan Draper. Fumador, bebedor, más acostador que acosador de mujeres, espécimen de barrio residencial, esposo y padre eficiente pero muy lejos de la perfección, Draper (a quien da voz y cuerpo Jon Hamm) es un impecable hombre/maniquí escapado de las páginas publicitarias de las revistas de principios de los años ‘60) que, bajo su perfecta apariencia de tiburón implacable, apenas esconde las grietas de un camusiano extranjero made in USA listo para hacer volar todo por los aires. O —como en esos créditos de apertura, tan Saul Bass circa Alfred Hitchcock—- arrojarse desde las alturas. Así, Draper vuelve todas las noches a casa en tren con un whisky o dos de más y el cartel de la estación en la que se baja anuncia que estamos en Ossining: el mismo suburbio residencial en el que, por entonces, vivía un escritor llamado John Cheever.
Era alguien que se ocupaba de contar las historias de hombres como Dan Draper. Hombres enloquecidos por la idea de que, se supone, tienen todo para ser felices y sin embargo hay algo que falla en el teóricamente perfecto producto de sus vidas. Eso que algún publicista tan astuto como Draper bautizó como el Sueño Americano pero que cada vez se confundía y se fundía más con la pesadilla del insomnio.
“No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado y tomo mis disfraces demasiado en serio”, escribió Cheever en una entrada de sus Diarios. Y, de algún modo, todavía sigue allí. Nunca se ha ido y siempre vuelve: John Cheever (1912-1982) entró en marzo, por fin, en la canónica Library of America coincidiendo con la publicación de una nueva biografía firmada por Blake Bailey, que ya había publicado un perfecto y demoledor retrato de Richard Yates en el 2003: Tragic Honesty: The Life and Work of Richard Yates. Pero a no confundirse: para los antihéroes de Cheever —-para los nadadores, los maridos rurales o los hermanos siempre en discordia— existe, siempre, la posibilidad cierta de una redención epifánica con resabios de antiguas y divinas mitologías. Dan Draper, creo, no goza de ese privilegio.
Y, mucho menos, los muy tristes personajes del tristísimo Richard Yates (1926-1992), a quien tan poco han comprendido el director Sam Mendes y la actriz Kate Winslet y el actor Leonardo Di Caprio. Entro a ver ilusionado la adaptación fílmica de Revolutionary Road y a los diez minutos comprendo que hay algo —mucho— que no funciona. La adaptación de Mendes es, paradójicamente, tan mal teatro como la obrita amateur con que arranca la película. Lo que en las novelas de Yates es una prosa seca y de dientes apretados aquí se convierte en alarido melodramático y, claro, Di Caprio está condenado a lucir, siempre, como si se hubiera puesto la ropa de su padre y jugara a ser mayor. Di Caprio es, apenas, un hombrecito loquito; y no puedo evitar imaginarme lo bien que habría estado alguien como Edward Norton —o, ya que estamos, Jon Hamm— en el rol de Frank Wheeler. Winslet no hace mal lo suyo pero, otra vez, la misma incómoda sensación que uno ya tuvo en Titanic: la de ver a una mujer aprovechándose de un niño. Tal vez deban filmar juntos —Winslet sería una magnífica Mrs. Robinson y Di Caprio un perfecto Benjamin Braddock— una remake de El graduado, otra de hombres locos.
Así que salgo del cine y entro en una librería y no puedo resistirme a la flamante edición conjunta de las novelas Revolutionary Road (1961) y The Easter Parade (1976, mi favorita entre las suyas) y el legendario volumen de relatos Eleven Kinds of Loneliness (1962) que le ha dedicado la Everyman’s Library al ahora súbitamente hot y cool Yates. Las dos primeras han sido recientemente publicadas por Alfaguara con los títulos de Vía revolucionaria y Las hermanas Grimes, el tercero fue publicado hace unos años por Emecé Argentina, y yo ya tengo todos por separado. Pero hay un placer raro en comprarse libros que ya se tienen. Y el prólogo de Richard Price justifica la inversión. Allí se lee: “El territorio de Yates se ubica ligeramente al Sur de Cheever, al Oeste del de O’Hara, al Este de Carver y al norte de Tobias Wolff y Richard Ford”. Price cuenta cómo conoció al entonces perdedor y olvidado Yates y lo define así: “Se nutría de rencores, era una incubadora de desaires. Sus dioses personales eran Hemingway y Fitzgerald. Estaba amargado. Tenía todo el derecho del mundo para estar amargado. Estaba realmente amargado”.
Hemingway y Fitzgerald no dudaron en celebrar por escrito la publicación de Cita en Samarra (ahora reeditada por Lumen), primera y consagratoria novela publicada en 1934 por el muy exitoso y muy amargado John O’Hara (1905-1970). O’Hara —hombre de The New Yorker, donde casi nadie lo soportaba— estaba amargado porque en su juventud no había podido estudiar en Yale, porque en su madurez nunca lo invitaron a ser parte de la National Academy of Arts and Letters, y porque en sus últimos años no le dieron el Nobel de Literatura. Poco y nada le satisfacían sus Rolls Royce, sus bestsellers, su imaginación puesta al servicio del imaginario Gibbsville, Pennsylvania, transparente mutación de su Pottsville natal. Si Cheever es el cronista de los infiltrados y Yates el de los vencidos, entonces O’Hara es el profeta de aquellos que deciden tirar del mantel y patear el tablero. Eso es lo que hace Julian English durante una fiesta navideña en Gibbsville. Estalla. Como cualquier noche de éstas —haciendo mucho más ruido que los hombres locos de Kerouac & Co.— estallará Dan Draper en Mad Men.
La nueva edición de la novela más conocida y mejor considerada de John O’Hara incluye uno de los muchos brillantes prólogos de John Updike (1932—2009), discípulo admirado y amistad complicada de Cheever, a cuya biografía mencionada más arriba le dedicó una de sus últimas críticas para The New Yorker. Allí se nos dice que “Cita en Samarra es, entre otras cosas, la venganza de un irlandés contra los protestantes que lo han desairado”. Updike —acaso el más perfecto retratista de la mística protestante y puritana, de sus transgresiones y pecados— siempre se confesó admirador de O’Hara. Y, de alguna manera, varios de sus personajes más celebrados —ya sea el irresponsable Harry “Conejo” Angstrom, el itinerante e insatisfecho escritor judío Henry Bech o los innumerables maridos y esposas infieles que retozan entre las sábanas sucias de sus páginas de escritura inmaculada— poseen la explosiva inestabilidad de la nitroglicerina. Basta agitarlos un poco para que nada ni nadie quede en pie por la onda expansiva que producen el día en el que, finalmente, deciden cambiar el ritmo de la música de sus días.
Escribo todo esto mientras escucho, con motivo de sus cincuenta años, la nueva y conmemorativa Legacy Edition de Kind of Blue de Miles Davis. No soy lo que se dice un oyente dedicado y curtido de jazz; pero Kind of Blue es como las Variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould: es música que trasciende los géneros. Y es —como en el caso del Bach by Gould— perfecta música de fondo. En el cuadernillo que acompaña al CD me entero de que lo que intentaba evocar Miles Davis en Kind of Blue era el sonido de un coro de gospel alabando al Señor. Algo milagroso que Davis había escuchado, una vez, en una oscura carretera de Arkansas.
“La muerte de Justina” —uno de los relatos más famosos de John Cheever—- concluía con un publicista atormentado redactando como slogan para un mentiroso tónico llamado Elixircol (con supuestos poderes para curar todos los males de los hombres locos de este mundo) aquel pasaje de la Biblia que comienza con “El Señor es mi pastor...” y acaba rogando por la protección para todos aquellos que caminan por “el valle de la sombra de la muerte”.
Ahora es sábado por la mañana, afuera llueve y hoy a la noche dan un nuevo episodio de la segunda temporada de Mad Men.
All Blues.
So What.
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