Dom 12.07.2009
libros

Made in Japan

› Por Patricio Lennard

Hace mil años, durante el período Heian, cuando la corte imperial japonesa vivía su momento de máximo esplendor, estaba de moda entre hombres y mujeres ennegrecerse los dientes con una mezcla de hierbas y vinagre. Era un patrón de belleza, claro. Un rudimento de coquetería cortesana que los hombres combinaban con una barba corta y puntiaguda y las mujeres con polvo blanco y colorete, y cuyo exotismo, más que a una cuestionable estética dental (o al intimidante sabor que habrán tenido esos besos) se debía a lo atípico que era en esa sociedad machista que hubiera cosas compartidas por hombres y mujeres.

Educadas desde la cuna en la sujeción al padre, al marido, al soberano, al bonzo y finalmente al hijo, las mujeres eran seres marginados en ese Japón prefeudal. Seres cuya inferioridad se expresaba tanto en la ausencia de apellido (lo que implicaba la no participación en la herencia, el negocio familiar o la discusión de cualquier tema económico o político) como en la imposibilidad de discutir el cuándo, el cómo y el porqué de su castidad o de su entrega al hombre que les tocara en suerte. Impedidas de realizar tareas domésticas como ir al mercado o a los campos de cultivo para evitar las miradas masculinas, y apartadas de cualquier actividad fuera de sus aposentos privados o del jardín común, las mujeres de la corte de Heian Kyô, la antigua capital japonesa (actualmente Kioto), vivían presas de un mundo en el que damas de compañía y guardianes siempre atentos eran testigos de sus vidas consagradas al cultivo de la belleza y al servicio del varón.

No deja de sorprender, de este modo, que la mayor obra literaria de la cultura japonesa, considerada la primera novela publicada en el mundo digna de su género, haya sido escrita, hace poco más de mil años, por una mujer. Una mujer extraordinaria que dio origen a ese libro igualmente extraordinario que es el Genji Monogatari (Historia de Genji o Cuentos de Genji, según la traducción prefiera), y cuyo nombre, Shikibu Murasaki, es lo que el nombre de Cervantes o el de Shakespeare o el de Dante son a la cultura que los vio nacer.

Segunda hija de una familia aristocrática en cuyo seno recibió una educación que despertó su amor por la poesía y le permitió aprender chino (algo que en aquella época les estaba vedado a las mujeres), Shikibu Murasaki traspuso las limitaciones socioculturales impuestas a su género convirtiendo literariamente ese gesto en leitmotiv. Algo que Alberto Silva analiza con particular brillantez en Libro de amor de Murasaki. Poesía de la Historia de Genji, un volumen en el que este estudioso del arte y la cultura japonesa, que hace poco decidió volver a Buenos Aires luego de doce años de vida académica en la Universidad de Kioto, desmenuza los vericuetos de ese novelón de mil páginas protagonizado por el príncipe Genji Minamoto, personaje ficticio cuyos romances y aventuras amorosas aportan el tono sentimental del libro y gran parte de su acción. Una labor que Silva completa con una selección de alrededor de setenta poemas de los ochocientos que hay en el GM, y que él traduce y comenta sin perder de vista la cuestión del género y la riqueza referencial de una obra que ha sido vista como un fresco de la vida cortesana bajo el período Heian.

“Todo nace entre aristócratas, pero eso se puede decir también del nacimiento de casi cualquier literatura en casi cualquier país del mundo”, explica Silva, mientras sirve ceremoniosamente un té japonés con una tetera japonesa en unas hermosas tacitas, japonesas también. “Lo que sí es una excepción, en el caso de Japón, es que sea una mujer, Murasaki Shikibu, y otras que después la siguieron, las encargadas de producir obras de arte que recién seis o siete siglos más tarde empezarían a ser reconocidas por la crítica masculina como el centro de la cultura japonesa. Reivindicaciones que se fueron sumando hasta el gesto definitivo de Yasunari Kawabata cuando en su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 1968, situó al Genji Monogatari en la cima de la literatura japonesa, diciendo que no existía en su país otra obra de ficción que se le acerque.

Así y todo, Silva no deja de admirarse ante la sensibilidad y destreza con que Shikibu escribe inmersa en condiciones, a priori, tan adversas. “Así como en Occidente los padres conciliares llegaron a discutir si los negros tenían alma, en Japón pasaba algo similar en el siglo X con las mujeres. Allí la pregunta era si las mujeres tenían un principio interior constitutivo similar al del hombre. Y no deja de llamar la atención que en esa misma época se haya producido la obra maestra de la literatura japonesa, la cual no sólo fue escrita por una mujer sino que fue escrita en un lenguaje que no podían entender los hombres. El GM nace de una serie de historias románticas que circulaban oralmente entre mujeres y que, a partir del siglo VIII y IX, algunas empezaron a consignar por escrito. Eran mujeres nobles, educadas en el arte del pincel pero al mismo tiempo marginadas, porque estaban obligadas a escribir en un alfabeto especial para mujeres: el hiragana, conocido como onna de (escrito por mano de mujer), que nació en China probablemente en el siglo VIII y que refleja la enorme distinción que las sociedades orientales marcaban entre hombres y mujeres. De hecho, las mujeres tenían prohibido el aprendizaje de kanjis, los ideogramas chinos en cuyo manejo se basaba el buen desempeño social masculino. Y es así como las mujeres chinas, un poco, y las mujeres japonesas, de manera esplendorosa, decidieron tener una existencia comunitaria en el marco de comunicación de esa lengua. Un espacio de libertad al que prácticamente los hombres no accedían.

De ahí que Murasaki haya querido salvar esas distancias auscultando en el personaje de Genji Minamoto los resortes del alma masculina y sus propias fantasías con respecto al género. “Ser sólo hombre, o nada más que mujer, no parece constituir la mejor situación para escribir”, apunta en su libro Silva, teniendo en mente la prodigiosa versatilidad de la escritora. Algo que en el GM se manifiesta a través del “carácter transgenérico” que define al héroe en cierto modo, puesto que no sólo es capaz de comprender a las mujeres como sólo una de ellas (la propia novelista) es capaz de hacerlo, sino que incluso demuestra que los hombres también sufren por amor (¡y cómo!: “lloró hasta que su almohada podría haberse alejado flotando”, puntualiza Murasaki en un pasaje del texto), amén de ser él mismo el único cortesano que puede leer el hiragana en la novela.

“En el Genji se lee un Japón donde hombre y mujer pueden no sólo reconocerse sino también rehacerse”, opina Silva. “Es en el príncipe galante donde lo masculino y lo femenino se celebran mutuamente. Genji fabrica perfumes y va confiriéndole una fragancia a cada una de sus amigas. Se pasa toda la obra perfumando a sus novias, y por eso el olor del amor es cada vez diferente. Un detalle para nada menor, si se tiene en cuenta que el contacto íntimo se produce de noche y en la oscuridad y el silencio de la alcoba, lo que convierte al perfume tanto en un instrumento afrodisíaco como en un medio de reconocimiento entre los amantes. En este sentido, podría decirse que Murasaki escribe “como una mujer que ha olvidado que lo es (la expresión es de Virginia Woolf), ya que sus cuentos no ofrecen declaraciones de guerra entre los sexos ni reproducen el arquetipo femenino como sexo débil. Aunque sí nos hacen entender que las mujeres no estaban conformes mirando el mundo a través de los biombos. Por eso digo que en el Genji hay una especie de reconstitución de las relaciones de género, una disolución del límite entre lo masculino y lo femenino. Algo similar a lo que podría plantearse, salvando las distancias, con respecto a oriente y occidente, ya que ¿dónde está la frontera?, ¿quién la puso? ¿Por qué hay una frontera entre Oriente y Occidente?”

EL PESO DE LA TRADICION

Esa misma frontera es la que Alberto Silva viene traspasando desde hace mucho tiempo. Primero fue la India, adonde viajó numerosas veces (jura haber perdido la cuenta); luego, entre 1977 y 1982, vivió en un ashram de yoga. Allí Silva llevó algo así como una vida de monje: por la mañana, meditación y trabajo agrícola; por la tarde, investigación sobre el yoga y traducciones de haikus (publicadas en 2005 en una bella antología crítica de su autoría: El libro del haiku). “En el horizonte de la India se perfilaba Japón. Creo que la India me permitió percibir a Japón”, cuenta Silva, cuya afición hindú (que no ha perdido) nada tuvo que ver con la explosión de los viajes turísticos y lisérgicos a la India a fines de los 60. Tenía que ver, sí, con una búsqueda tanto espiritual como mental que lo llevaría del yoga al zen, terreno en el que se encuentra actualmente. “Como observador participante”, precisa. “Vale decir como antropólogo y a la vez como practicante del zazen.”

Previamente, él había estudiado en París sociología y filosofía, y en su primera estadía en Francia (entre el 66 y el 71) fue discípulo de Pierre Bourdieu y participó, como estudiante, de la célebre revuelta. “Yo formaba parte del comité de huelga de sociología y era alumno de Bourdieu. Una cosa que él nos recordaba era que habíamos aprendido buena parte de la sociología que sabíamos en Mayo del 68. Durante esos tiempos, yo estudiaba de 6 a 10 de la mañana; de 10 a 12 teníamos reunión del comité de huelga; por la tarde visitábamos las fábricas ocupadas y a partir de las 7 nos íbamos a pelear con la policía en manifestaciones que cada noche terminaban a las pedradas. Pero no dejaba de estudiar. El reclamo de mis maestros era un reclamo de estudio; la militancia venía después. De hecho, toda mi vida tuve una educación sumamente clásica, inclusive la que recibí de parte de Bourdieu, quien nos instaba permanentemente a volver a los griegos, a leer su literatura. El era de la idea de que nadie podía hacer su tesis de doctorado si no había leído la Divina Comedia, y solía citar a Cioran –que en aquellos años hacía furor y tenía un libro llamado La caída en el presente– para hacernos ver que la mayoría de las personas constituía algo así como una masa de seres azorados que parecía haber caído en el presente sin saber cómo o para qué.”

A mediados de los años 80, Alberto Silva se instala en España, y fue su acreditado acercamiento a la cultura japonesa, iniciado en la India, la excusa perfecta para que el rector de la Universidad Autónoma de Barcelona, en donde era profesor titular, le incitara a negociar convenios con universidades japonesas. De ahí surgió una invitación para ser profesor de estudios extranjeros en la Universidad de Kioto, cargo que Silva desempeñó en los últimos trece años, antes de que con su mujer arquitecta decidieran volver a la Argentina. “Yo no habría podido vivir en Japón si no hubiera tenido una vida de pareja y familiar tan intensa. Porque para un extranjero vivir en Japón es vivir solo”, dice Silva, quien supo adaptarse a esa situación no sin algún inconveniente. “El estereotipo básico con el cual el extranjero choca es que la vida que tiene consistencia en Japón es la vida grupal, no la individual. El extranjero se piensa a sí mismo y a los demás más como individuos, levantando una frontera que luego no consigue atravesar. Personalmente puedo congeniar con un grupo, formar parte de él, pero nunca podría permitir que allí mi esencia personal se diluya. A su vez, ese intenso sentimiento de los japoneses de inclusión grupal se origina en el sentido de pertenencia a una nación cuyo mito nacional gira en torno de la figura del Emperador. Porque en Japón, a diferencia de China, hay una cabeza, un padre casi en sentido bíblico, del cual todos son hijos, alguien que es Emperador. Siendo hijos, los japoneses son todos iguales; y siendo iguales, hay un marcaje social muy fuerte en términos de igualdad. Algo que el extranjero vive como parte del ruido ambiente y que tal vez constituya la gran frontera que separa a Oriente de Occidente. O por lo menos una difícil de franquear.”

Menos grave fue para Silva adaptarse a la lengua, la que si bien manejaba desde antes, lo hacía en gran medida inmerso en los anacronismos propios de haber tenido al haiku como principal escuela. “La mayoría del japonés que sé es un vocabulario que no tiene completa vigencia histórica. Es como si hubiera aprendido el latín de Horacio sin continuar el proceso que derivó en el italiano actual. Y esto es así porque mi relación con la lengua procede de sentir una obligación de comprender las cosas que más me interesan, y lo primero que me interesó fue el haiku. Hay un mapa de Japón muy preciso que es necesario conocer para entender las peregrinaciones de los poetas del haiku. Eran poetas callejeros, vagabundos, cultores de una vida reposada. Eso se nota en su poesía. Al punto de que escribían en la calle e iban encontrando personas que en diferentes pueblos les daban techo y comida, con tal de que les sirvieran como críticos de sus propios haikus. Hasta el día de hoy persiste en Japón la costumbre de que la gente se reúna a escribir y a comentarse haikus. Los diarios tienen un suplemento dominical de haikus, reminiscencia del furor que tuvo el género desde el siglo XVI en adelante.”

Vivir en Kioto, en este sentido, fue lo más preciado para un apasionado por la cultura clásica japonesa como Silva, ya que en esa ciudad están los archivos literarios y culturales más importantes. “Una de las cosas que más me llamó la atención yendo a esas bibliotecas es que allí no encontraba casi ningún japonés. El extranjero interesado en el archivo japonés es un ser infrecuente y respetado, porque enfrenta lo que la cultura japonesa actual no está en condiciones de enfrentar”, comenta quien, además de ensayista y traductor, tiene publicados cinco libros de poemas.

“Incluso, cuando buscaba mis ‘aduaneros lingüísticos’ para estudiar el Genji, gente entendida que me diera una mano así como otros me la habían dado con el haiku, el problema principal era no encontrar a nadie que hubiera leído la Historia de Genji. ¡Japoneses, profesores! Es señal del amplio desconocimiento que existe sobre una obra que habla de un mundo anterior a lo que consideramos Japón, incluso el más añejo. Pero ¿por qué un pueblo habría de ser masivamente amante de su tradición, después de todo? En España he conocido a diez buenos hispanistas, inmersos entre millones de españoles que desconocen su tradición. Lo mismo en Francia, lo mismo en Grecia. No se le puede achacar a un pueblo que no esté a la altura de su tradición, sobre todo cuando se trata de tradiciones tan cuantiosas. Más allá de que la destrucción del pasado o de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia presente del individuo con la de generaciones anteriores sea uno de los fenómenos más característicos de las sociedades contemporáneas. Algo que Eric Hobsbawn señala en su Historia del siglo XX y que se aplica, ciertamente, al Japón de hoy en día.”

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