Un policial negro y bien urbano tramado con ceviche y el colorido del barrio de Once.
› Por Martin Perez
Pescado, limón, ají. Según El Sapo, ésa es la tríada indispensable para hacer un ceviche. Y a juzgar por las primeras páginas de la novela que lleva ese nombre, El Sapo sabe muy bien de lo que habla. Sabe, por ejemplo, que asegurar que un ceviche se “cocina” es algo así como una mentira piadosa para tentar a los miedosos. “Pescado crudo y alimonado no suena tentador para los devoradores de carnes bien hechitas y pastas ahogadas en salsa”, escribe El Sapo, que entiende que el proceso con el que se prepara un ceviche es más cercano a la alquimia que a la cocina. Como El Sapo lo sabe todo, sabe –y comparte– que su plato preferido se hace mejor con los limones pequeños y ácidos que con los tradicionales. Si quiere que el asunto se vuelva exótico y memorable, concede, le agregaría al limón un poco de vino blanco bien frío. Pero es un caluroso mediodía de verano, y El Sapo asegura estar básico. Por eso acompañará su ceviche con una cerveza, bebida que tomará a raudales durante las casi trescientas páginas de una novela que pide a gritos ser sólo la primera de las aventuras de un personaje contundente. No sólo por su presencia física –El Sapo parece ser un individuo muy grande–, sino también por la contundencia de su verba. Y su glotonería: como la cerveza, son incontables los ceviches que el protagonista de la novela ídem consumirá en las páginas que le tomará resolver la muerte de El Rey, líder del grupo de música peruana bautizado como Sus Majestades Incaicas. Un evento del que el azar –y su hambre insaciable– le permite ser testigo privilegiado, pero sólo los caprichos de las novelas policiales pueden encaminar a nuestro frustrado periodista gastronómico en la ruta de su resolución. Una ruta que lo meterá de lleno en el submundo de la más informal inmigración paraguaya al barrio del Once, donde vivirá sus aventuras detectivo-gastronómicas El Sapo, cuya verba se dispara con el miedo y la cerveza, que vuelve al primero en insensata bravuconada, un salto al vacío que permite que la trama avance mucho más rápido de lo que podría moverse la contundente humanidad de su protagonista en un entorno brutalmente estival como el de la novela de Federico Levín. Como digna integrante de la colección Negro Absoluto, dirigida por Juan Sasturain, Ceviche es –antes que nada– un policial bien porteño. Pero esa porteñidad se entiende como algo en tránsito, por eso el plato aparentemente ajeno al paladar del lugar se yergue como justo eje de una historia curiosa como la de El Sapo, solo contra el submundo paraguayo. ¿Solo? Nada de eso, como en disléxica pareja literaria, a su figura de Sancho Panza convertido en Quijote le aparece a su lado un flaco Sancho de esquelética figura quijotesca, un linyera llamado Dionisio. Gordo y flaco enfrentarán la intriga de la muerte de El Rey, confundiéndose en una interminable sucesión de sospechosos, y aparición de dilemas vinculados al trapicheo de drogas, con traficantes y policías mezclados en el mismo lodo, todos bien manoseados. Como novela policial, Ceviche es un disfrute mientras se suelta y se deja hacer, y la alquimia de su pulido lenguaje divierte y entretiene al punto que el lector se descubre dejándose llevar donde sea que quiera llevarlo. Es una lástima que, una vez planteada la intriga, esa fantástica alquimia devenga en cocina, y entonces se arrebate la trama –y ese hipnótico personaje que es El Sapo– con golpes de horno que lleven a los tumbos una historia que podía haberlo conseguido todo sin quererlo. Porque, al comienzo, cuando no parece estarle dando nada al hipotético lector de policiales, es donde Ceviche aparece como una novela generosa. Pero cuando quiere encarrilarse y dar todo lo que parecería tener que dar el género –sospechosos, acción y hasta sexo– es cuando la novela justamente se deshace, como cuando –según las sabios consejos de El Sapo– alguien pretende hacer un ceviche con una merluza anoréxica, de esas que inundan las pescaderías de Buenos Aires, y sólo consigue un puré incomible y ácido. Porque no hay que andarse con chiquitas en el caso de un ceviche, hay que ir directo hacia un pez gordo. Y no hay nada más gordo que El Sapo, un personaje de esos con los que cualquier lector querría volverse a encontrar.
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