Cuando en los años ’80 dio a conocer su editorial, era difícil no pensar en Victoria Ocampo: una dama de carácter firmaba las contratapas de los libros de puño y letra, publicaba lo que quería y cuidaba hasta el último detalle de la tarea, desde la adquisición de derechos de autor hasta los ejemplares que salían de la imprenta. Detrás de esa empresa artesanal y exquisita estaba Ada Korn, una profesora de matemáticas que había decidido incursionar en el mundo de las letras. En esta entrevista, Ada Korn reconstruye la historia de este pequeño milagro editorial argentino identificado con su nombre.
› Por Violeta Gorodischer
Como dice Edith Piaf, no me arrepiento de nada. Cuando el esfuerzo por la venta de los libros fue mayor que el placer de publicarlos, dejé de hacerlo”, dice Ada Korn, a sus 76 años, sentada frente a la enorme biblioteca de su departamento con un libro recién editado en las manos. Después fluye una risa contagiosa, esa que hizo reír a Guillermo Saccomanno, Martín Caparrós, César Aira o a la mismísima Silvina Ocampo, cuyo temblequeo de voz Ada imita mejor que nadie. En 1983 fundó Ada Korn Editora, editorial propia y autogestionada que no sólo publicó libros de reconocidos escritores argentinos sino que se encargó de difundir a extranjeros desconocidos a nivel nacional: Bohumil Hrabal, Danilo Kis, Natalia Ginzburg, Bella Chagall. Hoy, con el sello editorial todavía vigente pero con la actividad en stand by, decidió donar el stock restante a universidades y bibliotecas populares y acaba de escribir y publicar su primer libro: la vida y obra de una matemática y escritora rusa del siglo XIX, Sofia Kovalévskaia. Pero vayamos un poco atrás en el tiempo. Antes, mucho antes, Ada fue matemática. Y dio clases durante quince años: en la UBA, en La Plata, en el IDES, en el Di Tella. También escribía artículos de periodismo científico para La Opinión, traducía del inglés y el francés y preparaba colecciones para varias editoriales.
“Ya estaba divorciada y mantenía mi casa, con mis dos hijas. Ninguno de esos sueldos alcanzaba solo”, dice. Y así siguió hasta el ’83, cuando falleció su padre, que era ni más menos que Julio Korn, editor general de la célebre revista Radiolandia. “¿Sabés que hice?”, pregunta divertida, como si uno no lo supiera. “Pude darme el gusto: fundé mi propia editorial.”
Claro que el objetivo inicial era otro: pionera o visionaria, ella quería promover la divulgación científica, escribir ensayos sobre temas de física y matemática con un lenguaje para gente no iniciada. “Se me ocurrió mucho antes que a Golombek y a Paenza. No sabés la envidia que les tengo que hacen tan bien esa tarea.” Pero entonces la cosa estaba difícil puertas adentro del universo científico. Muchos habían tenido que irse del país y los que volvían se esforzaban por retomar sus carreras. ¿Quién iba a ponerse a escribir ensayos? En cambio, empezaron a llegar manuscritos de literatura. “Llovían: desde novelas, hasta cuentos, poesías, obras de teatro. Yo creo que el que hizo correr la bola fue Caparrós”, arriesga Korn, que estuvo casada con el padre del periodista-escritor. Y así fue que empezó a leer y leer y leer. “Fui dejando de a poco las cátedras. Trabajaba en casa yo sola, con algunos asistentes.” Los escritores consagrados no le interesaban, para ellos estaban las grandes editoriales. Su política, entonces, fue publicar al menos un argentino inédito o aún no consagrado y un extranjero desconocido por año. “Yo no era del medio literario; había leído mucho y mi adolescencia estuvo marcada por la biblioteca de mi madre: literatura rusa y alemana. De los argentinos leía a Borges, a Cortázar, a Bioy, pero cuando puse la editorial no sabía qué se estaba haciendo acá.”
Por eso, cuando escuchó que había una mesa de escritores noveles en el San Martín salió disparada hacia allá, libreta en mano y oído atento. En la mesa redonda, cuatro jóvenes escritores. Inéditos todos. Desprejuiciados, provocadores: un tal Alan Pauls, un tal Sergio Chejfec, otro que se llamaba Daniel Guebel y el último, Luis Chitarroni. “No dejaban títere con cabeza, nadie servía: ni los autores consagrados ni un montón de otra gente”, cuenta Ada. “El único que se salvaba era un tal Aira, del que yo no había leído nada ni sabía quién era.” Así que esperó a que terminara la mesa, cruzó a la librería de enfrente y pidió todo lo que tuvieran de él. Oh sorpresa, lo único que tenía publicado era Ema la cautiva. Lo leyó, le gustó y se encargó de conseguir su teléfono. “Lo llamé y le dije yo soy Ada Korn, no me conocés pero te va a ocurrir algo que a pocos autores les pasa. Me dijeron que tenés mucho material inédito; quisiera leerlo para ver qué me gustaría publicar.”
Los dos primeros libros editados fueron Ansay o los infortunios de la gloria, de Martín Caparrós y El vestido rosa - Las ovejas, dos cuentos largos de César Aira. Después siguieron Situación de peligro, de Guillermo Saccomanno, Convergencias, de Hugo Foguet, La ingratitud, de Matilde Sánchez, Canon de alcoba y En estado de memoria, de Tununa Mercado. “A Silvina Ocampo fue a la única a quien le pedí algo”, dice Korn. “Yo conocía a Silvina y Adolfito, porque eran amigos de mi hermana. Un día la llamé y le dije que sería un lujo tenerla en el catálogo. Me envió Los traidores, obra de teatro en verso, escrita en colaboración con Wilcock, en una edición ilegible por la cantidad de erratas. Tuvimos que tipearla de vuelta y en eso estábamos cuando apareció una palabra rara: menanos. Como en el diccionario no aparecía, la llamé y me atendió Adolfito. Le pregunté qué quería decir y la respuesta fue el silencio. Me pasó con Silvina que atendió riéndose de esa forma suya tan especial. Resulta que cuando estaban ensayando la obra con un elenco formado por Pepe Bianco, Enrique Pezzoni, Wilcock y no recuerdo quién más, alguien se equivocó y en lugar de decir enanos, dijo menanos. A Silvina le gustó la palabra y la dejó. A mí me dio carta blanca para corregirla o dejarla tal cual. Yo la corregí. No estoy segura de haber hecho bien.”
Pero no todo es color de rosa en el arsenal de anécdotas disponibles. Con Tununa Mercado, por ejemplo, las cosas no fueron tan distendidas después del éxito de Canon de alcoba (cuatro tiradas de 500 ejemplares, todas agotadas). “Fue una discusión sobre la venta de derechos, un problema que se podría haber arreglado fácilmente, se convirtió en un incordio por una carta desafortunada, en términos inadmisibles, que me mandó su abogado. Carta va, carta viene, el asunto terminó después de largos meses, abogados de por medio, con un acuerdo por el cual se cancelaban los contratos que habíamos firmado. Fue una pena; creo que las dos salimos perdiendo porque Canon de alcoba es un hermoso libro y se estaba vendiendo muy bien.”
Mujer de carácter fuerte, impulsiva pero no tanto, muy (pero muy) al margen del tradicional lobby que reina en los círculos literarios, tuvo también un encontronazo con Juan José Saer, ya consagrado por la crítica y la academia. Susana Zanetti (titular por entonces de la cátedra de Literatura Latinoamericana de la UBA) la llamó para contarle que el escritor quería publicar una versión ampliada de sus poesías, que habían aparecido en Venezuela. Ada arregló una entrevista con él, no sin antes haber comprado todos sus libros y haberlos leído de un tirón. Las poesías le fascinaron, pero una cláusula en el contrato sembró el germen de la discordia: si Ada Korn Editora las publicaba, tenía la prioridad sobre el siguiente libro del autor. Saer no quiso firmarla porque ya tenía un arreglo con otra editorial y entonces deslizó esa “frase horrible” que ella nunca pudo perdonarle: “Si un libro tiene éxito, el mérito es del autor. Y si un libro fracasa, la culpa es del editor”. La comunicación se cortó en ese punto hasta que un año y medio después, Saer le escribió: “De su silencio, deduzco que se ha ofendido”.
La respuesta fue clara y elocuente: “Deduce muy bien”.
Después llegó el turno de los extranjeros. Con la ayuda de Miriam Polak, quien había sido colaboradora de Boris Spivacow en Eudeba, Korn revisaba revistas especializadas y catálogos de editoriales extranjeras. Una vez elegidos, pedidos y leídos los ejemplares de prueba, compraba los derechos según la opinión de Miriam y su propio gusto personal. Así fue como tradujeron obras de Vladimir Nabokov (El hombre de la URSS), de Natalia Ginzburg (La ciudad y la casa), de Isaac Bashevis Singer (La imagen y otros cuentos), de Stefan Zweig (Cartas a los amigos), de Bohumil Hrabal (Yo que serví al rey de Inglaterra y La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo). “A Hrabal lo descubrimos nosotras. Después lo sacaron los españoles y lo vendían acá”, cuenta Ada que, incansable, recorría librerías rastreando el libro con la misma resignada cantilena: “No tienen derechos, en mi contrato dice que los tengo yo”. También tradujeron del idish Primer Encuentro, de Bella Chagall (con dibujos del pintor) y publicaron a Halter Marek, un polaco que fue best seller con Las memorias de Abraham, un libro que narra 2000 años de historia judía y cuya segunda parte Ada se negó a publicar. “Era un mamarracho total. Mis colegas editores me dijeron que estaba loca, pero yo les dije que dejaba libres los derechos, que lo publicara el que quisiera. Mamarrachos como ése yo no hago.” Así, a paso de hormiga, Ada Korn fue construyendo un catálogo tan breve como sólido: pocos libros para veinte años, pero cuidados con delicadeza de orfebre. Ella misma diagramaba, visitaba talleres, corregía, compraba el papel, iba a la imprenta, se paraba al lado de las máquinas, miraba todo. La mayoría de los dibujos de tapa los hacían sus propias hijas, la contratapa la escribía (y firmaba) ella, y así siguió todo hasta 2003. Miriam Polak ya no estaba en la editorial, los asistentes rumbeaban para otros lados y finalmente Ada dijo basta. Cansada de las eternas discusiones con distribuidores y libreros, consideró que ese esfuerzo superaba el placer intelectual de la edición y a los 72 dijo basta. Así de firme, así de concreto. Rescindió todos los contratos y les avisó a los autores que no iba a liquidar los libros. “No iba a rematar todo para que los libros aparecieran sucios y manoseados en la mesas de oferta”, dice. Desde ese momento, emprendió una cruzada personal que todavía lleva adelante: donar el stock remanente a las bibliotecas populares del país y a los departamentos de Literatura de las universidades nacionales y extranjeras. “Tenemos un listado de bibliotecas, desde Jujuy hasta Tierra del Fuego; muchas de ellas ya recibieron la caja que armamos con los libros que nos van quedando y seguiremos hasta agotar el stock.”
Sólo una cosa tenía pendiente Ada Korn. Algo que nunca, en los veinte años que duró Ada Korn Editora, había podido hacer. Hoy, con la editorial inactiva y un historial de anécdotas y libros detrás, se dio el gusto de escribir su propio libro: Sofia Kovalévskaia, 1850-1891 - Símbolo y ejemplo. En realidad, dice, se dedicó a saldar una vieja deuda, algo que había tenido en mente desde la fundación misma de su editorial. A principios de los ’80, en una pequeña librería de Nueva York, Ada había encontrado una perla llamada A Russian Chilhood. La atracción fue inmediata no sólo porque sus cuatro abuelos fueron rusos sino porque en seguida descubrió que se trataba de las memorias de infancia de Sofia Kovalévskaia, célebre matemática a quien ella había conocido en la facultad por el teorema “de Cauchy-Kovalevski”. “Como en ruso los apellidos se declinan, siempre había creído que era un hombre”, explica. Lo leyó de un tirón y quedó fascinada. “Es Chejov”, pensaba, y aunque le cueste admitirlo, las similitudes también jugaron un rol importante: dos mujeres matemáticas que se codean con los círculos literarios y al final de sus vidas deciden ser escritoras. Claro que en el caso de Sofía se suman algunos detalles jugosos que hacen que su historia sea ciento por ciento novelesca: pionera en la lucha por los derechos de las mujeres a realizar estudios superiores a mitad del siglo XIX, fue la primera mujer que se doctoró en Matemáticas y ejerció una cátedra universitaria en Estocolmo. Además, compartió los ideales progresistas de la intelligentzia de su siglo, conoció a gran parte de la intelectualidad rusa y europea (deliciosos los pasajes que cuentan el romance entre Dostoievsky y su hermana) y fue universalmente celebrada por sus logros. “Cuando puse la editorial lo primero que pensé fue en comprar los derechos del libro y editarlo”, dice Ada. Pero la traductora (del ruso al inglés) pidió una cantidad de plata que sólo era razonable para un libro original. “Hágalo usted, los derechos de traducción son públicos”, le dijeron.
Veinte años pasaron desde ese diálogo, hasta que se decidió: “Después de los 70, me dije, tengo que dedicarme a una sola y única cosa, por una vez en mi vida”. Con ayuda de dos mujeres jóvenes (una serbia y otra rusa) tradujo del ruso las Memorias de Infancia a partir de cuatro manuscritos diferentes. Después, se abocó a escribir la parte de su vida adulta, basándose en los archivos de la Universidad de Estocolmo. Y para que ningún lector se quedara afuera, hizo una introducción con el panorama sociocultural de Rusia durante los siglos XVII, XVIII y XIX. El libro todavía está tibio, pero Korn se niega a volver a lidiar con distribuidores y libreros. Publicado por su propio sello, la solución fue regalarlo, dejar una limitada cantidad de ejemplares en la librería El Ave Fénix (por amistad con la dueña) y venderlo eventualmente vía mail. Ada suspira. Como si la hubiera agotado mirar hacia atrás, pasar revista al pasado. ¿Por qué hizo todo lo que hizo? ¿Para qué?
“Soy maestra, y en el fondo de mi alma, sigo siendo maestra. Si algo me gusta, pienso que también te va a gustar a vos; si algo no sé, pienso que tal vez vos tampoco lo sepas. No tenía ningún otro objetivo. No soy ambiciosa, no soy comerciante. También por eso, cuando dejé de publicar, lo hice totalmente a conciencia.” Tan simple como eso.
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