El diálogo, el libre ejercicio del pensamiento y la amistad son los pilares más sencillos pero indispensables para el quehacer filosófico. Con esta convicción da comienzo Historia de la Filosofía sin temor ni temblor (Planeta) de Fernando Savater, quien en esta entrevista, poco antes de llegar a la Argentina a presentar su libro, reflexiona sobre la tarea de divulgar la filosofía en la era donde el ágora son los medios e Internet.
› Por Mariano Dorr
En las primeras páginas de este libro ilustrado –por Juan Carlos Savater, el hermano de Fernando– y pensado en principio como una historia de la filosofía para aquellos que recién se inician en los quehaceres de esta disciplina, el autor nos propone una breve introducción a su problemática a través de la reflexión sobre la naturaleza de las preguntas. En la vida diaria muchas veces dependemos de ciertas preguntas para resolver problemas más o menos urgentes: “¿Has estado en París?, ¿a qué temperatura hierve el agua?, ¿me quieres?”. Las respuestas nos sirven para saber cómo debemos actuar a continuación; preguntando, aprendemos a vivir mejor. Al mismo tiempo, hay respuestas que parecen cancelar todo el interés de la pregunta: ¿qué importa la pregunta sobre qué hora es cuando ya nos informaron que son, por ejemplo, las diez de la mañana? Savater interpela a sus lectores: “Imagínate que en lugar de preguntar qué hora es, se te ocurre la pregunta de qué es el tiempo. Ay, caramba, ahora sí que empiezan las dificultades”, escribe. Aquí, entonces, se trata de una pregunta sobre nuestra propia naturaleza temporal, nuestro modo –como sujetos pensantes– de ser en el tiempo. Y no podremos acercarnos a especialistas en el tiempo (como antes sí podríamos haberle preguntado la hora a un relojero). Nadie sabe definitivamente qué es el tiempo (ni la muerte, ni la verdad, ni la libertad, ni el universo): “Mejor será que hables con los demás, con tus semejantes, con otros preocupados como tú”. El diálogo aparece entonces como el modo privilegiado de acercamiento a la tarea del filósofo.
Conversando telefónicamente, Savater nos explica en qué consiste para él esta dimensión esencialmente dialógica de la filosofía.
“El diálogo libre y abierto caracteriza a la filosofía respecto de otro tipo de saberes. A veces se habla de que también hubo filosofía hindú y filosofía en China. El término es muy amplio, es impreciso se puede decir, pero creo que en esos casos podemos hablar de sabidurías: sabiduría hindú, china, etcétera. Pero la filosofía propiamente dicha nace en Grecia junto con la democracia. Es el equivalente intelectual a la democracia en el terreno político.” Prescindiendo de genealogías, de jerarquías, de tradiciones, de leyendas, la democracia y la filosofía representan la autonomía igualitaria de los individuos para encontrarle un sentido a la vida en común (en el caso de la política) y a la reflexión sobre la propia existencia humana (en el caso de la filosofía). Allí está lo esencial, dice Savater: “El filósofo no es un sabio que está por encima de los demás, lejos, sino que está, de alguna manera, a la misma altura, está en el mismo plano que los otros y entra en contacto con ellos. Toda filosofía es interactiva”. Sin embargo, Historia de la Filosofía sin temor ni temblor también da cuenta de cierta imposibilidad del diálogo, aun cuando se trate del encuentro entre un afamado filósofo (Diógenes de Sinope) y un hombre formado por el mismísimo Aristóteles (Alejandro Magno). Cuenta la historia que cuando Alejandro tuvo oportunidad de conocer a Diógenes el cínico (que vivía en una tinaja, como un perro, haciendo de su pobreza una virtud), al encontrarse frente al filósofo le dijo que él era el soberano, que pidiera lo que quisiera, que inmediatamente le sería dado; Diógenes gruñó. Alejandro insistió, y el cínico contestó: “Voy a pedirte que te corras un poco, estás tapándome el sol”. El conquistador de todo el mundo conocido no había podido conquistar a Diógenes. Savater dice al respecto: “El diálogo filosófico exige fair play por los dos lados, exige una aceptación del otro como semejante a título de igual que uno mismo. Y, por supuesto, Diógenes y Alejandro se enfrentan y creo que ninguno de los dos es capaz de aceptar al otro como un semejante en el mismo plano; entonces, ahí no hay filosofía posible. La filosofía nace, precisamente, cuando estamos en el plano de humanidad, no cuando estamos en un plano jerárquico socialmente”. Un encuentro muy diferente, esta vez fructífero en términos filosóficos, se da entre un esclavo (Epicteto) y un emperador (Marco Aurelio): “Ahí sí se da un reconocimiento, de hecho Marco Aurelio no solamente nunca se siente diferente o superior a Epicteto, a quien tiene por maestro, sino que prácticamente le concede mayor autoridad moral que a sí mismo. Ahí sí que hay un claro ejemplo de cómo se pueden quitar todas las vestiduras; uno es un esclavo, un liberto; el otro es un emperador, pero en el momento de la filosofía son dos seres racionales, dos seres pensantes, dos mortales que saben lo que les va a ocurrir”.
Cada uno de los capítulos del libro termina con un diálogo entre Alba y Nemo, una chica y un chico de entre doce y trece años. Conversan sobre el capítulo que acaba de terminar, generan nuevas discusiones, van descubriendo lentamente la fascinación por las incertidumbres del pensamiento: “Alba y Nemo tienen de algún modo la edad primaria de los lectores a los que en principio se puede dirigir más directamente el libro. Estos doncellos hablan... y hablan quizá de cosas que se les ocurren a raíz de lo que acaba de ocurrir en el texto. Yo lo que quería era dar una vivacidad y una cercanía al contenido del libro, y también, mostrar que el pensamiento continúa. Es decir, el pensamiento no es algo que sea cosa de unos especialistas que digan lo que hay que decir y, entonces, al resto sólo le toca repetirlo, sino que el pensamiento continúa. Quería decir entonces que Alba y Nemo (o cualquier chico de esa edad, o cualquier persona de nuestro tiempo) también son pensadores, y tenemos que serlo, hay que continuar esa tarea”.
La inclusión de estos personajes no sólo refuerza la idea de diálogo que Savater coloca en el centro de la reflexión filosófica sino que también aparece, entre ellos, la necesidad de vincular el ejercicio del pensamiento con la práctica de la amistad, uno de los rasgos más hermosos de la ética de Aristóteles. Es tan fuerte la idea de amistad que, escribe Savater, Aristóteles “incluso dice que, sin amigos, nadie quisiera verse obligado a vivir”.
El libro está escrito con humor y una enorme sencillez, casi como si estuviéramos escuchando la voz de Fernando Savater (que nos es bastante familiar desde hace algunos años, debido a su incursión en programas de cable exhibidos en la Argentina, sobre todo 10 M, donde Savater reflexionaba junto a otras figuras de la cultura hispanoamericana en torno de la influencia de los Diez Mandamientos en la actualidad). La claridad expresiva de Savater hace del libro una excelente herramienta para aquellos que no han tenido hasta ahora la oportunidad de interiorizarse en las idas y venidas de la historia del pensamiento. La filosofía, desde su nacimiento en Grecia, lucha por llegar a la mayor cantidad de gente posible, por eso Parménides (siglo VI a.C.), en lugar de escribir un tratado filosófico, escribió un Poema, donde comienza hablando de las musas casi como una excusa, para que lo escuchen en la plaza pública, mientras en realidad sólo se trata de una estratagema para aleccionar a sus conciudadanos acerca del Ser, que –según escribió– es. Más adelante, en la Academia fundada por Platón, no se permitía ingresar a aquellos que no tuvieran previamente un conocimiento general de la geometría. La filosofía es una actividad que se abre a la comunidad (mediante la divulgación de su historia y el tratamiento de sus cuestiones elementales, que nos atañen a todos) pero que, al mismo tiempo, se encierra entre las paredes de la institución académica. El trabajo de Fernando Savater como iniciador a la filosofía no es reciente; efectivamente, su nuevo trabajo se enmarca en una tetralogía que Historia de la Filosofía sin temor ni temblor viene a completar: “Es un libro escolar, en un primer momento, pero que también está abierto a personas adultas que, por cualquier razón, no hayan entrado en ese campo y quieran interesarse por él. Primero aparecieron dos libros de filosofía práctica, Etica para Amador y Política para Amador, una introducción a la filosofía moral y una introducción a la filosofía política; después, Las preguntas de la vida, que da una visión global de los principales temas filosóficos y el método para acercarse a ellos. Y claro, faltaba una Historia de la Filosofía... Así, ésta es la cuarta entrega que yo he pretendido, además, presentar como un libro ilustrado, un poco a la antigua. Es un libro que pretende ser en sí mismo, como objeto, un objeto atrayente, un objeto que de alguna manera invite a la reflexión y al paladeo”. Poner la filosofía al alcance de todos implica aquí hacer de ella un objeto bonito, que den ganas de poseerlo, de observarlo con curiosidad, guardando cierta afinidad con los libros de texto que llevan los chicos a la escuela.
En relación con la cuestión de la popularización del pensamiento filosófico, resultan significativas las palabras de Savater a propósito del extraño vínculo entre periodismo y filosofía: “La filosofía nace en el ágora, en la plaza pública. Es decir, no nace en recintos cerrados, tampoco en la Academia; no es algo que nazca encerrado entre cuatro paredes sino que nace en la calle, entre gente que no es especialista. Se trata de gente que va a hacer sus gestiones, sus negocios, y que de repente se para interpelada por Sócrates. Yo creo que eso es importante: hoy, el ágora... ¿cuál es nuestro ágora? Hoy el ágora son los medios de comunicación, el lugar donde nos encontramos todos. Ya no somos unos pocos miles de personas como eran los atenienses en tiempos de Sócrates, que se podían reunir de algún modo en un espacio relativamente cerrado. Hoy somos muchos millones, y entonces nuestro espacio es el espacio de los medios de comunicación, de la prensa, de los medios audiovisuales, de Internet. Ahí está nuestro ágora. El filósofo hoy tiene que entablar el diálogo con sus semejantes allí donde están, es decir, en esos espacios comunes o públicos”.
La filosofía nace en la calle, sin especialistas de ninguna clase, simplemente a partir del diálogo y la radicalización de la reflexión, hasta dar lugar al concepto. Sin embargo, esto no significa –para Savater– que debamos menospreciar el desarrollo de la filosofía tal y como se practica hoy en los ámbitos académicos de todo el mundo: “No quitemos importancia al paper, la filosofía es ya un saber especializado. En fin, todo eso es importante. Pero no hay que olvidar que luego lo fundamental es otra cosa. Lo fundamental es la relación entre filosofía y vida. La filosofía no es simplemente una disciplina más para obtener grados académicos sino que es algo para salvar nuestra vida. Es, como decía Ortega y Gasset, como el náufrago que se ha caído del mar, y chapotea, y golpea en el agua para ver si se puede sostener con la cabeza fuera del agua. Eso es la filosofía, y eso es lo importante. Luego, también, para quien ya hace un estudio más especializado están, efectivamente, los papers académicos y todo lo demás. Pero la mayoría de las personas no va a hacer una carrera o una especialización en una materia filosófica técnica, digamos. Lo que necesita es saber la suficiente filosofía para su vida”.
El título del libro hace un irónico guiño al famoso texto de Soren Kierkegaard, Temor y temblor, donde se cuenta el caso de Abraham, a quien Jehová le pide el sacrificio de su hijo Isaac. A pesar de ser un pedido inexplicable para el propio Abraham, éste toma a su hijo en brazos y lo lleva a la montaña, angustiado; justo antes de asesinarlo, su dios –infinitamente extraño a la razón, pero que puede salvarnos a través de la experiencia de la angustia– lo detiene complacido. Savater señala que, para Kierkegaard, se trata de “creer más allá de la lógica –y de la ética– y sus explicaciones para acabar finalmente con todo temor y toda culpa”. No sin admiración, Savater toma distancia de este modo de entender los laberintos de la razón. Desde el inicio de su libro, llama la atención a sus lectores pidiéndoles que no permitan que nadie piense por ellos; cada uno debe hacer el ejercicio del pensamiento por sí mismo. El mandato délfico (“ocúpate de ti mismo”) parece exhortarnos a un cuidado del alma que no es otra cosa que una invitación más a practicar la filosofía. Entonces debemos ocuparnos de nosotros mismos, pero cuidando a la vez que nadie nos imponga una creencia, puesto que no podemos comenzar a filosofar sin llevar a cabo una crítica de la religión (que en el libro aparece fundamentalmente en las figuras de Erasmo de Rotterdam, Spinoza, Feuerbach, Hume, Marx, Freud y Nietzsche).
–La escuela debería ser un lugar libre de influencias religiosas. En la escuela pública no debería estar presente la religión. Yo no creo que a los niños, a los jóvenes o adolescentes se los deba embarcar en polémicas religiosas. Basta con decir: “Bueno, todas esas leyendas piadosas, todas esas tradiciones que explican el origen del mundo de acuerdo con cuentos y leyendas... todo eso forma parte de una tradición folklórica, pero eso no es la razón”. La razón empieza cuando renunciamos a esas cosas y cuando nos planteamos las grandes preguntas sólo a partir de nosotros mismos, del diálogo con los demás y de nuestra reflexión sobre la experiencia de lo real. Y lo otro lo dejamos a un lado. Entonces, más que dedicarnos a una crítica –en el sentido polémico– de la religión, lo que hay que hacer en la escuela es crear un espacio libre de esa presencia obsesiva religiosa.
–Pensar es pensar contra el terror que nos quieren imponer otros y, al mismo tiempo, contra el terror que sentimos nosotros mismos. Hay ideas que nos espantan. La verdad puede no sernos favorable. A veces hay que tener coraje para atreverse a pensar. No pensar lo que nos es grato, lo que nos conviene, lo que nos tranquiliza sino realmente atreverse a mirar las cosas cara a cara. Y, por supuesto, desafiar también a aquellos que quieren intimidarnos e imponérsenos con sus aterradoras ideas desde afuera.
–Hay que evitar la tendencia –que algunos libros recientes incluso han fomentado– de convertir la filosofía en una especie de forma trascendente de autoayuda o algo por el estilo. Yo creo que la filosofía no es una forma de autoayuda. Puede haber –en algunos casos de filósofos estoicos o epicúreos– algún aspecto que nos suene a lo que llamamos autoayuda. Pero la filosofía en sí misma, como tarea, no es un ejercicio de autoayuda sino más bien un ejercicio de cómo vivir en la incertidumbre. Es decir, de vivir precisamente sin necesidad de unas certezas supersticiosas, indiscutidas y acríticas como de alguna forma tanta gente acepta. El filósofo no acepta eso. Quiere vivir, pero quiere vivir en el riesgo de la incertidumbre, de la duda, del cuestionamiento de lo establecido.
–Algunos piensan que la historia de la filosofía es una especie de repaso de cerebros que están ahí, flotando en el vacío, casi como máquinas de pensar. No hay nada más distinto, los filósofos son seres con cuerpo, con pasiones, con ambiciones, a veces con miserias. Y, por supuesto, la historia de la filosofía no es tampoco simplemente un gabinete donde una serie de señores intercambian amablemente opiniones sino que pasa por cárceles, por hogueras, por exilios, por enfrentamientos violentos. Hay una reciente película –que yo creo muy adecuada– de Alejandro Amenábar que se llama Agora, donde cuenta la historia de una de las pocas mujeres-filósofo de la época antigua, Hypatía, que intenta filosofar y acaba despedazada y asesinada por los cristianos. Los poderes tanto eclesiales como cívicos han soportado mal la búsqueda filosófica.
–Pensar es revolucionario si le quitamos truculencia a la palabra. Es revolucionario en el sentido de que pone las cosas patas arriba. Quien piensa, lo primero que hace es poner en cuestión, poner entre paréntesis todo lo que hay. No es una revolución en el sentido de disparos y de tomas del Palacio de Invierno. Es una revolución porque uno todo lo que creía cierto lo ve como inseguro o relativo. Y, claro, todo eso hace que uno se sienta sacudido. El diálogo sacude los principios de lo que parecía establecido.
Toda historia de la filosofía está condenada a ser incompleta, los filósofos son tantos (sobre todo, en los inicios de la filosofía, en Grecia) que resulta imposible dar cuenta de todos ellos en un mismo trabajo. En el último diálogo que mantienen Alba y Nemo, conversan sobre esta cuestión. Nemo: “¿Esto es todo? Si ya no hay más filósofos, ¿se acabó la historia de la filosofía?”. Alba: “No, hombre, claro que no. Seguro que hubo muchos más filósofos antes y que ha seguido habiéndolos después. Estoy convencida de que para pensar filosóficamente no hace falta tener carnet de filósofo, ni un título que nos autorice a filosofar. Yo creo que la filosofía es a veces el oficio de algunos, pero antes o después representa una necesidad en la vida de todos y de cualquiera”. Alba es un poco más sensible que Nemo. Aparecen dibujados, al final de cada capítulo, discutiendo, a veces en Grecia, otras veces presenciando la Revolución Francesa, o en el puerto de Alejandría, en el norte de Egipto, recorriendo los escenarios de la historia del pensamiento. Después del último capítulo aparece una Explicación final, donde vemos un dibujo de Fernando Savater, con sus lentes característicos, sentado en un pupitre junto a sus “doncellos”, Alba y Nemo, cada uno con una hoja y un bolígrafo. ¿Están recibiendo una clase? ¿De quién? Nada menos que de Bertrand Russell. Esta escena funciona como una especie de homenaje de Savater al gran maestro inglés: “La sabiduría de Occidente de Bertrand Russell fue el primer libro que yo tuve y aprecié. Era una historia de la filosofía muy ilustrada, un libro grande, muy atractivo, en el que Russell de alguna manera condensaba o resumía la bien conocida Historia de la Filosofía que él mismo escribió, mucho más extensa. En ese libro fue donde yo vi las primeras imágenes de los filósofos, las primeras ilustraciones, fotografías y paisajes filosóficos, por decirlo así. Fue mi primer libro filosófico y lo tengo todavía, lo guardo desde hace muchos años. Entonces, cuando hice esta Historia de la Filosofía quise hacer una especie de homenaje a ese libro que me despertó la vocación. Y ojalá que el mío también –salvando las distancias que me separan del talento de Russell– sirva para ayudar a alguien a interesarse por la filosofía”.
Curiosamente terminamos el libro imaginando a un Fernando Savater adolescente, observando las láminas de aquel libro de Russell (que todavía se consigue en algunas librerías de viejo), absorto en sus pensamientos. El epígrafe de esta Historia de la Filosofía sin temor ni temblor resume también esta intención de acercar la filosofía a todo el mundo, sin restricciones de edad. Se trata del comienzo de la famosa Carta a Meneceo, donde Epicuro dice: “Nadie por ser joven dude de filosofar, ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alma”. En este sentido, el libro no es simplemente una introducción para los jóvenes sino que Savater parece decirles a aquellos que se sientan ya grandes para la filosofía: “Ven, siéntate aquí, escuchemos juntos las palabras de Bertrand Russell, como hice yo cuando tenía doce años de edad”.
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