Inspirada en Mujica Lainez y dispuesta a rendir honores a la literatura argentina, Zoé Valdés se internó en el Museo del Louvre para salir airosa entre tanto cuadro prestigioso.
› Por Omar Ramos
Una novelista en el Museo del Louvre
Zoé Valdés Norma
181 páginas
Zoé Valdés comenzó a leer a Mujica Laínez en un cuarto de La Habana Vieja. Los libros de Manucho llegaban del extranjero, cada tanto, y ella los devoraba al punto de que Bomarzo, dice la escritora cubana, le cambió la vida, esa novela la convirtió en novelista, ya que hasta ese momento sólo escribía poemas y cuentos. También refiere que Un novelista en el Museo del Prado, de Mujica Laínez, es uno de esos libros que no podría abandonar jamás. Lo leía y releía provocándole una felicidad inigualable. Tanto que decidió escribir bajo esa inspiración Una novelista en el Museo del Louvre, en cuya introducción Zoé Valdés expresa su admiración por el novelista argentino en un encuentro ficcional, en el Louvre en 1983, y al poco tiempo formula también su admiración por Julio Cortázar cuando acaba de regresar de su entierro en el cementerio de Montparnasse.
La unidad de la trama de esta novela, que tiene veinticinco relatos, donde los protagonistas de los cuadros y las esculturas del Louvre al igual que en la novela de Manucho salen de la pinacoteca y adquieren vida, es la presencia del narrador, en un caso la propia Zoé Valdés y en el otro Mujica Laínez, quienes fabulan por un lado y también dan información veraz sobre la vida de distintos pintores como Georges de la Tour, autor de La Magdalena Penitente, o de Raffaello Sanzio, pintor de La Virgen y el Niño con el pequeño San Juan Bautista y de tantos otros que, por momentos, la novela se ve desbordada por tanta información de autores, fechas, obras y datos que parecen construir una historia cercana a una precisa guía turística especializada en artes plásticas. De hecho, en las referencias bibliográficas que cierran el libro, se mencionan las 1001 peintures au Louvre, editado en el 2005 y Pélerinage au Louvre, de L’Académie Française, de 2008.
En otros pasajes la novela adquiere sustancia creativa, e incluso transgresora, cuando Juan Bautista, el primo de Jesús, sale de su cuadro, baja de su pedestal, un chico le regala una raqueta de tenis, pero él quiere conocer a La Gioconda y se lo hace saber a Zoé Valdés, que lo conduce hacia ella. La Mona Lisa, más bella que nunca, es la imagen fulgurante del Espíritu Santo. La novelista se pregunta por el sexo de la tercera persona de la Santísima Trinidad: “¿Mujer, hombre, ambos a la vez?”.
En otras escenas, también inquietantes, al describir la narradora La camisa levantada, de Fragonard, pintada en 1770, es atraída por esa mujer, de rollizo cuerpo desnudo y nalgas enrojecidas, que deja la tela y tiene sexo con ella: “Nuestros cuerpos se juntan recostados contra el cortinaje que cae desde el dosel”.
En algunos relatos se intercalan las historias de los protagonistas de los cuadros y la monarquía que ordenó su elaboración con disquisiciones de la narradora, cuando refiere que cree en Dios porque cree en la poesía (“Ella es mi dios o mi diosa”) o cuando cita pinturas como Las sombras de Francesca de Rimini y de Paolo Malatesta se aparecen a Dante y a Virgilio (1855) de Ary Scheffer, argumentando el afán de aludir a La Divina Comedia. Hay también otras logradas interrelaciones entre pintura y obras literarias como El baño de Esther (1841), de Theodore Chassériau, cuya representación fue extraída del Antiguo Testamento.
A esta novela, dedicada a Manuel Mujica Laínez in memoriam, a quien la autora le reconoce la inspiración, podría cuestionársele la originalidad y el tratamiento del tema. Pero también es cierto que es improbable abordar un asunto que no haya sido tratado. Así el “qué escribo” pierde presencia ante el “cómo lo hago”. Y es en este sentido donde la novela de Zoé Valdés adquiere relevancia en el imperio de la narración con un lenguaje elaborado y un estilo singular que le dan un prestigio estético a su propuesta.
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