Dom 21.02.2010
libros

El último americano virgen

› Por  Alejandro Soifer

Un chico, Teddy, que está por empezar la escuela secundaria, dos hermanos amigos suyos, que se encuentran en su casa, un accidente con un rifle por el cual muere uno de los hermanos, son los elementos que pronto se disparan en Juventud americana, la primera novela de Phil LaMarche, para construir a continuación una historia acerca de la adolescencia, la incertidumbre, lo nuevo y lo viejo, los cambios y las resistencias a los cambios.

LaMarche acusa recibo de sus influencias literarias y las deja bastante explícitas en un comienzo que remite a El guardián en el centeno, de Salinger, y también en el epígrafe de Cormac McCarthy de quien remeda la sequedad y parquedad de una prosa que parece, por momentos, ajena a toda emoción y luego hará lo mismo con algún homenaje más o menos velado a Ernest Hemingway, de quien toma el mecanismo de figurar la violencia mediante metáforas de caza.

El marco de la novela, un pueblo chico de una región que se presume como el medio oeste estadounidense, se presenta como el protagonista de un relato que va construyendo de a poco el temido y siempre rendidor “infierno grande”. Ese lugar es el que con sus contradicciones irá llevando a la deriva a Teddy, quien luego del accidente mortal se encuentra confundido y lleno de culpa, pero también convertido súbitamente en héroe de un grupo de neoconservadores admiradores de Ronald Reagan que se agrupan bajo el nombre de Juventud Americana.

Las tensiones entre progresismo y conservadurismo asumen avatares un poco maniqueístas: el padre del chico que se fue del pueblo al que asume como decadente y falto de oportunidades y pretende llevarse a su familia con él; el tío y la madre que representan, con distintos matices, la conservación y los valores más reaccionarios de la derecha liberal estadounidense junto con los miembros de Juventud Americana, y por otra parte el progreso que empieza a invadir el espacio donde todos conviven, con nuevos barrios de construcciones modernas que espantan y horrorizan a los puristas del lugar. De fondo, la crisis económica, el desempleo y el debate candente de ideologías acerca de la tenencia legal de armas de fuego en los Estados Unidos.

Por momentos, el narrador, que sabe ser sutil y sembrar el texto de oraciones cortas, se vuelve demasiado explícito y sucumbe a la tentación de alguna oración que por demasiado explícita parece ingenua: “... el coche estaba tan recubierto de pegatinas y grafitis que en principio se diría que pertenecía a un circo. Pero una mirada más atenta a los lemas evidenciaba que no estaba a punto de apearse una tropa de payasos: QUEMA MI BANDERA Y TE QUEMO EL CULO; MATA A UN COMUNISTA A PRIMERA VISTA; ABORTO = HOMICIDIO; UNA TORMENTA DE FUEGO PURIFICA”.

A esto hay que sumar algunos clichés que giran en torno de las crisis de adolescencia de los involucrados en el accidente en busca de purgar culpa y dolor: el hermano que queda vivo comienza a traficar drogas y el protagonista empieza a provocarse quemaduras en el brazo.

Se produce una mezcla de clima de época con los ritos de pasaje de la adolescencia, dos asuntos delicados que requieren de una gran sutileza para no pisar en falso. LaMarche lo logra por momentos, con algunos destellos de buena prosa y premisas básicas interesantes, pero en su mayor parte se distrae construyendo situaciones poco verosímiles, con personajes unidimensionales. Los intentos, por el contrario, de injertarle algo de movilidad al carácter de Teddy terminan resultando poco creíbles, llevando la novela a cierta cercanía con la estética Emo.

LaMarche mezcla temas y estilos, pretende hacer una novela realista y a la vez psicológica con las herramientas heredadas de los cultores de un realismo seco y despojado. El resultado, como era esperable, es desparejo.

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