En esta nueva entrega de relatos de William Goyen, Angeles y hombres, el gran protagonista es la memoria y los esfuerzos del autor sureño por conservar historias, sucesos y climas que, de no ser registrados, correrían irremediablemente peligro de extinción.
› Por Mariana Enriquez
En 2007, la editorial La Compañía publicó a William Goyen (1915-1983) en castellano, luego de que por muchos años su obra resultara inconseguible –hay registros de ediciones locales casi míticas en los años ‘60 y ‘70, que no alcanzaron para que este escritor texano pudiera salir de su condición de secreto. Fue La misma sangre y otros cuentos, entonces, el libro que lo dio a conocer, el que descubrió a un cuentista deslumbrante y poderoso, enmarcado en el gótico sureño pero con una sutileza propia, una obsesión por los orígenes y por la inmensidad rica y brutal de Texas, su estado natal, que lo diferenciaba de sus influencias (William Faulkner) y sus amigos (Carson McCullers). Aquel libro editado hace tres años incluía relatos tristes y misteriosos como “Preciada puerta” o “Puente de música, río de arena” y otros de excelencia pero increíblemente brutales como “Si tuviera cien bocas”, donde confluían los conflictos raciales, la violencia –física, sexual– y el odio de Ku-Klux-Klan, en una verdadera llamarada literaria.
La Compañía acaba de editar un segundo libro de relatos de Goyen, esta vez traducidos por Esther Cross con posfacio de Marcelo Figueras. El volumen se llama Angeles y hombres y si bien tienen tantísimo en común con los relatos del primer libro, se diferencian por cierta fugacidad, cierto elemento difícil de aprehender; en estos cuentos, Goyen parece trabajar casi exclusivamente con la memoria, con el ansia por capturar vidas pasajeras, relatos en extinción, situaciones que, de no ser atrapadas, pueden perder su significado. Escribe Goyen en “El camino de Rhody”, el cuento que abre el libro: “A veces, algunos hechos coinciden en el tiempo y uno termina creyendo que eso significa algo. Después hay que esperar a que ese algo se revele”.
Ese mecanismo de revelación tardía funciona en muchos cuentos del libro, como “De buena madera” o “Memoria de mayo”, el primero la evocación de un abuelo; el segundo, de un fiesta escolar; ambos recuerdos asaltan al protagonista en el presente, lejos de su hogar, de sus raíces y lo devuelven de un fogonazo a la infancia, a ese origen del que no puede desprenderse. Como dice Figueras en el posfacio: “La mayoría de los relatos de Goyen –y la totalidad de los que componen Angeles y hombres– lidian con la cuestión del pasado o del origen”.
Otros dos cuentos, “El camino de Rhody” y “El huésped”, están protagonizados por vidas fugaces, seres que llegan y se van sin que se sepa nada de ellos, pero sin embargo marcan a quienes los rodean. En ambos, el mundo que rodea a estos personajes es inquietante: Rhody vuelve a la casa familiar después de penurias y aventuras, y llega en medio de una plaga de langostas, mientras sobre el pueblo se cierne un evangelista encapuchado sentado sobre un mástil, que lanza volantes sobre el juicio final; el “huésped” es el Sr. Stevens, un profesor de tipografía que alquila una “casa de muñecas” (réplica de una mansión, ubicada en el mismo terreno, alguna vez lugar de juegos de la joven heredera de la casa) para darle borrón y cuenta nueva a una vida que se intuye, al menos, extraña. Pero tanto Rhody como el Sr. Stevens están de paso: son sus historias las que Goyen quiere guardar. Escribe en “Angeles y hombres”, el cuento: “A mí me interesan las viejas casas y las historias que contienen y que nadie recuerda hasta que llega quien las salva con sus oídos, su lengua y su boca”.
“Angeles y hombres” es, justamente, una cadena de historias de pueblo, todas escalofriantes: la de un hombre que no puede matarse, ni siquiera tirándose al pantano infestado de lagartos, la de una belleza mejicana que tras una vida desgraciada se retira a un convento, la de un pozo maldito y una historia de incesto y maldición que debe leerse junto a “Si tuviera cien bocas”, aquel cuento de La misma sangre, porque retoma personajes y vuelve sobre dos primos que encarnan a esa familia faulkneriana. El otro gran tema, entonces, es el de la familia. Que es casi lo mismo que decir el origen, la memoria, los recuerdos de la infancia. Un mundo perdido que Goyen recupera en retazos, como restos que llegan a la orilla impulsados por las olas: algunos de esos fragmentos son hermosos vidrios sobre los que brilla el sol, otros son pedazos de mugre de forma indefinida, difíciles de identificar, repulsivos..., pero extrañamente familiares.
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