Tragos raros y coloridos. Bebidas blancas. Vinos y populares fernets. Las variantes del alcohol y sus efectos sobre los personajes se conjugan en un libro de historias cortas de Cristina Civale.
› Por Juan Pablo Bertazza
“Un hombre que sólo toma agua tiene un secreto que ocultar a sus semejantes”, dice Baudelaire en Del vino y del hachís. Y, a juzgar por esa frase, los personajes del último libro de Cristina Civale confiesan absolutamente todo, es decir, se sinceran hasta la última gota. Cada uno de estos Cuentos alcohólicos lleva, de hecho, título de bebida o derivados, desde dry martini, ginebra y gin tonic hasta malbec, syrah y brut royal, pasando por los infaltables y más módicos fernet y Gancia batido. Sustancias ingeridas por personajes definidos, sobre todas las cosas, por el brebaje que consumen: todas mujeres de diversa edad que, al mismo tiempo, hablan casi siempre en primera persona de sus tragedias –pequeñas, gigantes, domésticas o exiliadas–. Pero nunca toman en busca de placer sino más bien como repetición de una costumbre, un ritual, una necesidad, una adicción. Como el cigarrillo a las ocho de la mañana, o el octavo cigarrillo al hilo, en este libro el alcohol nunca se paladea, no se huele ni se lo inspecciona luego de removerlo un poco en el vaso. No, siempre aparece en grandes cantidades, como un verdadero manantial de ácido. Es así que en estos cuentos prevalece el principio líquido, en el sentido de que el título de cada uno de los cuentos se vuelca y se derrama sobre el contenido hasta hacer aparecer la bebida correspondiente que, a su vez, moldeará con su porcentaje etílico, sus ingredientes, accesorios y demás características las atmósferas de los relatos. No es casualidad que en estos dieciséis cuentos de corte realista –un registro del que Civale elige apropiarse no sólo en sus novelas sino también en cada una de sus crónicas–, la excepción sea “Ginebra”, un cuento fantástico o, mejor dicho, onírico, a tono con la transparencia fantasmagórica de esa bebida creada para curar los cálculos biliares. “Ginebra” sigue el itinerario de una mujer cuyo novio se despide sin palabras ni cartas ni portazos ni gritos: tan sólo pegándose un tiro en la cama matrimonial durante su ausencia. Como única reacción, la mujer decide viajar a un pueblo perdido en el mapa, únicamente habitado por hombres y, más precisamente, hombres que fallaron en sus intentos de suicido. Algo similar ocurre con “Bloody Mary”, logrado relato en el que el origen del nombre –“Se llamaba así por María Tudor, hija de Enrique VIII, y la sangrienta persecución que emprendió en Inglaterra contra todo el que no fuese protestante”– impregna también el argumento: una mujer y un hombre bastante creciditos y ex compañeros de la carrera de Sociología, se reúnen todos los viernes para pasarse todo el happy hour hablando de sus tristes fracasos amorosos: ella, golpeada por su ex marido; él, abandonado por una estafadora que lo deja totalmente seco. Y, sin embargo, lo que parece una inocente forma de consuelo sin ningún rasgo de erotismo termina desencadenando, cuando deciden juntarse ya no en el bar sino en sus casas para ahorrar dinero, una perversa y mutua repetición de los mismos errores. Por su parte, “Fernet” –bebida que inicialmente tenía fines digestivos y que comparte muchos rasgos con la Hepatalgina– constituye una especie de ironía, ya que se trata del cuento más escabroso, escatológico y vomitivo de la serie: una cincuentona poco higiénica, desarreglada, psicótica y totalmente en celo que sólo disfruta de la compañía de sus cucarachas se excita ante la llegada inminente del fumigador, un hombre de dos metros de altura que termina interesándose sólo de manera profesional en su cuerpo.
Además de su contenido etílico, cada uno de estos cuentos alcohólicos son enhebrados por las obsesiones de Civale: los viajes –de nuevo, abundan en este libro los aviones, los aeropuertos y las valijas ligeras– y la imposibilidad del amor –de nuevo, la manipulación, los silencios que castigan, el olvido de una sola de las partes y el colchón que se da vuelta–. Pero esto último no debe confundir ni marear: el alcohol, efectivamente, constituye en lo bueno y en lo malo el corazón de este libro, tanto por la velocidad y hasta desprolijidad con que parecieran estar escritos estos relatos como por la adicción algo irregular que, no obstante, genera su lectura.
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