Si en La tierra elegida Juan Forn había ofrecido una colección de ensayos, artículos y confesiones que tenía su raíz en ese terreno en el que se cruzan la literatura y el periodismo, con el flamante Ningún hombre es una isla (Emecé) parece haber destilado aún más ese género que se alimenta voraz y felizmente de la lectura omnívora como una exploración de vidas, episodios, lugares e hitos que encierran, en un detalle minúsculo, la clave para ser contados y entendidos bajo la forma de un relato.
› Por Angel Berlanga
El portón de la casa, blanco, de madera, está abierto de par en par. No hay timbre y los golpes de los nudillos contra la puerta no atraen a nadie. El viento bambolea un poco la cubierta de auto que cuelga, cuerda mediante, de una rama del árbol que está en el frente, en la vereda de tierra. La calle está abajo y la casa algo arriba, en una loma que antes, seguro, fue un médano. Es un chalet de dos pisos, pintado de blanco, con techo muy empinado, machimbre y teja francesa: una construcción de unos cuarenta años. Por la ventana que da al living se ve que las paredes y los muebles son, también, blancos: ahí dentro el gato negro para de lustrarse un toque, al oír el nuevo llamado. Y sigue. Los chimangos cruzan el cielo de pino a pino y cada tanto largan unos chillidos que fraccionan el roce de las hojas en el aire, el sonido que predomina. El primer coche que aparece en diez minutos por esta calle es el de Juan Forn, que trae medialunas e invita con té.
Esta es La tierra elegida de Forn: Villa Gesell. Aquél era el título del libro de artículos anterior, el eslabón que antecede al que publica ahora Emecé, Ningún hombre es una isla: aquí reúne textos aparecidos en este suplemento y en contratapas de este diario a lo largo de los últimos tres años. De eso va a contar enseguida, cuando el té esté listo, en el pequeño estudio-biblioteca en el que escribe, en la planta alta. Hasta llegar allá hablará en voz baja: su mujer, Flora, que es psicóloga, está atendiendo a una paciente y su hija, Matilda, duerme. La temporada turística anda cerca del fin: en esta última semana de febrero en la costa atlántica sopló con ganas el viento del sur, llovió, refrescó. Este sitio está a cuatro cuadras de Buenos Aires, la calle que es entrada a la ciudad desde la ruta, y a poco más de cien metros del mar. “Hasta hace unos días todas las casas de la cuadra tenían gente, pero ahora sólo hay en una”, dice Forn. “En unos días no queda nadie.”
Vasos comunicantes
“Son tipos que me llaman la atención”, dice Forn acerca de los protagonistas de los relatos de Ningún hombre es una isla: Nabokov, Borges, Kawabata, Hunter Thompson, Joseph Brodsky, Primo Levi, Warhol, entre tantos. Si se analiza un poco la composición de estos textos puede observarse, por ejemplo, un enfoque lateral, diversas dosis de controversia, vertientes varias; pero eso sería poner el carro delante del burro, porque al principio está la fluidez del relato, el placer de asistir a historias contadas con maestría, las perspectivas ideológicas signadas en los perfiles de esos notables del último siglo y pico y también en otros no tan conocidos, como Vittorio Meano, el arquitecto que construyó los edificios del teatro Colón y del Congreso de la Nación, o Domar Singh Madariya, el médico indio que se radicó en Buenos Aires y rescató a Forn de su pancreatitis. Aquella lateralidad deviene, a veces, de algún personaje cercano al notable que torna protagonista: Arias, el peluquero republicano de Picasso; Laura Betti, viuda de Pasolini; Paul Wittgenstein, el hermano de Witold, pianista y manco. Otros textos no son fáciles de seriar: el que dedica al IsHotellet, una fabulosa construcción de hielo en Laponia que cada año se arma en octubre y se derrite en mayo, al que entrelaza con los caprichos helados de la emperatriz Ana Ivanovna; o el que cierra el libro, un sueño en el que los porteños nadan por la ciudad por unos circuitos dispuestos para el disfrute.
¿En qué momento decís “acá tengo un relato”?
–Yo leo, y en determinado momento hay algo en el texto que me dice “ésta es la historia”. Si estoy leyendo sobre un autor, o sobre un tema, es raro que me quede con un solo libro: voy a otro, sumo perspectivas. Busco saber todo lo que pueda y busco, por lo general, una entrada de chanfle para ver la panorámica, toda la historia. Ese pequeño detalle en la vida del tipo que me permite contar lo que me interesa sobre él. Y en el fondo descubrís que el mecanismo del relato, de contar cuentos, es siempre el mismo: uno cuenta para saber cómo termina. La mayoría de las veces me siento a escribir, empiezo a disponer el material, a ver cómo organizo, y armo una especie de crudo. Y entonces salgo a caminar por la playa y ahí es donde la cosa termina de bajar, donde digo “éste es el enganche”. Otras veces, por puro pálpito, sin saber muy bien por qué, empiezo por algo y cuando voy llegando al final se produce el click, me doy cuenta de cómo enganchar con el comienzo. También pasa que dos horas, o dos días, o dos meses después de mandar los textos descubro los finales verdaderos, o lo que los redondea, y cambio: como luego salen en Colombia y en España, corrijo. Además, sabía desde el principio que este material iría a un libro. Porque no es que hago esto para ganarme el mango, o la vía para poder escribir otra cosa: esto es lo que yo quiero escribir. Tengo el cien por ciento de mis esfuerzos literarios puestos en esto. Aunque sean cosas cortitas. Vitalmente, me hace bien: me ha soltado la mano. Y he aprendido un montón de cosas. Siento que esta deriva es como estar surfeando en una ola hasta que aparece otra, cruzada, y la engancho, dejo que me lleve. Muchas veces, así, descubro un nombre, o un episodio, muy naturalmente: leo para escribir sobre Grossman y de repente encuentro que él nombra a Platonov, de quien no había leído nada. Me quedó sonando en el fondo de la cabeza hasta que tres meses después me crucé con un libro de él, y me lo senté a leer.
Forn señala que hay, en los textos, tres o cuatro afluentes principales: los rusos, los nazis, los japoneses, el nuevo periodismo norteamericano. “Estoy terminando de redefinir mi relación con la literatura yanqui. En un momento fue devocional, después tuve una especie de rebelión casi adolescente, de decir ‘me estafaron, son una mierda, váyanse todos al carajo’. Ahora estoy viendo mis prioridades. Me acuerdo que a los veinte años había leído el texto de Tom Wolfe sobre Bernstein, el de las Panteras Negras, y yo había tomado partido por el irónico que se cagaba de risa de la izquierda chic, la izquierda exquisita. Y leído veinte años después me doy cuenta de que a pesar de todas las pavadas y tilinguerías que en general tenía el radical chic, Bernstein estuvo mucho más cerca que Wolfe de ser un tipo artística y éticamente íntegro. Ese texto, por ejemplo, es un ajuste de cuentas con mi propia lectura, es una delirante contestación a cosas que pensaba antes. Creo que los textos del libro, además, funcionan como cuentitos y como pequeñas aventuras intelectuales.”
Hay una serie de libros, apunta Forn, a los que le gustaría que se acerque Ningún hombre es una isla: a Vidas imaginarias de Marcel Schowb, a Historia universal de la infamia de Borges, a La sinagoga de los iconoclastas de Wilcock, a Descripciones de descripciones de Pasolini. “Hay un montón de escritores con libros de este tipo: Sergio Pitol, Alfonso Reyes, Vila-Matas, el propio Bolaño, Brodsky”, sigue Forn. “Durante dos años hice esta locura de leer dos o tres libros por semana para escribir una nota corta. Creo que en los textos de La tierra elegida estaba demasiado metido en mí mismo: ya desde el título aludía al estado interno mío post enfermedad y emigración; en este, en cambio, creo que apunto mucho más a los vasos comunicantes que hay entre las personas. Aunque la mayoría de los personajes que abordo son tipos relativamente solitarios, que hacen su vida de estar adentro, te das cuenta de que, les guste o no, están relacionados fuertemente con otros hombres.”
Vocación por la elegía
Cumplió 50 años en noviembre: la idea era que el libro apareciera ahí. Pero fue retrasándose en el articulado y, finalmente, casi que renunció a eso. “Yo lo podría haber armado más como un collar, pero preferí no trabajar tanto como para que una cosa llevara a la otra. En un momento dije ‘basta, el libro sale’, es la consecuencia natural. Y que funcione como funcione. No quiero darle vueltas, bajar línea y decir ‘este libro es tal cosa’. Lo único que me interesa es que estimule al lector, que le produzca el estado de ánimo y la relación con la lectura que me produce a mí leer.” Y está bárbaro: qué va a andar diciendo Forn, que la opresión y las formas de resistencia a la opresión atraviesan todos estos relatos, que el hacer de sus protagonistas desmiente a fuerza de voluntad y/o creatividad a quienes se empeñan en dictaminar cómo-tiene-que-ser-la-vida-o-la-muerte, y el espectro abarca desde regímenes gubernamentales hasta relaciones personales, afectivas, familiares. A veces mejor no aclarar, que oscurece.
“En La tierra elegida yo quería contar todo: son textos mucho más largos, que intentan ser exhaustivos”, distingue Forn. “En este caso aposté más por lo que llamaría relato, por la anécdota que cuenta en tres líneas para que genere, en conjunción con lo que subyace y no se cuenta, cierta fluidez.” Eso está; en rigor, su prosa discurre con enorme plasticidad. Forn sirve otra ronda de té. Cada tanto prende un cigarrillo corto y finito y le da una pitada. Cada tanto se apaga, y vuelta. “Un mestizaje muy visible de biografía, ensayo, relato de ideas, crónica, confesión, cuento”: así había definido los textos de aquel volumen. Aunque Ningún hombre es una isla se anuncia como “un libro de crónicas”, a Forn no le calienta demasiado la definición: “A esta altura del partido ya no se la encuentro”, dice, se ríe. “Cuando uno lleva muchos años leyendo y escribiendo va juntando un arsenal de herramientas, oficio, cierta habilidad, diría, que son como reflejos. De la misma manera que si jugaste mucho al fútbol, descubrís que tomaste una decisión cuando ya ocurrió. Trato, básicamente, de conseguir que algo hable en esos textos. Además de cierto nivel de lectura, de cierta astucia para elegir los componentes más atractivos, de cierto afán por contar un cuento, de trabajar con la intriga y el anzuelo para el lector, de procurar una actitud, digamos, de iluminación, en el fondo lo que quiero es no hablar sólo yo, que la cosa exceda al protagonista del relato o a los datos que puse y que al lector le ocurra algo, que le quede un déjà vu, que quede rebotando en algún lugar de tu cabeza o de tu cuerpo, que deje algún tipo de sedimento suelto, flotando.”
“En el fondo, todos estos relatos son elegíacos”, asevera. “Mientras escribía sobre Kafu, el japonés putañero, descubrí una frase genial sobre él de su compadre, Junichiro Tanizaki, que dice: ‘Quería ser corrosivo, irónico, provocador, y siempre era elegíaco’. Me di cuenta de que mi manera de escribir es elegíaca, una palabra con la que yo tenía escasa relación consciente y ahora, de pronto, noto que se ajusta bastante a mi forma de narrar.”
La forma de celebrar
Casi todos los protagonistas de Ningún hombre es una isla son artistas. “Llevo muchos años interesadísimo en la relación entre vida y obra, en cómo incide lo que un artista hace en su vida posterior y cómo incide su tipo de vida en la obra que va realizando. El diálogo entre obra, vida y época: cómo la historia y la política te caen encima. Cuando reuní los relatos vi que había mucho más de política de lo que yo creía. Yo me considero un tipo bastante analfabeto políticamente hablando, me guío por valores muy básicos para hablar del tema y no soy muy bueno captando matices, proyecciones, relaciones en ese sentido. Toco de refilón, más bien, acerca de los grandes vientos que soplan en la vida de un tipo, en cómo aparecen entre los resquicios de su obra. No me cabe duda: no soy crítico. No apunto a la gran política ni a la política de la literatura.”
Forn dice que con los textos que publica en las contratapas del diario está teniendo más repercusiones que nunca, que todo el tiempo aparecen brotes en la bandeja de entrada: correos electrónicos de otros escritores, de lectores que agregan, discuten, le envían materiales. En su estudio, bastante ordenado, las dos imágenes más grandes son la foto de Salinger y aquella tapa de Radar con la hoja y la palabra Legales. Ahora se larga a contar que los lunes, fuera de temporada, desde hace tres años, va a dar unas charlas a una biblioteca (a la que le donó la mitad de sus libros). Que muchas veces ahí, mientras habla y escucha, termina de acomodar sus propios textos, de darles sentido. “La mayoría son curiosos, personas que van a que les cuenten un cuento, que intervienen: con el paso del tiempo funciona como la pulpería de Arispe, de Briante”, dice Forn. “Por lo general termina la charla, vamos a morfar y el tema sigue, casi siempre, ahí. Es una especie de continuación del trabajo que hago solo, durante el día. Me ayuda a entender, a entenderme.”
Y Forn cuenta, trascartón, un efecto de esas reuniones: “Hacía como diez años que no volvía a Salinger, era un tema cerrado: tengo esa foto ahí desde tiempo inmemorial. Y el año pasado un muchacho me señaló una frase de él que pongo en mi primera novela, y que entonces había leído sus cuentos. Me dije ‘bueno, voy a dar una charla’, y me pareció extraño volver sobre Salinger. Y cuando me puse encontré un enfoque totalmente diferente, vinculado a cómo vuelve de la Segunda Guerra completamente cambiado, a cómo su reacción contra el mundo polarizado de la posguerra lo conduce a que en el terreno literario quiera conservar una especie de candidez que es imposible de mantener; eso lo lleva a escribir sólo sobre la familia Glass, una reacción contra el mundo adulto, que también lo lleva a elegir personajes que con tal de no enfrentarse a las asperezas de la madurez prefieren pasar de la inocencia al estado zen; y de ahí el camino sin salida, no publicar más. La cuestión es que tras esa charla no volví a Salinger hasta hace un mes, cuando murió, y entonces me di cuenta de que mi mirada sobre él terminó de cerrarse con esa noción que apareció ahí”.
Se entusiasma con la evocación de esas charlas, con cómo una charla sobre Vasili Grossman puede conectarse con alguien, con un abuelo ucraniano que contaba de los pogroms, o con alguien que militó en el PC. “Se dan rebotes completamente inesperados”, dice. “Me gustaría redondear algo: el relato funciona como una herramienta de autoconocimiento. Cuando te gustan los relatos, que te cuenten historias, en tu cabeza empezás a utilizar el mecanismo para interpretar tu propia vida. Descubrís que ciertos elementos sueltos, flotantes, al ser unidos encuentran un sentido. Y hay otra cosa interesante: ese sentido siempre es provisorio. Dos semanas, o seis meses después, ha variado, la mayoría de las veces sin que uno se dé cuenta. Creo que eso es estimulante como para que sigamos yendo esos lunes.”
Dice Forn al final, algo antes de que aparezca desperezándose su hija Matilda, que el lugar más pleno como escritor, a esta altura de su vida, es el de lector. Que ya ve una relación directa entre el input de la lectura y el output de la escritura. Que disfruta con que escribir sea producto de lo que lee. “Hay una frase preciosa de Monterroso: ‘Lo que más me pasa en mi vida son libros’. Es así, en mi vida es así. Hay múltiples maneras de relacionarse con la literatura: hay gente que escribe por venganza, por odio, por afán de justicia, para descolocar al mundo, para romper estructuras. Mi relación con la literatura, descubrí, insisto, es elegíaca: una manera de celebrar. Hay un verso de Pound que dice, más o menos, que arar es orar, en el sentido de encontrar la manera de que tu trabajo sea una celebración de estar vivo. Este libro, para mí, es eso. Por supuesto que lo digo ahora, acá; a lo mejor dentro de cinco años encaro una saga novelística de ocho libros y digo ‘no, en aquel momento estaba tomándome un respiro’. Pero hoy por hoy estoy agradecido por una serie de cosas que me pasaron y me acomodaron. Que me convirtieron en mejor persona. Esta manera de escribir es una forma de agradecer o de celebrar.”
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