Al calor del Premio Nobel que recibió en 2009, la germano-rumana Herta Müller empieza a ser divulgada en habla castellana. Dos de sus primeros libros permiten armar el perfil de una escritora que cumple tan estrictamente los requisitos para ganarse el máximo galardón, que su lectura no puede sino resultar un tanto decepcionante.
› Por Juan Pablo Bertazza
Cuando el año pasado la Academia sueca anunciaba al nuevo ganador del Nobel, hubo una sensación de sorpresa que lentamente se desvanecía hasta transformarse en una noticia totalmente previsible. Pese a no figurar en la nómina de los nuevos ni de los eternos candidatos, Herta Müller cumplía con todos los requisitos que, en los últimos años, persigue la Academia: obra prolífica (pese a tener menos de sesenta años, la autora cuenta con más de veinte libros en su haber), cierta dimensión política encauzada en su escritura (Müller escribió mucho contra el despotismo del régimen comunista de Nicolae Ceausescu, lo cual le valió la censura en Rumania y su exilio hacia Alemania en 1987), no tener nacionalidad norteamericana –de ser posible, tener doble nacionalidad– (efectivamente, Herta Müller es germano-rumana) y, por último, que su obtención del Nobel constituya en sí una sorpresa para gran parte de la crítica.
En todo caso, son estos parámetros del buen escritor los que podrían ponerse en tela de juicio a la hora de disparar sobre el que aún sigue siendo el principal premio literario, aunque poco sentido tiene vociferar contra la flamante premiada quien, además de haber sido traducida a más de veinte lenguas, obtuvo muy prestigiosos premios como el Aspekte en 1984, el Kleist en 1994 y el Franz Kafka en 1999.
Como sucede todos los años, al calor del Nobel acaban de editarse en castellano dos de sus obras más tempranas: En tierras bajas –su primer libro– y El hombre es un gran faisán en el mundo. A pesar de que tienen rasgos en común, como el hecho de contar en cierto tono costumbrista las acciones totalmente desacostumbradas de un pueblo alejado de toda civilización, incomunicado y falto de sensibilidad, resulta interesante leer ambos libros en conjunto, a tal punto que el primero es un libro de cuentos que constituyen una pequeña comedia humana de la Rumania comunista y germano parlante y, la segunda, una novela dividida en capítulos hiperbreves que podrían ser considerados pequeños cuentos autónomos.
Los dos ayudan a ver, además, por qué a partir de que el crítico Friedrich Christian Delius encontrara en su obra algunos ecos de Juan Rulfo, después del Nobel muchos críticos compararan la obra de Müller con el realismo mágico: si bien es verdad que en estos libros se describen algunos rituales y pintorequismos de la Rumania de Ceausescu, Müller lo hace de una manera totalmente distinta de la del realismo mágico; es decir, más bien en clave irónica y de denuncia, haciendo hincapié, incluso, en cierto naturalismo escatológico: “Mamá tiene ya una mazorca en la mano. De un golpe le hunde el cráneo. Un breve chillido y un hilito de sangre que mana por el hocico. El gato se acerca y pone al ratón muerto boca arriba y boca abajo, hasta que deja de moverse”; “mi padre ha vomitado el hígado, que apesta a tierra podrida en el cubo”; “vi unas bolitas de caca negras y supe que la abuela estaba otra vez estreñida, vi la caca amarillo claro de mi padre y la caca rojiza de mi madre”.
Pero sin lugar a dudas el libro en que se puede ver en estado puro el estilo Müller es En tierras bajas, un pequeño tablero en el que aparecen distribuidas las distintas piezas de un puzzle: la brevedad y contundencia de cada oración es inversamente proporcional a la apertura semántica que genera su intrínseco valor poético, a tal punto que muchas de estas frases (o piezas) podrían juntarse en un poema: “En la estación, los parientes avanzaban junto al tren humeante./ Una mujer joven salía de la estación con un niño de aspecto inexpresivo./ La mujer tenía una joroba/ El tren iba a la guerra/ Apagué el televisor”. Como si delegara al lector la tarea de ordenar la historia, el primer relato de este libro, “La oración fúnebre”, termina, de alguna forma, con el comienzo: “Era un sábado por la mañana, a las seis y media”.
El tema central de este libro es la región de Banato, una aldea que es tierra de nadie porque cada uno de sus habitantes es intercambiable, al menos desde la perspectiva de la narradora, una niña cuya abuela la amenaza con arrancarle las orejas y cuya madre le pega cuando se pone a llorar para darle un buen motivo para hacerlo. Afortunadamente, la nena se distrae jugando con su compañerito Wendel a pelearse por borracho, por no traer dinero a casa, y decirle cerdo, vagabundo, inútil y putañero.
El hombre es un gran faisán en el mundo, por su parte, juega también con una frase según la cual los rumanos al decir “he vuelto a ser un faisán” –ave rastrera– quieren decir que han vuelto a fracasar. Es así que este libro cuenta la historia de una familia que espera la oportunidad del exilio como única vía de escape mientras su vida pasa por el desagüe.
Hasta próximo aviso de nuevas ediciones locales, la literatura de Müller parece interesante y elaborada, aunque algo aburrida y árida. Una escritora que, en el podio femenino del Nobel de los últimos años, está mucho más arriba que Elfriede Jelinek y mucho más abajo que Doris Lessing.
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