Aniversarios> Varios episodios históricos que marcaron en diversos continentes y países el martirio de las mujeres obreras, militantes por sus derechos laborales y civiles, y feministas convergen en el Día Internacional de la Mujer, que se celebra el 8 de marzo. En el ámbito literario, la aparición de Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, y su personaje de Nora, la mujer que lucha nada más ni nada menos que por su emancipación personal, probablemente sea un hito femenino que también merezca celebrarse en este contexto.
› Por Alicia Plante
Nunca supe con precisión qué celebra o qué conmemora, o quizá solamente qué no quiere que olvidemos, ese dedo apoyado en el calendario sobre el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Pero con seguridad se trata de algo que, si existiera el día del hombre, no se celebraría. No ha de ser, entonces, algo asociado a la esencia de la masculinidad. O tal vez sí, precisamente; tal vez se festeja un cierto grado de fractura de eso axial a lo viril, de ese aferrarse con notable convicción a todas las formas de dominio que en general caracteriza la transferencia de lo muscular/hormonal al territorio de los vínculos.
Tampoco hay certezas respecto del motivo que se tuvo para establecer esa fecha; hay borroneos mediáticos seguramente nada inocentes, que desplazan el foco de atención de aspectos importantes de la cuestión: quién, dónde y cuándo se pateó por primera vez el tablero del dominio y el abuso sistemático al que los hombres han sometido históricamente a las mujeres. Esta lucha se remonta a la antigua Grecia y a una mujer iluminada, Lisístrata, que lideró una huelga sexual contra los hombres para que terminaran una guerra. Pero en nuestra historia reciente y con orígenes en la era industrial y la causa obrera, fue la comunista Clara Zetkin la que un 19 de marzo de 1910, durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas realizada en Copenhague, lanzó las reivindicaciones feministas por excelencia: derecho al voto, a la ocupación de cargos públicos, a una formación profesional, al trabajo y a la no discriminación.
A esta iniciativa siguieron otras, haciéndose la bola cada vez más grande e imparable. Ya en 1913 y 1914 se dieron en Rusia fuertes movimientos en favor de los derechos de la mujer, a los que luego fue adhiriendo toda Europa. Pero es el 8 de marzo de 1917, al terminar la Gran Guerra, que las mujeres organizan una huelga y exigen “pan y paz”: habían muerto dos millones de soldados rusos y el hambre ponía al pueblo civil de rodillas al borde de los campos quemados. El zar abdicó cuatro días más tarde y, entre otras medidas impostergables, el gobierno provisional sancionó el voto femenino.
Si bien los datos nunca se pudieron confirmar oficialmente, todo indica que en la ciudad de Nueva York, en 1908 (¿el 8 de marzo?) y tres años más tarde, en 1911 (¿el 25 de marzo?) se produjeron dos hechos atroces que tuvieron como protagonistas –en realidad como víctimas– a dos grupos de mujeres obreras. En el primero, en la fábrica textil Cotton, 146 mujeres huelguistas fueron calcinadas vivas por medio de bombas incendiarias que les fueron arrojadas por decisión de los patrones cuando las mujeres se negaron a abandonar las instalaciones que ocupaban en protesta por sus salarios miserables y las infames condiciones laborales. El segundo hecho ocurrió en otra fábrica textil, la Triangle Shirtwaist Company, y costó la vida también a más de 100 mujeres que exigían justicia: salarios dignos y mejoramiento de las condiciones infrahumanas de trabajo.
A pesar de la frialdad de la decisión de asesinar a estas mujeres para que otras protagonistas del sistema escarmentaran, a pesar de los prejuicios y la discriminación sexual, y aunque la violencia doméstica (especialmente) y el maltrato psicológico y cultural contra las mujeres continúe, las verdaderas feministas, las militantes y no las meras adherentes, han demostrado con amplitud que los argumentos esgrimidos en favor de las reivindicaciones se justificaban. No me parece necesario enumerar las pruebas; aunque muchos jueguen a ignorarlas, todos las conocemos.
Pero sería interesante analizar la evolución de la conciencia del conflicto a otros niveles, por ejemplo el literario, donde produjo, ya en el siglo XIX, obras revolucionarias que se convertirían en íconos del movimiento feminista occidental. La primera novela en la que una mujer se emancipa del yugo marital es la de Anne Brontë, The Tenant of Wildfell Hall, publicada en 1848. En 1928, la Lady Chatterley de D. H. Lawrence habría de poner su broche de oro al proceso, pero en 1879, sólo treinta después de Brönte, en un entorno diferente del victoriano pero en circunstancias socioculturales semejantes, el dramaturgo noruego Henrik Ibsen publicó su obra capital, Casa de muñecas. El estreno, ocurrido en el Teatro Real de Copenhague, encendió una antorcha que ardió como una hoguera e iluminó a la sociedad –especialmente la de las mujeres– con el resplandor de una realidad jamás antes mostrada. El conflicto planteado y el tratamiento que de él hace Ibsen resultaron en la transformación de los postulados dramáticos europeos a fines del siglo XIX. A partir de la publicación de Casa de muñecas quedó atrás el acartonamiento declamatorio que la época venía produciendo y el teatro ingresó de brazos abiertos en un realismo que inauguró la huella para cambios profundos en la situación de la mujer.
El planteo inicial de Casa de muñecas presenta a Nora, el personaje central, como una joven inmadura y encantadora. Helmer, su marido, aparece ocupando el lugar que el padre dejó libre, desde el cual reproduce fielmente aquel juego sobreprotector que apenas oculta un autoritarismo cargado de latente menosprecio (“tu incapacidad de mujer...”, “como iba yo a consentirte...”). Helmer nunca la nombra, se dirige a ella como “mi alondrita”, “mi ardillita”. Es evidente que para él su “niña” es incapaz de un solo pensamiento inteligente. Y es mediante este planteo dramático que Ibsen retrata el esquema relacional marido/mujer que caracterizó el núcleo básico de la sociedad europea del siglo XIX. Pero el propósito del dramaturgo va más allá del retrato, en él alienta una comprensión distinta, sincera y respetuosa de los valores humanos, y aparecerá nada menos que la verdad que en la realidad es escamoteada. Entonces pone a Nora en una situación insoportable, la expone a que Helmer descubra un secreto al que ella nunca dio importancia, o sea, que unos años atrás falsificó la firma de su padre para no perturbar al anciano moribundo y así poder garantizar un préstamo que salvaría la vida del propio Helmer, enfermo y empobrecido. Su ocultamiento del origen del dinero buscó que Helmer lo aceptara, gesto de nobleza y generosidad que él no será capaz de retribuir al enterarse de la verdad, todo lo cual prepara el terreno para un final de enorme potencia dramática. La crueldad y la hipocresía del marido aparecen en el oscuro salvajismo con que la increpa, sólo centrado en sí mismo y en lo que ocurrirá con su propia imagen. Esa es su verdad, y en una vuelta de tuerca genial de Ibsen, que producirá inmediatamente el “milagro” de que el peligro desaparezca, Helmer da por sentado que su “perdón”, que implica un retroceso a la posición paternalista habitual, será aceptado por Nora como un gesto generoso. El golpe maestro de la obra es esa culminación en la que ella, con una lucidez maravillosa, le anuncia que se va y en nombre de todas las mujeres le explica las razones: “Nunca me quisisteis (el padre y Helmer), os resultaba divertido encapricharos conmigo. Sois culpables de que no haya llegado a ser nunca nada”... “He sido muñeca grande en esta casa como fui muñeca pequeña en casa de papá.” Helmer, atónito, apela a los hijos que Nora dejará en manos de la niñera: “Tengo otros deberes sagrados conmigo misma”. Al cabo de un diálogo estremecedor, Nora toma su valija y camina hacia la salida. Desde la platea se oye cómo abajo se cierra la puerta de calle. A mi juicio, ese sonido de la puerta que deja atrás la mentira, la farsa y el sometimiento femenino a la sobreprotección hipócrita del varón, inauguró la literatura moderna. Y ayudó a cimentar el arduo camino que la mujer viene recorriendo para erguirse ante el hombre en pie de igualdad.
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