En El dolor paraguayo y Lo que son los yerbales se reúnen diversos textos de Rafael Barrett donde denunciaba la situación social de Paraguay con un altísimo nivel literario. Aquí se reproduce un fragmento del prólogo de Osvaldo Bayer que acompaña esta oportuna reedición de Capital Intelectual.
› Por Osvaldo Bayer
Rafael Barrett es un clásico. Un sabio que muere a los 34 años y que ya lo había escrito todo. Los que lo han leído lo califican de genio, desde Borges hasta Benedetti. Lo más admirable de él es que con un idioma llano –inmensamente rico– describe todo el drama del ser humano, desde lo injusto del sistema social al que está condenado por haber nacido pobre hasta las virtudes de los que hacen la vida y la traen con las manos y la voluntad.
Este libro me ha emocionado profundamente. Tengo la necesidad de decirlo y escribirlo. Todo lo profundo del alma humana, todo lo injusto de la vida a que es sometido el que no tiene poder. Nunca había leído, por ejemplo, hasta que llegué a este libro, la verdad sobre la condición femenina en la mujer pobre y su silencioso aporte y ayuda al niño pobre, al hombre pobre.
El idioma y la sabiduría de Barrett nos inundan, nos muestran las verdaderas imágenes de lo injusto, de la perfidia del sistema que divide a la criatura humana en los del poder, los sometidos y los que no se someten. Todo esto escrito y publicado por Barrett bajo crueles dictaduras. Y por eso, además de la sabia profundidad, su coraje civil a toda prueba.
Sin duda alguna es el más brillante intelectual de la generación europea que pisó este suelo argentino y el paraguayo, brasileño y uruguayo, para luego morir en Francia en plena juventud. Pero quedaron sus generosos libros, sus denuncias, mejor dicho, sus gritos libertarios de justicia para todos, pan para todos, bondad poética para todos.
El dolor paraguayo, tal vez más profundo aún que el de todas las sociedades del mundo en aquella época en que le tocó vivir. Primero nos introduce en esa naturaleza paraguaya, donde nos muestran a las mujeres que “parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse... sus negros ojos, señores de la llanura... sus pies morenos, que al correr acarician la tierra... una dignidad melancólica... pasan con la suavidad tenue de un suspiro... vienen del insondable pasado y están impregnadas de verdad... son el amor a quien se inclinan nuestros labios sedientos y nuestras almas hastiadas”. De ellas, a la naturaleza, la selva: “Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abren concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío, como un insecto maravilloso, sonríe al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados”.
Así nos va poniendo en materia. Nos pone sobre aviso. La poesía le desborda al autor, pocos han descripto con tanta precisión y tonos esa increíble naturaleza. Es para introducirnos, de pronto, en una sociedad dolorida, injusta. Injusta hasta lo macabro, a pesar de su gente, a pesar de ese idioma, ese guaraní suave e interrogativo. Y es justo el momento en el que nos interna en la guerra de la Triple Alianza, donde los generales argentinos, brasileños y uruguayos exterminaron a los vencidos paraguayos. De los varones sólo quedaron vivos los menores de 14 años. Y así nos lo dice Barrett para explicar la tristeza de ese pueblo derrotado: “Es que habéis sido engendrados por vientres estremecidos de horror y vagáis atónitos en el antiguo teatro de la guerra más despiadada de la historia, la guerra parricida y exterminadora, la guerra que acabó con los machos de una raza y arrastró las hembras descalzas por los caminos que abrían los caballos, quizás ignorantes de vuestra orfandad y de vuestro luto... sois los sobrevivientes de la catástrofe, los errantes espectros de la noche después de la batalla. ¿Qué son treinta años para restañar tales heridas? Seguís vuestro destino, pastores taciturnos”.
Pero Barrett, como buen libertario, no se rinde. Es un poeta-filósofo-activista increíble, que no disimula la verdad cruel. Es nada menos que un optimista que no se cansa de buscar. Es cuando penetra en la otra naturaleza, la de las “aguas negras, encubridoras de serpientes, de ahogados con una piedra al cuello... la muerte me toca otra vez el hombro con el dedo, y me murmura al oído sus palabras familiares y horribles. Un suspiro de espectro mueve vagamente la atmósfera, y me parece que la naturaleza entera sufre la angustia de una pesadilla sin nombre”.
Allí es cuando Barrett nos invita a recorrer con él todo ese mundo de increíbles misterios, de luchas diarias, de una poesía y crueldad indescriptibles, que se nos presenta a cada paso.
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