Alegría, muerte, familia y barrio en un libro de poesía verdaderamente original.
› Por Juan Pablo Bertazza
Hoy por hoy que anda tan sueltita de cuerpo, despojada de cualquier corset, y con entrada libre y gratuita para ingresar a sitios donde nunca antes se había animado, resulta casi imposible decir que determinada poesía es original. Sin embargo, Un día de diversión en la calle Brasil, de Fernando Murat es, de verdad, un libro original de poesía. No sólo por los arrabales del volumen –además del diseño y una presentación digna de programa circense o teatral, en la solapa, junto a la foto del autor, se incluye la bio de su mascota– sino también por su materia. Pero, a su vez, y esto es lo importante del asunto, esa originalidad no naufraga en el puro gesto novedoso sino que se muestra al servicio de una coherencia interna a partir, por ejemplo, del agregado de un verso, en letra menor y en el ángulo superior de cada página, correspondiente a un poema anterior, ya pasado, que, como un fantasma dentro de la poesía, llega como un espectro para resignificar lo que se está leyendo.
Dividido en cinco partes, los poemas que componen el libro son carnavalescos: no sólo por la constante referencia a máscaras y disfraces –de pesebres, murgas, plazas y hasta canchas de fútbol– sino también por la mezcla permanente entre lo alto y lo bajo, entre métrica clásica y verso libre, lo letrado y lo popular. Pero en un nivel aun más amplio, lo carnavalesco está dado porque, tranquilamente, podría tratarse de una novela o incluso una crónica disfrazada de poema. De hecho, el libro pone de manifiesto la historia de Murat, un poeta de apellido francés y linaje literario que se cría entre autores clásicos, paisajes populares y una libretita donde da rienda suelta a su lírica precoz en un barrio viril, no muy dado a los versitos, además de estudiar poemas en griego subido al colectivo 106: “Dios mío, angelito/ pensar que lo poníamos en el equipo de la cuadra/ y andaba con esa libretita/ te había dicho angelito/ desconfiale al apellido francés que la sangre tira/ pero vos que no, que es uno de nosotros”.
Cansado, a su vez, de lo libresco y de lo intelectual, el poeta –estando vivo y también estando muerto– se larga en una arrebatada búsqueda por la aventura de la naturaleza y, en todo caso, logra conciliar ambos términos gracias a la figura de su inseparable perro: “Con Santino cuando viajamos por nuestras aventuras/ escuchamos nuestra leyenda en boca de los viajeros/ como en el quijote, como en el quijote, me dice Santino/ que no viaja sin su edición de bolsillo”.
Con una extraña mezcla de poesía de raíz folclórica, atmósfera de Sexto sentido y una carnavalización a flor de piel que encarna el herejismo más religioso –“dile a mi diosito por dios que se muera”–, Fernando Murat logró verse muerto para dar cuenta de esa extraña mezcla de muerte y vida, privacidad y pertenencia que sirve de humus a la buena poesía. El resultado es un libro que, dicho por él mismo, está hecho de “cuentitos familiares de la tradición oral/ con fantasmas y muertitos ¡para lo que guste mandar!”.
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